martes, enero 13, 2009

LA CASA, LA PÁGINA, LA FRASE I

Diario Milenio-México (13/01/09)
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En 1951, en la célebre cátedra que dictó en Darmstat, Martin Heidegger equiparó el ser al habitar. Hurgando en las palabras del alemán antiguo, el filósofo argumentó que el verbo construir (bauen) aparece subrepticiamente en la conjugación de la primera y segunda personal del singular del verbo ser (Ich bin, Du bist), de ahí su conclusión: “estar en la tierra como mortal significa habitar”. Pero estar en la tierra significa también, luego entonces, encontrarse bajo el cielo, formando parte, al mismo tiempo, de un colectivo de mortales. Por eso, habitar es habitar la Cuaternidad —la tierra, el cielo, lo divino, la comunidad— que Heidegger uniera bajo el principio inevitable del cuidado: “En el salvar la tierra, en el recibir el cielo, en la espera de los divinos, en la conducción de los mortales, acontece de un modo propio el habitar como el cuidar (velar por) de la Cuaternidad. Cuidar (velar por) quiere decir: custodiar la Cuaternidad en su esencia. Lo que se toma en custodia tiene que ser albergado”.
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Tanta atención le dedicó Heidegger a la relación entre el construir, el habitar y el pensar (los tres verbos que, sin comas de por medio, sirven de título a la conferencia, y subsecuente ensayo, del 51) que no es para nada sorprendente la publicación de un libro sobre y alrededor de la cabaña que construyó y habitó intermitentemente, aunque por muchos años, al pie de la Selva Negra. En La cabaña de Heidegger. Un espacio para pensar, el arquitecto y profesor de la Escuela de Arquitectura de Welsh, Adam Sharr, no sólo describe con puntualidad, incluyendo planos y fotografías del lugar, la ubicación y el proceso de construcción de la cabaña sino que también se decide, con cierta cautela eso sí, a abrir sus puertas. La idea rectora es que existe una relación no sólo estrecha sino fundamentalmente productiva entre el espacio de la cabaña y el espacio de la página. La casa de “arriba”, como la describiera Heidegger comparándola de manera positiva con la vida superficial y ruidosa de “abajo” en universidades y ciudades varias, constituía su lugar de trabajo: el espacio que, cercano a las montañas y abierto al clima, podía servir como filtro de esa “ley oculta” de esa naturaleza circundante que constituía, con todo, la verdadera materia de la filosofía. La cabaña se convertía así en el espacio alquímico donde el paisaje se transformaba en pensamiento, es decir, en lenguaje.
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Su apego a la cabaña y a la forma de filosofía que éste le facilitaba fue tal que, en 1933, cuando la Universidad de Berlín le ofreció un prestigioso puesto, lo rechazó. En “Por qué permanecemos en provincia”, el artículo que publicó justo un año después, explicaba sus razones: “Cuando en la profunda noche del invierno una bronca tormenta de nieve brama sacudiéndose en torno del albergue y oscurece y oculta todo, entonces es la hora propicia de la filosofía. Su preguntar debe entonces tornarse sencillo y esencial. La elaboración de cada pensamiento no puede ser sino ardua y severa. El esfuerzo por acuñar las palabras se parece a la resistencia de los enhiestos abetos contra la tormenta. Y el trabajo filosófico no transcurre cual apartada ocupación de un extravagante, sino que tiene una íntima relación con el trabajo de los campesinos.” Más que un parapeto contra el mundo, la cabaña era, por el contrario, una apertura: la mejor oportunidad de entrar en amplio y denso contacto con él. Además de un espacio, la cabaña también era un método de vida y de pensamiento. El rectángulo de la residencia y el rectángulo de la página vueltos ambos pura habitación.
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Hay ciertamente una serie de peculiares pensadores de la montaña (Thoreau en Walden Pond, Wittgenstein en Noruega, Jung a las orillas del lago Zurich) que desdeñaron la vida agitada y superficial de las ciudades, optando por la vida ruda del campo. No todos conservaron la fe en la vida de provincias, como la denominara el autor de Ser y Tiempo (son legendarias las quejas de Wittgenstein después de su experiencia como maestro rural, por ejemplo) y, juzgando por la temprana relación de Heidegger con el nazismo, la vida campirana no salvó a nadie de (¿o condujo a?) la estupidez política. Pero queda de esa cabaña a los pies de la selva negra una experiencia vital e intelectual que, dese sus inicios en 1922, volviera visible la estrecha y productiva relación que va del espacio doméstico —de la habitación— al espacio de la página —la habitación.
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Hay, por supuesto, otra larga lista de autores citadinos para quienes, al contrario de los pensadores de montaña, el ruido y el anonimato son centrales (Charles Baudelaire y Walter Benjamin son emblemáticos aquí). Están los escritores de hotel (Sartre, por ejemplo) que uno imagina encorvados sobre minúsculos escritorios a un lado de las ventanas. Y están, incluso, los no-lugareños —aquellos que, aunque cuentan con un sitio donde guarecerse, resisten cualquier noción de albergue o morada. Y existen, por supuesto, los que verdaderamente no pueden tener un techo estable sobre la cabeza. Los escritores de la intemperie. En todo caso, los espacios habitables que caracterizan a una era de errancias fortuitas o forzadas ofrecen, lo sospecho así, métodos de vida y de pensamiento —contactos con el lenguaje— que divergen de la experiencia heideggeriana de mediados del silgo XX. En artículos subsecuentes (he aquí un serio propósito de año nuevo) pondré a prueba esta idea con lecturas e imágenes y entrevistas con algunos autores contemporáneos tanto de México como de Estados Unidos. Los mantendré al tanto.

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