jueves, diciembre 31, 2009

Las lecturas de este 2009.

El año se terminará en unas cuantas horas y como se ha vuelto costumbre en años recientes, subo la lista de libros que leí durante el transcurrir de estos meses.
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1)”El laberinto de la soledad/Posdata”-Octavio Paz (Ensayo)
2) “Ernesto Guevara. La vida en Juego”- Julia Constenla (Biografía)
3) “Contra la vida activa”- Rafael Lemus (Ensayo)
4) “El androide y las quimeras”- Ignacio Padilla (Cuento)
5) “Poemas de la mano izquierda”-Luis M. Verdejo (Poesía)
6) “Ficciones”-J. L. Borges (Cuento)
7) “Casi nunca”-Daniel Sada (Novela)
8) “Aparta de mí este cáliz”- Luis Humberto Crosthwaite (Novela)
9) “Se nos hizo tarde”-Fritz Glockner (Novela)
10) “El chino”-Henning Mankell (Novela)
11) “Arcángeles”-Paco I. Taibo II (Biografías)
12) “Del no mundo”-Juan Eduardo Cirlot (Poesía)
13) “Curso de filosofía en seis horas y cuarto”- Witold Gombrowicz (Filosofía)
14) “Un encuentro”-Milán Kundera (Ensayo)
15) “El temple liberal. Acercamiento a la obra de Enrique Krauze”-Autores varios (Ensayo)
16) “Habitado por dioses personales”-Eduardo Casar (Poesía)
17) “La pantera de Marsella”-Guillermo Samperio (Poesía)
18) “El dinero del diablo”-Pedro Ángel Palou (Novela)
19) “La sombra de lo que fuimos”-Luis Sepúlveda (Novela)
20) “Contra los no fumadores”-Richard Klein (Ensayo)
21) “Contra la homofobia”-Jeremy Betham (Ensayo)
22) “Epigramas”-Carlos Díaz Dufoo Hijo (Aforismos, Poesía)
23) “El mejor humor inglés”-Autores Varios (Novela, Cuento)
24) “Emilio, los chistes y la muerte”-Fabio Morábito (Novela)
25) “Todo por una chica”-Nick Hornby (Novela)
26) “El dilema de Houdini”-Norma Lazo (Novela)
27) “Verloso. El artista de la mentira”-Felipe Soto Viterbo (Novela)
28) “Juárez. El rostro de piedra”-Eduardo Antonio Parra (Novela)
29) “Oscuro bosque oscuro”-Jorge Volpi (Novela)
30) “Poemas y fragmentos”-Anacreonte (Novela)
31) “Por un tornillo”-Ignacio Padilla (Cuento infantil)
32) “La casa de cartón”-Martín Adán (Poesía-narrativa)
33) “Una novelita lumpen”-Roberto Bolaño (Novela)
34) “El amigo del desierto”-Pablo d´Ors (Novela)
35) “La vida íntima de los encendedores”-Ignacio Padilla (Ensayo)
36) “Los Grope”-Tom Sharpe (Novela)
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La meta es leer, un libro más el año que viene. A ver qué pasa.
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Por lo pronto está lista de libros sin duda se debe a Paola Tinoco, Leslie Ordoñez, Norma Bautista, Melina Maristain, Anabel Ballesta, Verónica Flores Aguilar, Ariana González, quienes me han proporcionado la mayoría de estos libros que han visto su reseña en la columna que escribo cada semana para “El Columnista” periódico poblano.
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Pero también es un agradecimiento entero a esos amigos y maestros que constantemente desde su trinchera han apoyado mis lecturas y mi camino, ya con sus propios textos, ya con su opinión, ya con su conversación siempre amistosa y enriquecedora: Pedro Ángel Palou García, Ignacio Padilla, Jorge Volpi, Sergio Pitol, Álvaro Enrigue, Cristina Rivera Garza,Mario Bellatin, Alberto Chimal, Mario Alberto Mejía, Roberto Martínez Garcilazo, Ignacio Sánchez Prado, Guillermo Samperio, entre otros más.
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Y sin duda, a los amigos que ahí están siempre.
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Se van estas lecturas, vienen otras y pronto retornaré a cada uno de estos libros, con las nuevas lecturas llegan también nuevas personas a mi vida, una de ellas, la más importante mi Kurá hermosa: Carolina V. E., que supo llegar en el momento preciso, para regresarme luz y vida.

martes, diciembre 29, 2009

ODNI (Diario Milenio/Opiniòn 29/12/09)

