lunes, enero 19, 2009

Gaza y el odio idiota

Diario Milenio (19/01/09)
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Vértigo y equilibrio
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Hay dos clases de individuos armados: el que adquirió las armas para darles uso y el que sólo las tiene para no tener que emplearlas. De las clases de karate a las granadas de mano, esta mera actitud distingue al reflexivo del resentido, o en términos más crudos al cauto del idiota. Cierto que a veces no queda más remedio que idiotizarse, así sea para sobrevivir en un ambiente secuestrado por la estupidez. Quienes ya de antemano elegimos vivir desarmados, cuando menos en lo que a plomo y pólvora se refiere, preferimos no tener que enterarnos qué tal anda nuestra capacidad de autocontrol. ¿Cómo saber en qué clase de idiota es capaz de convertirlo a uno el primer perturbado que se le cruza y decide agredirle? Hay quienes piensan que el solo hecho de traer una pistola en la guantera dice que el conductor es una persona madura y equilibrada; no estaría de más preguntar a cada uno de los energúmenos que se solazan encañonando al prójimo con su juguete para impotentes si personalmente se consideran maduros y equilibrados, arriesgándose a que sólo por eso el interpelado enfurezca y desenfunde. “¡Por supuesto que soy una persona equilibrada!”, estallará en la cara del preguntón, confundiendo equilibrio con puntería.
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No es fácil olvidar la primera escena del 2001 de Kubrick: el simio que, casi accidentalmente, se vale de un hueso para golpear y solazarse eliminando a otro. Un placer primitivo no muy diferente al del alumno furioso de ta-kwon-do que se deja arrastrar por el vértigo ciego de encajar el talón en costillas, quijadas y entrepiernas, si no para otra cosa se gastó tanto tiempo y dinero en aprender. Ahora bien, el problema no es tanto qué armas porta el extraño que se nos cruza. Armas puede haber tantas como botellas, vasos, cuchillos, tenedores y jarras en la mesa. Lo que habría que saber, y eso tal vez ni su analista lo sepa, es cómo anda su cuenta de escrúpulos. ¿Le hace daño dañar, o acaso no lo siente, ni lo advierte ni lo entiende? No da miedo la gente con armas, sino la que es inmune al dolor que ocasiona. Peor aún, la que encima juzga que al hacerlo imparte justicia, y se faculta así a hacer del luto ajeno causa propia. Helos ahí, cargados de razón, ilimitadamente vengativos, velando ya sus armas en vísperas del vértigo redentor.
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El dolor no contagioso
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Hay, por supuesto, de armas a armas. Recuerdo el sentimiento de superioridad fantasiosa que daba encañonar a otro niño con un rifle de diábolos, pero ignoro la clase de poder que experimenta quien ha de ir por la vida cargando una uzi o una kalashnikov. Verse todos los días temido, respetado u odiado, obligarse a estar siempre a la altura de esa imagen. Saber que buena parte de los vecinos y amigos se hallan en situación equivalente, y que ya la psicosis es tanta que nada aterra tanto al hijo de vecino como andar por la calle sin un arma, pues se sabe que la mayor parte de los armados está llena de furia y resentimiento, motivos por los cuales no suele desvelarles el dolor ajeno, ni alcanza a ser un tema de relevancia mínima. Necesitan las armas, se prestigian con ellas y ansían darles uso; saben que nada de eso puede hacerse sin el corazón seco y la cabeza puesta en el rencor.
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Parece chusca la propuesta de paz del gobierno israelí, contento con cerrar el paso de armas entre Egipto y la franja de Gaza. ¿O sea que después de conseguir multiplicar el odio terminal de los vecinos —ya de por sí azuzado por los fanáticos de su gobierno, terroristas confesos y orgullosos— esperan que la falta de armas los vuelva razonables y conciliadores? ¿Qué otra cosa va a repartir Hamas a sus conciudadanos, todos en la miseria, cautivos de una ciudad-ghetto bombardeada e invadida, como no sea odio y ansia de venganza? ¿Cuánto vale la vida hoy día en Gaza, una vez que los bombardeos recientes la devaluaron estrepitosamente? Estando, pues, la vida tan mal cotizada, será hoy mucho menos difícil convencer a los maltratados y aún más fanatizados ciudadanos de ponerse un chaleco repleto de explosivos y salir a cazar jerosolimitanos por docenas. Parecerá una causa justa y razonable, una vez que han quedado huérfanos, o viudas, o sin hijos, o en la calle.
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Al odio le sobran hijos.
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Razones, claro está, las tienen todos. Inclusive razones para ser idiota. Puede creerse que cada cohete lanzado por los terroristas palestinos hacia Israel era una invitación a la invasión, pero igualmente claro está que el estado de sitio en el que viven es una invitación a la insurrección. Si seguimos la ruta de las razones, no es difícil llegar a tiempos de Moisés. Demasiadas verdades contradictorias para arribar a una que las abarque, pero de ahí a matarse por esas razones debería haber alguna distancia. Hamas ha prometido acabar con Israel, con el odio de un parricida compulsivo. Si Saddam era el hijo perturbado de los americanos, Hamas creció aprendiendo a replicar lo peor del fanatismo israelí. En esta tradición —y como lo demuestra el palmarés de los Hussein junior— donde los descendientes tienden a salir corregidos y aumentados, no quiero imaginar a los futuros hijos de Hamas, crecidos y adoctrinados en medio de un resentimiento miserable que no obedece sino a sus propios ímpetus.
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No hay que saber gran cosa sobre armamento para asumir que los hoy humillados y rencorosos se harán de cuantas armas les sean precisas para vaciar en ellas el saldo de sus vidas descompuestas. ¿Importa todavía quien lanzó la primera piedra o la más grande? ¿De qué sirve saber que al final Israel es una democracia y sus ciudadanos pueden parar la guerra, si a estas alturas es lo que menos quiere la mayoría? ¿Cómo van a evitar que decenas o cientos redes clandestinas y ricas en recursos, así como gobiernos fanatizados y autoritarios, provean a Hamas de cuanto parque sea necesario para ir adelante con su cruzada? ¿Es tan difícil entender que el rencor —cuyo IQ, lo hemos visto, es más bien bajo— tolera la vergüenza paranoica de vivir desarmado?

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