martes, enero 06, 2009

Contra La Claridad

Diario Milenio-México (06/01/09)
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En uno de los expedientes clínicos que revisé para elaborar la historia de las prácticas psiquiátricas en México a inicios del siglo XX, un médico del Manicomio General La Castañeda acusaba a una interna —todavía no se les denominaba pacientes— de utilizar palabras rebuscadas y poco naturales a las que, para colmo de males, intentaba llenar de nuevos significados. Se trataba, de acuerdo con su descripción científica, de un discurso locuaz y oscuro (locuaz por oscuro) que, en lugar de propiciar la comunicación, conducía al resbaloso terreno del delirio. En su diagnosis de locura circular —las había también racionales, morales, a dos, violentas, entre muchas otras— el médico hizo notar una vez más que ese lenguaje oscuro y rebuscado constituía la evidencia más clara del padecimiento mental de la mujer. Una persona racional, implicaba su dictamen, se ceñiría naturalmente al lenguaje que su clase y género demarcaban, evitando así tanto el exceso de vocabulario como las aventuras extra-gramaticales. Una persona racional evitaría el balbuceo o la divagación o el grito o el exabrupto, limitándose a oraciones básicas de acuerdo al modelo sujeto-verbo-complemento. Una persona racional sería, en resumen de cuentas, clara.
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Tal vez he leído demasiados expedientes clínicos en mi vida o tal vez sea el sereno pero esta veneración, acaso unánime, por las bondades de un lenguaje claro, unívoco, de intachable conducta y amaestrados medios, a mí no sólo me produce comezón en ciertas zonas de la mano izquierda sino también algo de cotidiano terror. El que clarifica, por principio de cuentas, establece límites que, de inmediato, prohíbe traspasar. ¿A quién beneficia después de todo que los hablantes (o los escribientes) permanezcan dentro del territorio del Clarificador? El que clarifica ordena y ordenar es un verbo que tiene, al menos, dos significados. Debo confesar por principio de cuentas que pocas cosas me parecen menos claras que La Claridad. Cuando alguien se esfuerza por ser “claro” a ultranza o por comunicarse de la manera más “clara” posible, a mí usualmente me entran ganas de correr. Si fuera tan natural, me digo en esos casos, habría menos gente tratando de convencerme de los beneficios o de la corrección política o, ciertamente, de la inexorabilidad misma de tal Claridad. Esa transparencia tan cuidadosamente fraguada y más puntillosamente defendida me resulta tan artificial como el “sentido común”, o “la comunicación”, o “el entendimiento”, que dice sustentar y proteger.
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Siempre en el terreno de lo conocido, siempre dentro de su espejo más íntimo, La Claridad, ante todo, nos recuerda que la realidad tiene un límite y que tal límite está, naturalmente, impuesto por ella misma. Siempre tautológica, siempre con la sonrisa calma de quien sabe salirse con la suya, La Claridad nos advierte que en su más allá sólo se encuentra el sin-sentido, la locura, la irrealidad y, de manera por demás definitiva, la muerte. La Claridad vive de amenazas. La Claridad es el bully de la esquina. La Claridad es la piedra angular sobre la que descansa esa dictadura oscurísima que las convenciones claridosas han decidido bautizar, en un código no por irónico menos apabullante, con el nombre de transparencia. La Claridad, con su luz amenazante, no deja de producir ceguera o, lo que es peor, ese exceso de acuerdo que suele recibir el nombre de conformidad. Y conformidad es, como la misma Claridad lo sabe bien, el otro nombre de la obediencia que, en no pocas ocasiones conduce por los caminos bien conocidos y más recorridos de la mediocridad.
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Por todo eso, cada vez que La Claridad toca a mi puerta para exigirme su diezmo o su impostergable pago a plazos, suelo esconderme bajo la penumbra de los días o en los claroscuros donde se recoge, a veces, la vida —tan tímida, tan complicada, tan sin salida. Desde ahí, en un lenguaje lleno de esquinas, le dejo dicho que no estoy. Luego, nada más para hacer las cosas más difíciles que es como me gustan, coloco este recado justo sobre la mirilla: “Criticando los presupuestos de la claridad y, develando, al mismo tiempo, las políticas de las que parte y a las que encubre esa sospechosa transparencia, Judith Butler dice (y dice bien): “ni la gramática ni el estilo son políticamente neutrales. Aprender las reglas que gobiernan la inteligibilidad del discurso es dejarse inculcar el lenguaje normalizado, dentro del cual el precio de la falta de conformidad es la pérdida de inteligibilidad misma… Sería un error pensar que la gramática recibida es el mejor vehículo para expresar visiones radicales, dado los límites que la gramática le impone al pensamiento, ciertamente. Pero las formulaciones que violentan a la gramática o que implícitamente cuestionan los requerimientos de la relación verbo-sujeto le resultan claramente irritantes a ciertas personas”.
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Me gusta imaginar que esta cita textual de las páginas xviii-xix del libro Gender Trouble de Judith Butler le habría servido de algo a aquella interna delirante de inicios de siglo XX, esa mujer proclive a los términos rebuscados que tanto irritaban al ordenado científico que le tocó por psiquiatra de cabecera. En una de ésas —disculpen el delirio— hasta le resultaría de ayuda a los desbalagados del lenguaje de inicios del XXI. A saber.

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