A diferencia de muchos, suelo sentirme bien en los hoteles y las salas de espera de los aeropuertos. Me gusta la libertad que da el anonimato de las grandes ciudades y disfruto sin mucho rubor de las comodidades así llamadas impersonales. El trato universalmente uniforme de los grandes almacenes no me cae mal. Lejos de sentirme abatida ante el prospecto de un viaje a solas, me regocija la idea de hacer con mi tiempo lo que me venga en gana, llegándome a emocionar incluso con lo que, de ser el caso, descubriré. Los murmullos inentendibles, especialmente los pronunciados en varios idiomas, sólo me ayudan a concentrarme mejor en las páginas de un libro o en las teclas de la computadora. La idea de pasar horas o días enteros escribiendo no me parece descabellada. Soy, lo que se dice, un individuo más bien errante cuya noción de hogar se ha vuelto flexible con el tiempo.
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Todo eso es cierto.
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Pero entonces llega diciembre —mi mes favorito— y con diciembre llegan los viajes de regreso y los parientes y las reuniones alrededor de la mesa y la efusividad. La comida y la bebida y la conversación sobre experiencias compartidas y recordadas al unísono se vuelve ley. Es entonces que empiezan a aparecer de la nada los ODNIs, esos objetos domésticos no identificados que, en resumidas cuentas, significan hogar. A veces, como sus parientes más cercanos los OVNIs, cruzan con parsimonia el aire (en este caso casero), aunque más frecuentemente se deslizan terrestres por el ámbito familiar. Transparentes de tan obvios. Entrañables pero ignorados. Identatarios: uno es uno y su ODNI favorito. De uso común. Históricos: un ODNI deja huella y hace mella. Asunto de todos los días. De una discreción acaso apabullante. El pie de página de la cotidianidad. Materia de tacto. Los ODNIs no llaman la atención pero sí conminan el placer o la memoria. He aquí unos cuantos.
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1 Puedo venir de cualquier lado, pero tan pronto como me toca secarme con las toallas blancas e hirsutas que son el sello del hogar materno no puedo dejar de sentirme en casa. No se trata de las toallas suaves y sin personalidad que apenas si absorben la humedad del baño, sino de esos otros rectángulos hechos de algodón 100%, de preferencia egipcio, que, secos, resultan ásperos y duros al tacto. Se trata, en efecto, de esas toallas que al contacto con la piel húmeda dan la sensación de ser una recortada barba masculina. No son nuevas, eso es obvio. Son las toallas que, conforme resbalan por el cuerpo, se van poniendo lacias y afables y tibias. Dentro de su abrazo, absorta como nube, presa de un bienestar que es tan físico como mental, me inmovilizo. Podría pasar horas así. De hecho, podría pasar toda una vida así. Pero hay que vestirse y peinarse y continuar.
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2 Hay más modelos que fenotipos humanos, pero las mías, las mías, las mías, son de felpa y tienen más de cuatrocientos años sobre la superficie terrestre. No las llevo a ningún lado porque las perdería (soy olvidadiza) por eso cuando regreso y las veo a la orilla de la cama sé que estoy en casa. Las pantuflas son cosa seria. Uno puede prestar sus libros, sus discos, su ropa, su casa, pero no puede, en honor a la verdad, prestar sus pantuflas. Amoldadas al pie de maneras acaso inmemoriales, las pantuflas son más una radiografía de una forma de caminar (que es una forma de vivir) que una protección para una extremidad del cuerpo. Pero cuando el pie desnudo entra en su refugio y, ya tibio, se lanza sobre la duela de la casa, uno sabe que ha amanecido. Que todo es cierto.
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3 Estoy perfectamente al tanto de que es posible conseguir un café, a veces bueno, en comercios varios. Pero nada dice hogar como una cafetera italiana, acompañada de su correspondiente moledora, y el aroma de un café matutino. Moler el café debería ser un requisito universal, pero lo es al menos en los espacios que denomino hogar. Ahí está el ensere doméstico que, al ser encendido, me anuncia que este (y no otro) es el despertar. El sonido de las aspas. El proceso de triturar. Ya con la cafetera sobre la flama, sólo queda esperar el sonido del agua en punto de ebullición. El ascenso. La abrupta emanación. Y, luego, ahí, todo entero, el aroma. Cuando uno coloca la taza en la orilla de la boca, uno está en realidad listo para ingerir un refugio.
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4 Los long play, por supuesto. A lo largo de los años fui adquiriendo discos de 33 revoluciones (así se les llamaba, en justa comparación con los de 45) que se fueron quedando en casa. Cuando regreso, pero cuando en verdad regreso (no cuando voy de pasada sin mirar de lado), siempre me doy tiempo de sacarlos de su funda, limpiarlos cariñosamente (y ése es el adverbio adecuado) y colocarlos sobre el torna mesa donde dan vueltas y vueltas bajo una aguja. Me da risa la expresión estar “bien tocadiscos” pero supongo que se refiere, entre otras cosas, a ese inútil girar, a esa vacilación de cosa circular. Lo que viene y lo que vuelve a irse. Algo sin final. Puedo pasar horas escuchando la música y poniendo atención también al contacto entre la aguja y el acetato que la hace posible. Puedo pasar horas rememorando la vida como solía ser bajo el influjo del sonido sucio de los discos.
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5 Por otra parte, confieso que nunca he entendido la importancia de las licuadoras.

lunes, diciembre 28, 2009

2010, el momento para debatir: Palou por: Manuel Bello (Diario Intolerancia/Cutura 26/12/09)

El bicentenario de la Independencia y centenario de la Revolución son una gran oportunidad no para celebrar sino para abrir un debate hacia una verdadera reforma del Estado, aseguró el novelista poblano y miembro de la llamada generación del “Crack”, Pedro Ángel Palou García.
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Entrevistado a propósito de su más reciente publicación titulada La culpa de México, el Premio Xavier Villaurrutia 2003 urgió abrir un debate en el que participen políticos, intelectuales, líderes de opinión y medios de comunicación, a fin de refundar el proyecto de Nación. El investigador, editor y promotor cultural recomendó que esa reforma abarque los ámbitos político, económico, cultural, social y educativo, a fin de que los protagonistas de cada uno de esos rubros se pongan de acuerdo.
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Bajo el sello Grupo Editorial Norma La culpa de México es una minuciosa revisión de los textos fundacionales que le dieron cuerpo a México como país, presentados para resolver una incógnita: ¿En qué momento se hundió el proyecto de México como Nación?
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A decir del autor de Casa de la magnolia, la gran tragedia de México es que hemos negado la diversidad, es decir, “no aceptamos al otro, llámese indígena, mestizo, norteño, sureño, etcétera”. Su propuesta, dijo, es que se dé una reforma que admita las verdaderas candidaturas ciudadanas, para romper la “partidocracia”, la segunda vuelta en la elección presidencial, incluso la creación de un nuevo Constituyente, “pues no es posible estar gobernando con una Constitución del siglo pasado”.
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En el aspecto educativo, sugirió una gran reforma pues -según él- México gasta entre 80 y 90 por ciento de su presupuesto en ese rubro, al que consideró uno de los más ineficientes.
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Por lo que hace a la parte económica, comentó que ésta es indispensable, “pues tiene que haber un proyecto alternativo económico”.
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El primer paso hacia una reforma de Estado es convencer al ciudadano que tiene un papel preponderante en la reactivación de la política como modo de transformación.
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A lo largo de poco más de 150 páginas, la obra revela la vasta investigación documental realizada por el autor en torno a los textos fundacionales históricos y literarios del siglo XIX, y sienta las bases para una mejor compresión del presente a partir de las contradicciones y pugnas de México surgidas entre las guerras de Independencia y la Revolución mexicana.
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Tome en cuenta
El texto es un material donde el escritor invita a reflexionar sobre el país que somos.
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“La gran tragedia de México es que hemos negado la diversidad, no aceptamos al otro, llámese indígena, mestizo, norteño, sureño, etcétera.” Pedro Ángel Palou García

Dejemos al sexo en paz-(Diariio Milenio/Opiniòn 28/12/09)

1 El cosmos íntimo
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Hay temas que avergüenzan al intelecto. Ideas cuyo solo planteamiento sorprende y hasta ofende, sobre todo si aquel que las ventila no es ingenuo, ni estúpido, ni quizás inocente, sino un astuto navegante abanderado. Peor todavía cuando quien habla invade territorios sobre los que no tiene dominio ni derechos, y ni siquiera autoridad moral. La familia, por ejemplo: una entidad a la que nadie que no forme parte de ella entiende. Irrita que un fuereño pontifique sobre nuestra familia con ligereza y desenvoltura, casi como si el tema le quedara pequeño a su sapiencia. De por sí las familias muy rara vez resultan lo que aparentan o lo que dicen ser, pero tal no es obstáculo para que la cizaña elija sus hipótesis y el morbo por sí mismo las certifique. No es tan raro, al final, que cualquier torquemada de ocasión —el cura, la vecina, el jardinero— dictamine que cierta familia ni familia es, y ya entrado en basura exagere y calumnie para dar solidez a su dicho.
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Toda familia tiene infinitos defectos, pero también poder para salvarlo a uno de volverse loco. Decir, por tanto, que tal o cual familia no-es-familia sólo porque no cumple con las expectativas de sus fisgones parece una temeridad tan perversa como escasa de gracia; peor todavía cuando la sentencia proviene de un clérigo, que es de quien menos uno esperaría bombardeos contra la institución familiar. ¿Puede ser la familia menos familia si el padre es un dipsómano, la madre un energúmeno y el abuelo un degenerado sexual? Lo cierto es que nadie enseña a ser buenos padres, hijos o hermanos, y la gran mayoría nos enseñamos cometiendo toda suerte de errores imperdonables, que sin embargo nos son dispensados porque para eso estamos en familia. Un hermano envidioso y vengativo sigue siendo un hermano, pero también: un buen padre postizo vale tanto o más que uno natural. No puede haber parámetros ni reglas generales en el dominio de una intimidad cuya mera existencia supone una total soberanía. “¡Sólo eso me faltaba!”, clama uno ante el invasor, ballesta en mano.
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2 De mañas a mañas
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Toda familia es un proyecto de mafia. Algunas, demasiadas, practican una vergonzosa omertá, detrás de cuyas faldas se ocultan incontables abusos y complicidades. Casi nada puede hacer un pequeño hijo de familia contra la furia o el rigor de unos padres psicópatas, un hermano abusivo o un tío estuprador, pues al fin la familia puede igual ser santuario o calabozo. Para cuando la huella de los estropicios de un adulto inescrupuloso llega hasta al escritorio del Ministerio Público, el daño suele ser irreversible. ¿Cuándo, no obstante, fue la última vez que escuchamos a un padre o una madre autoritarios aceptar que no sabe lo que hace con sus hijos, o que alguien por ahí lo sabe mejor que ellos? Nadie quiere cargar con la culpa de haber hecho mal aquello que en ninguna parte le enseñaron. Uno cree que es buen hijo, o buen padre, o buen padrino por un don natural, emparentado acaso con su buena crianza, la nobleza de su sangre o la calidad de sus sentimientos; nadie soporta el peso de haber salido malo: defraudar, defraudarse, y sin embargo no paramos de hacerlo. Se puede ser el peor padre del mundo con sólo alimentar unas expectativas desorbitadas; debe de haber millones de monstruos insufribles que empezaron con las mejores intenciones.
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Afortunadamente, no existe un método de evaluación confiable que permita saber qué tan bien hace cada padre o madre su trabajo. Habría, a no dudar, hervideros de reprobados, que en adelante irían por la vida llevando a cuestas culpas medidas y certificadas, e incluso perderían la patria potestad de manera automática, por malos padres… ¿Pero qué sería eso, sino el infierno en la Tierra, donde la autoridad otorga, retira o regatea los lazos familiares de acuerdo a un código perverso y abusivo? ¿Y qué otra cosa entonces puede ser la presunción gaznápira de que una familia sólo es familia si sus pilares son heterosexuales? ¿Pensarán los jerarcas de sotana que unos padres así no pueden enseñar a los pequeños otra cosa que mañas genitales? ¿Sería preferible, llegado el caso, permitir que a esos niños los adopten los curas, gremio en el cual —lo sabe todo el mundo— no existen los mañosos ni se piensa en el sexo?
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3 Mentes de entrepierna
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Supe, hace algunos años, de un viudo depravado que noche a noche se entregaba a estuprar a su hijo de siete años, hasta que al fin los gritos de la víctima lograron alertar a los vecinos, y éstos a su vez hicieron la denuncia. Ya ante la fiscalía, con el acta en las manos, el hombre se negaba a firmar lo declarado, a menos que constara que había violado al niño porque “no tengo yo la culpa de no haber tenido hijas”. Circunscribir el tema de matrimonio y adopción a la sexualidad de sus participantes no es menos arbitrario y abusivo que meterse en el lecho conyugal para fiscalizar y calificar aquello de por sí incalificable. Me parece estupendo que los curas alerten, amenacen y excomulguen a las almas que juzguen descarriadas —esas cosas excitan y alebrestan, favorecen el crecimiento de la especie— pero no entiendo qué carajos hacen con la nariz metida en los derechos ciudadanos de cada cual.
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Somos legión quienes sobrevivimos tranquilos y contentos sin saber ni preguntarnos cómo, con quién y a qué horas se ayuntan las familias circundantes, qué creencias enseñan a sus hijos y cómo evitan que se porten mal, whatever that means. No acabo de entender cómo o porqué tendría uno que interesarse por la sexualidad de quienes sexualmente no le conciernen. Me cuesta una infumable gimnasia cerebral explicarme cómo es que a tanta mentes pueblerinas les afecta la vida marital de Tiger Woods. Perdón, pero es un tema estupidísimo. Parece todo tan evidente —intimidad, derechos, familia— que da vergüenza que siquiera sea un tema, a estas alturas. Pero así son al cabo las mentes mañosas, no por nada se pasan día y noche pensando en cochinadas.

domingo, diciembre 27, 2009

Propósitos de año nuevo de Pedro Ángel Palou-PODER 360° (18/12/09)

Si usted es como yo seguramente ya está pensando en el 2010 y en la bocanada de esperanza que el año nuevo implica. Han sido años duros, llenos de incertidumbre y recesión y no deja de ser útil encomendarse al dios de los ciclos y pensar que a partir del primero de enero, ahora sí, cambiarán las cosas: seremos más felices, más ordenados, cumpliremos nuestros propósitos.
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Afirma Mircea Eliade, en un hermoso texto, que Eugenio D’Ors tenía un rito muy especial que hoy pongo a consideración de los lectores de Knock Out: escribía una página perfecta, la más hermosa que pudiera durante diciembre y la quemaba, sin dejar rastro de ella el 31 de ese mismo mes. Esa pequeña expiación le permitía escribir sin descanso durante los 365 días siguientes. Un sacrificio al dios de la perfección necesario para aceptar que toda obra es incompleta e inconclusa.
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Y ése es, según dicen todos los expertos en creatividad y en productividad intelectual uno de los principales problemas por los cuales dejamos para mañana lo que podemos hacer hoy –procastinamos, si queremos adaptar la palabra al español–. Aplazamos sin empacho hasta que se nos olvidan justamente los propósitos de año nuevo, la necesidad perfectamente humana de querer mejorar. Y lo hacemos, qué irónico, por perfeccionismo. Es como si de plano no quisiéramos alcanzar otros estadios en nuestro desarrollo, por eso hay tantos adolescentes perpetuos en el mundo actual. El otro gran temor es la responsabilidad. Curiosamente ambos –perfeccionismo y responsabilidad excesiva– causan ansiedad generalizada, un trastorno neurológico que ocupa el primer lugar entre los padecimientos psiquiátricos del mundo.
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Empecemos entonces por realizar ese pequeño sacrificio que cuenta Eliade, rompamos o quememos lo mejor que hayamos escrito, producido, planeado. Sólo para aceptar que equivocarse es humano y que sólo crecen quienes aceptan el posible fracaso. Pero ése es, apenas, el primer paso para que ahora sí nuestros propósitos se cumplan en el 2010 (bajar de peso, hacer más ejercicio o más el amor, hacer mejor las cosas que nos gustan, ser más felices, terminar ese proyecto tantas veces aplazado y un sinfín de etcéteras).
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Luego hay que planear, pero les propongo un ejercicio para hacerlo, por vez primera, con los dos hemisferios del cerebro. ¿Listos? Perfecto. Todas las preguntas que voy a hacer a continuación hay que contestarlas en hojas separadas de papel (en una hoja todas las respuestas que hayamos hecho escribiéndolas con la mano izquierda y en otra todas las respuestas que hayamos contestado escribiendo con la mano derecha sin importar si somos diestros o zurdos: hay que contestar dos veces cada pregunta, con las dos manos y comparar los resultados).
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Primero, ¿qué es lo que verdaderamente quiero hacer en el 2010?, luego, ¿quién quiero verdaderamente ser en el 2010? Y más tarde, ¿qué es lo que más me gusta de mí? Suficiente para tener un resultado. Quedarás asombrado con la diferencia entre las respuestas que hayas contestado con una mano y lo que dice la otra mano, lo que dice tu subconsciente. Y entonces sí, llegamos al tercer paso: redactar los famosos propósitos con base en quién quieres ser, qué quieres hacer y qué es lo que más disfrutas de ti para el 2010.
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Ahora se complican un poco las cosas, para bien. Tienes que hacer el mismo experimento para las distintas áreas de tu vida: la laboral, la personal, la de tu familia y/o relaciones vitales, la de tu comunidad o al menos tu posible participación y colaboración en ella. Si lo que más te gusta es pasar tiempo con tu familia, por ejemplo, por qué te quedas hasta tan tarde en la oficina y no lo haces. Más horas no significan productividad, significan falta de administración de tu tiempo, incapacidad para priorizar o simplemente malas costumbres laborales (ver el correo electrónico demasiado tiempo es la adicción más seria de nuestros días, socializar en exceso en la oficina entre otras).
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Siempre he tenido por una máxima la idea de que el tema central de nuestro tiempo es la falta de sentido, lo que los filósofos llaman nihilismo. Es un invento de la modernidad cuando descubrió que Dios había muerto, es una de las herencias de Nietzsche. O desde la Ilustración, vaya usted a saber. El caso es que el ser humano se levanta en las mañanas diciendo: “Soy ínfimo, moriré y me comerán los gusanos” (o cualquier elaboración de la misma idea, se entiende) y entonces se contenta con esa explicación de la nada, de su nada. Y no hace nada. Hemos perdido el sentido y lo buscamos, vicariamente, fuera de nosotros –en el dinero, en el poder, en el amor incluso– sólo para darnos cuenta de qué tan vacíos estamos. La búsqueda de sentido, una labor indispensable para vivir con un mínimo de bienestar y cordura, es lo que no podemos aplazar por más tiempo. Nuestros famosos propósitos o resoluciones de año nuevo tienen que estar impregnados de ese espíritu. Y no hablo de un optimismo banal o fuera de la realidad, sino del papel individual en esas mínimas respuestas que nos permitan tener cierta calidad de vida y aportárselas a los demás. Es tan simple y tan aparentemente inalcanzable como optar porque importe. Repito esa frase por si estás leyendo esto en un avión y la azafata se ha distraído: optar porque importe, escoger que importe. La vida, tus íntimos, el trabajo, lo que haces. Y sí, es una cuestión de voluntad y de empeño. El psicólogo y novelista Irvin Yalom no lo podía haber dicho mejor: ¿Cómo puede un ser humano que necesita sentido encontrar sentido en un universo carente de él? No hay que paralizarse con la pregunta, tenemos conciencia (los progresos que la neurociencia está haciendo en conocerla son excepcionales y cambiarán las cosas muy pronto) y ella nos permite saber que estamos vivos y que podemos vivir correctamente y con sentido. Sí, puede que seamos esas criaturas banales y triviales que pueblan el universo, esos Homo que a veces dudamos en llamar Sapiens, pero no nos detengamos por ello. La vida es una construcción permanente, y además una construcción de sentido. Escribe, ahora mismo las respuestas a las preguntas de arriba y luego redacta tus propósitos de año nuevo. Te auguro un feliz y próspero 2010…

Bienvenidos los bárbaros, no manden flores de Pedro Ángel Palou García-PODER 360°(25/09/09) y leída en el marco del 11avo FIP (06/11/09)*

En su último libro Alessandro Baricco hace una propuesta de diagnóstico de la sociedad y la cultura contemporáneas que provoca escalofrío: los bárbaros lo han invadido todo, han minado las fronteras y murallas de las ciudadelas y han destruido las certezas sobre las que vivíamos. Es más: vivimos un época de transición hacia algo que es imposible definir aún, pero que ya podemos vislumbrar y todos, sin excepción –con diversos grados de evolución, es cierto– somos ya mutantes de una nueva especie que ocupará nuestro lugar.
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Para ser más exactos, Baricco afirma después de una larga argumentación su tesis: con la complicidad de una determinada innovación tecnológica, un grupo humano esencialmente alineado con el modelo cultural del Imperio accede a un gesto que le estaba vedado, lo lleva de forma instintiva a una espectacularidad más inmediata y a un universo lingüístico moderno y consigue allí darle un toque comercial asombroso.
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¿Cómo llega a ese diagnóstico? Mediante tres ejemplos, pero el lector una vez que ha entendido la fórmula de análisis lo puede aplicar a cualquier forma de la cultura contemporánea. Baricco lo hace con el futbol, el vino y los libros.
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Empecemos con el vino. Todos los que me lean compartirán la idea: el vino es un arte sofisticado y los grandes viñedos producen un elixir refinado, después de un largo proceso, que sólo pueden apreciar –y comprar porque el precio es exorbitante– unos cuantos conocedores con el paladar y la nariz entrenados. Estos mismos distinguen sabor a frutas de bosque, a madera o a carbón y residuos minerales apenas con un sorbo del líquido. Hasta que Robert Moldavi, de regreso de la Segunda Guerra Mundial, creyó que era un placer para compartir masivamente y gracias al aire acondicionado reprodujo –en barricas de metal, qué sacrilegio– las condiciones de fermentación que le permitieron producir a gran escala un vino que es técnica, no arte, y que por la cantidad de botellas todos podemos consumir.
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El siguiente problema –porque incluso en un medio como el estadounidense, acostumbrado a las bebidas espirituosas, Moldavi agregó grados de alcohol al vino– estaba en cómo elegir, cómo distinguir. En el antiguo mundo del vino el conocedor reconoce, si se me permite el juego de palabras. Ahora el consumidor tiene que saber cómo elegir en un supermercado. Y para eso llegó Robert Parker, que sustituyó a una casta de críticos sublimes del vino por una escala de calificaciones. La revolución de Parker fue, primero, lingüística: tradujo a un lenguaje accesible el hasta entonces esotérico mundo de la enología y luego, para simplificar más, colocó calificaciones.
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Se imagina el lector que esto ya ocurriera en el mundo del libro y en lugar de ir a una librería a pedir a Proust uno eligiera entre todos los libros que tienen 9.8 de promedio –unos 10, pongamos por ejemplo– y se llevara a casa con absoluta confianza el mejor. Esto ocurre ya con desparpajo en cualquier vinatería de Nueva York, o en muchos restaurantes que reproducen la lista de Parker, y uno pide un 8.0 o un 9.2, nunca más un barbera, u otro cepaje, o un Petrus, por elegir una marca de absoluta elite.
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Se ha privilegiado a la técnica por la belleza, al resultado por el proceso, al efecto frente a la verdad. Y la inspiración, el arte, ¡por favor, eso es de otra época!
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El resultado final: hoy todo mundo consume vino, un vino resultón, eficaz, no necesariamente maravilloso, o único. Han triunfado los bárbaros.
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¿Cómo se mueven, cómo actúan? Es fundamental comprenderlo para poder entender en toda su dimensión lo que nos ocurre en todos los campos del saber o de la cultura.
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Hace tiempo que en el medio intelectual –decía Ortega y Gasset que a él lo libraran de los intelectuales, que prefería a los inteligentes– se escucha una queja reiterada: ya nada es igual, los bárbaros –el mercado, los conglomerados, las grandes tendencias– han pervertido con su dinero y su masificación el orden de las cosas. Esto ocurre, para nuestra tranquilidad, en todas las épocas y en todos los lugares. Ya el I-Ching confuciano alertaba sobre el ascenso de los vulgares. La estupidez humana nos rodea, escriben, y la vamos tolerando de tal forma que al final todos caemos en ella, nos volvemos estúpidos generalizados.
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Los medios electrónicos se han vuelto envases comunicacionales, vacíos prácticamente de contenidos, recipientes de una estupidez tras otra o si se quiere mejor de una estupidez infinitamente intercambiable (del reality show al programa de concursos e incluso del noticiero al documental). Y, sin embargo, el mundo virtual es el único en el que parecemos existir hoy en día; el contacto con lo real, por evanescente y por difícil de interpretar, nos repele. Todo lo queremos por delivery, entregado a casa: las pizzas, la música que descargamos, los videos que rentamos, los canales que sólo nos sirven para un zapping perpetuo; el amor mismo con una chica cuyo perfil se asemeja al mío según alguna página de internet, las amistades gracias a Facebook. Hoy sólo necesitamos estar conectados. Y mientras más conectados, menos relacionados.
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El silencio y el horror al vacío vuelven locos a los bárbaros y lo llenan con balbuceos sin sentido, porque se ha acabado el sentido mismo de final o de finalidad. Baricco, de nuevo, realiza el diagnóstico con precisión: lo que consumen los bárbaros son sólo secuencias de sentido que producen movimiento, secuencias de sentido cuyo sentido, sigo con la misma palabra, ha sido generado en otra parte. ¿Por qué funcionan libros como El Código Da Vinci o Crepúsculo o Harry Potter? Porque los códigos de interpretación del libro –sus instrucciones– están fuera del libro. Si alguien leía a Faulkner necesitaba, literalmente, toda la literatura para comprenderlo. Con Stephanie Meyer no es necesario, siquiera, haber leído un libro para comprenderla. De la misma manera en que no se necesitan conocimientos de enología para comprender y paladear un Cabernet de Robert Moldavi. Funcionan porque son libros que no son libros.
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Después de la lápida que he dejado en el párrafo anterior yo mismo necesito un respiro. El libro es para los bárbaros una fuente de energía que proviene de otras narraciones y desemboca en otras narraciones, no en la literatura. La literatura y la cultura han muerto, y hay que enterrarlas.
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Otro tanto podríamos decir de los museos. Nunca tanta gente los visitó como ahora; van a ellos a tomar fotos –la fotografía es otra forma extendida de sustitución del contacto con lo real–, a comprar cultura. Los cuadros no importan. La Mona Lisa, la Victoria Alada o la Venus sustituyen toda la cultura depositada en los miles de otros cuadros y objetos inútiles para la guía o el tour, si ponemos sólo como ejemplo el Louvre. Y después la tiendita del museo –o las 20 tienditas, una en cada, piso, una después de cada highlight–, donde me puedo llevar, empaquetada, mi experiencia en forma de camiseta, paraguas, corbata o postal. Consumí el museo, no lo experimenté, porque los bárbaros no consumen realidades completas, todo en la cultura es un mero pretexto para producir movimiento.
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Ya nada tiene valor en sí, el valor es la secuencia. No son libros, no son cuadros, no son vinos, son segmentos de una secuencia más amplia, escrita en los caracteres de la lengua del Imperio, que “a lo mejor se ha generado en el cine, ha pasado por una cancioncilla, ha desembarcado en televisión y se ha difundido en internet”. Ya nada tiene valor en sí mismo, lo único que tiene valor es la secuencia.
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Y si no, pensemos en el fenómeno de Susan Boyle, catapultada al estrellato no por el lugar en el que ocurrió el fenómeno –un concurso de talentos británico– sino por los millones de visitantes de Youtube que la admiraron. Ella, una simple, una bárbara, que no había conocido el amor, que trabajaba en una oficina de correos, que era una rechazada de la sociedad, cantaba –qué oportuno– Yo tuve un sueño, un fragmento de una ópera musical de Brodway, Los miserables. No creo que al final no haya ganado por no ser la mejor –lo era– sino por no haber podido resistir el peso de la fama mundial que la hizo objeto, secuencia. Y la paradoja es que toda secuencia es intercambiable, y por ende falta de valor en sí misma, sólo produce sentido porque produce movimiento, como una planta de luz.
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Superficie en lugar de profundidad, viajes en lugar de inmersiones, juego en vez de sufrimiento. La forma de adquirir experiencias se ha modificado para siempre. Los bárbaros están de paso y consumen aquello en donde pueden entrar rápido y salir fácil. Entienden, además, que habitar múltiples lugares con una atención bastante baja y siempre moviéndose –los bárbaros son nómadas– es lo que produce experiencia.
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Dice Baricco: “Cada uno de nosotros está donde está todo el resto del mundo. Es el único lugar que existe, dentro de la corriente de la mutación donde todo lo que conocemos lo llamamos civilización y todo lo que aún no tiene nombre, barbarie. A diferencia de muchos otros, yo pienso que se trata de un magnífico lugar”.
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Pero no lloremos, no nos rasguemos las vestiduras. No hay alternativa. Todos somos mutantes, todos hemos sido contagiado por los bárbaros. Y todo ha sido contagiado por ellos –en mayor o menor medida–. Éste es un mundo que evoluciona, como un ser vivo. Lo importante no es quedarnos en la nostalgia de un pasado que no volverá. No: lo importante es decidir individualmente qué queremos llevarnos del pasado a ese mundo nuevo que nos ataca por todos lados, que nos cerca y al que inevitablemente pertenecemos. Y si eso que nos llevamos perdura no es porque se siga pareciendo a lo que era antes de la mutación, no: sobrevivirá sólo si puede mutar exitosamente. Yo mismo, en una comida reciente, he dejado de ser escritor –y comía con mi editor–, para pasar a ser un proveedor de contenidos. Lo curioso es que otro editor, recientemente, me comentó que las primeras páginas de mi última novela había que modificarlas porque eran muy literarias. Y yo que creía que escribía literatura, hasta ese día crucial en que me contemplé las escamas y las branquias detrás de las orejas y me supe mutante.
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Y supe, claro, que la literatura estaba bien muerta y enterrada. No manden flores.
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*Escrito que se ha vuelto conferencia, cuasando mucha controversia en el ámbito literario de Puebla.

sábado, diciembre 26, 2009

Mírame caer (Diario Milenio/Opinión 22/12/09)

No miento si digo que no hay nada sutil en los cuentos de Claudia Guillén. Otra manera de decir lo mismo es asegurarles que todo es brutal en los cuentos que Claudia decidió agrupar bajo el escueto título de Los otros. Hace apenas algunos días hacía, por otras causas y respondiendo otro tipo de preguntas, un símil entre los 18 años que una mujer de Cambodia pasó en Ratanakkiri, la selva de su país, con el proceso de escritura. Se necesita ese lugar hostil y a la intemperie, decía yo. Para escribir, para hacerlo verdaderamente, hay que vérselas con la selva de cada uno. Contrario a la historias de rescate y rápida adaptación que usualmente se cuentan en los casos de niños salvajes, la selvática original no pudo o no quiso adaptarse a la vida de la ciudad y dejó de comer, y nunca aprendió a hablar, y en más de una ocasión se quitó la ropa mientras intentaba regresar. Dije entonces también que me parecía que había llegado, por fin, la hora de las selváticas. Ahora lo digo en referencia al segundo libro de Claudia Guillén: es el libro de una selvática que, aunque a veces camina en las calles de la ciudad y come en sus restaurantes, no deja nunca de regresar a los espacios atroces y frágiles donde crecen sus oraciones (y no me refiero únicamente a las gramaticales).-Apegados a la tradición de corte realista y comulgando con el pacto de la verosimilitud, estos cuentos se proponen una exploración de esos otros que somos todos cuando conocemos el infierno. Los fracasados, silenciosos, los imaginativos, los sin-suerte, los desempleados, los infelices, los pesimistas, los alcohólicos, los huérfanos, los solos, los que persiguen perros por las calles, los que hablan con fantasmas: todos ellos encuentran no un refugio sino un abismo en las páginas de Guillén. Lejos de la denostación o de la misericordia o, incluso, la simpatía, los cuentos trazan con precisión, sin sentimentalismo alguno, un declive espectacular: la caída de la vida. La caída de todos los días. Ahí está el tropezón o el descuido que conducirá, y esto de manera inexorable, al fondo de todas las cosas. Ahí está la velocidad donde todo pierde sentido. Ahí el horror, y el humor que a fin de cuentas provoca su compañía cotidiana. Justo cuando los coloca al filo del peñasco, la autora se aproxima y susurra al oído de sus personajes: ¡aviéntate! El lector, sin duda, recibirá la misma invitación y sentirá el mismo tipo de apremio.
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La primera vez que leí los cuentos de Claudia Guillén me vino a la mente la palabra “inexorable”. Así son las palabras, se sabe, vuelan por años frente a uno hasta el día en que encuentran su peso y caen, agridulces, sobre la lengua. Una de las acepciones de lo inexorable es “que no se puede evitar”; la otra, es “que no se deja vencer por ruegos”. Cuando le dan el trago al vaso de whisky, o la mordida al alimento maligno o el beso al hombre equivocado, todos estos personajes saben que pueden, de hecho, hacer otra cosa. Todos tienen noción de que podrían evitar el exceso o el extravío o la soledad. Pero ninguno cede ni ante sus propios ruegos. Ya observando inmóviles el lento derretirse de los hielos dentro de altos vasos conocidos como de jaibol o contando muchos años después la manera inexorable en que se convirtieron en lo que llegaron a ser, los personajes guillenescos aceptan con sobriedad su derrotero (y la palabra derrotero comparte más de una letra con la palabra derrota). A final de cuentas, la definición misma del término adicción es dejarse dominar. A lo que podría agregarse: entregarse de hecho al dominio de algo ajeno, sea esto una sustancia o un cuerpo.
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Los personajes, sin embargo, lo intentan, eso, resguardarse. Algunos encuentran consuelo en la oscuridad familiar de las cantinas (como es el caso de Emilia, la recién desempleada) mientras que otros prueban, por razones distintas que tienen que ver con cuerpos que no están, la oscuridad del cine (como es el caso de Emma). Pero algunos, ya desahuciados, ni siquiera aspiran a ello. Brenda, la que sospecha que todos los hombres se dan cuenta que es una falsa delgada, una gorda verdadera que usurpa un cuerpo ajeno, mastica y deglute sin parar una cena que se antoja eterna. Yendo hacia la yugular, lejana a estereotipo alguno, Guillén pinta de pies a cabeza a la madre sin instinto materno, la Alegría que fue violada y en cuya venganza asesinó al violador “sin conmiseración alguna”, regresando una a una las estocadas que recibió en su propio cuerpo, sólo para mal soportar después el legado del semen en el cuerpo de una hija a la que también bautizó como Alegría. Los personajes saben que pueden hacer otra cosa, lo intentan incluso, pero terminan por ceder. Es el caso de la señora Victoria quien rememora su pasado indiscreto en estos términos: “Me rogó que cambiara de vida. Yo, con verdadero arrepentimiento, se lo prometí sinceramente. Pero al mes recaí. Era inevitable. Parecía que la noche formaba parte de mí como una segunda vida; me colmaba de alegría o de placer, tanto o más que el mismo Manuel”.
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El lenguaje es preciso. El lenguaje nos dice que nada tiene escapatoria. Que caeremos, eso dice. Pero mientras tanto está el placer, el alcohol, la imaginación, la memoria. Mientras tanto está, sobre todo, la escritura. Claudia Guillén, que va y viene por la selva del adentro, lo sabe.

lunes, diciembre 21, 2009

El despecho polar-(Diario Milenio-21/12/09)

Cabezas de formulario
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Sorprende que sean tantos, todavía, quienes se enorgullecen de interpretar el mundo en que viven a partir de un diccionario de sinónimos y antónimos. Exasperados ante la tozudez de quien insiste en advertir los grados, texturas y matices del asunto en cuestión, dan por obvio que cualquier cosa no puede ser sino una de dos: la misma o su contraria. Lógica vieja ésta, si buena parte de los prejuicios más necios y dañinos de que exista memoria se han incubado justo en su seno. Para que una calumnia alcance el alto rango de chisme, y en tanto eso circule profusa y deleitosamente, tiene que contener el ingrediente manipulador que pone a buen resguardo a los chismosos y deja a descubierto a los calumniados. Una vez señalados por el estigma de tantos argüendes, nada que digan o hagan merecerá confianza, y al contrario: se sumará a los rasgos de perfidia que el qué dirán ya ha dado por segura.
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“Nos informan de que Dinamarca ha invitado a países amigos, y yo me siento amigo de Dinamarca, pero no he sido invitado. No es posible que nos consideren enemigos”. Esta perla de la mentalidad binaria fue cosechada días atrás, durante la Cumbre del Clima en Copenhague, de los labios del presidente Evo Morales. Frecuentemente más ocupadas en un tablero imaginario donde todas las actitudes humanas se pueden dividir en lealtades o traiciones, las sensibilidades extremistas no distinguen un solo palmo de territorio que separe a los polos entre sí. Según el mandatario boliviano, un grupo de países amigos debería incluir a la totalidad de éstos, pues en caso contrario ya no serían amigos, y peor: su lógica de fiera despechada concluye que los que no son amigos resultan por lo tanto enemigos. ¿Es decir que si yo no invito a todos mis afectos a mi próxima reunión de amigos, es seguro que el resto se harán mis enemigos? Yo supongo que sí, pero sólo en el caso de que me haya esmerado en hacer amistades entre puros acomplejados, envidiosos y paranoicos.
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Suspicious Minds
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Somos legión quienes, un poco a nuestro pesar, coleccionamos incidentes del pasado en los que fuimos víctimas de la perversidad binaria. La gente encuentra cómodo resolver los enigmas de las vidas ajenas eligiendo sólo una de dos opciones. Quien no sea una cosa, tendrá que ser la otra. Si no me besas, es que no me quieres; si no me quieres, entonces me detestas. Tiene que ser muy grande el sentimiento de inferioridad para albergar adentro tanto protagonismo, pues sucede que el alma despechada lo cree a uno capaz de las peores infamias, menos la indiferencia. Si nos reunimos con otras personas y a ella no la invitamos, asume que lo hicimos con el solo fin de conspirar en su contra —cosa que al cabo logra luego de tanto conspirar en la nuestra—, pero incluso eso le parece más llevadero que la afrenta suprema de haberle dedicado menos pensamientos de los que cree. Que no lo inviten a uno por ser quien es puede ser entendido y tal vez disculpado, pero el olvido sí que es imperdonable. Una mentalidad binaria tiene a quienes la olvidan clasificados junto a los que le odian, y a su vez los detesta especialmente. Si no son sus aliados, deben encabezar su lista de adversarios.
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Según su propio código, que no encuentra justicia fuera de la revancha premeditada y cruda, el despechado tiene derecho a todo. Lo que en otros sería sevicia y atropello, en él es puro celo justiciero. Por excesivos y exagerados que de repente suenen, sus reproches tendrán salvoconducto por la sola razón de su ego lastimado. Podrá, si así lo quiere, aplicarnos las más arteras extorsiones, puesto que en su opinión es acreedor de una deuda impagable. ¿O es que existe una forma de resarcir a aquel acomplejado convencido de que una vez sufrió nuestro desprecio, por más que no sea cierto, ni probable, ni conveniente? Cuesta trabajo creer que semejante celo cobrador no esté al tanto de todas las ventajas alevosas que le confiere su indignación en armas. Metidos ya en el juego de mentes suspicaces, vale darse a pensar que todo ese berrinche no es más ni menos que una maquinación para hacernos cargar muertos ajenos. Una conversación polarizada, valga el contrasentido, consigue ese objetivo virtualmente sin trámites.
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La atracción de los polos
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Todos hemos jugado alguna vez a eso, o de menos caímos en el juego. ¿Cómo explicar, no obstante, al anfitrión borracho y furibundo que me voy de su casa no porque sea humilde y le falte la alberca y el campo de golfito, sino porque ya son las seis de la mañana y aunque no me lo crea tengo sueño? Imposible. El formulario exige responder sí o no a la pregunta relativa al respeto: si pese a la advertencia del anfitrión el invitado insiste en largarse, deberá colegirse que tal es una clara falta de respeto, y por tanto una muestra de desprecio, y en consecuencia una declaración de guerra, pues ya se entiende que las tres son sinónimos para quien desconoce los matices.
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Muy rara vez sabe uno quiénes son sus auténticos enemigos, ni tampoco sus mejores amigos, aunque le queda claro que ambas son minorías en el espectro humano. Por más que sigan yendo y viniendo los fantoches que afirman ser amigos de todos y amar a todo el mundo —acaso porque ciertas ambiciones ocultas les exigen abaratarse la dispensa o el favor de muchos— lo cierto es que el espacio entre amigos y enemigos es casi tan inmenso como el mismo universo. Aceptar, sin embargo, esa obviedad, privaría a los polarizadores de la opción de manipular a medio mundo sostenidos en abstracciones tan primitivas como esa vieja creencia pueblerina según la cual los polos hacen frontera en el ecuador. Por alguna razón, ninguno se da cuenta que ante el resto del mundo los polos son iguales, y sin duda pequeños. No es que nos conste, al fin, pero casi ninguno queremos ir tan lejos para averiguarlo.

martes, diciembre 15, 2009

Juan Carlos Bautista (Milenio/Opinión 15/12/09)

Cada que paso por la Ciudad de México no puedo dejar de hacer mi visita ritual al Marrakech —el antro que Juan Carlos Bautista y Víctor González abrieron no hace mucho en la calle de Cuba, justo en el centro del centro. Ahí, entre paredes mareadas de rojo y bajo el amparo del blanquísimo candelabro que ilumina la barra se encuentra la caja registradora detrás de la cual se aposta uno de los mejores poetas de México. Estoy al tanto de que el Marra se ha convertido en El Antro de la ciudad, pero yo no voy ahí por eso. A Juan Carlos Bautista lo conocí hace más tiempo del que es recomendable admitir en público, como compañero de una de aquellas insignes becas del Centro Mexicano de Escritores —ya sin Rulfo y sin Elizondo y sin Arreola—, donde a los dos nos daba por hacerle al cuento. Antes nos habíamos topado en algún auditorio de la UNAM, adonde ambos habíamos acudido, puntualmente aunque bastante desaliñados, para compartir el premio de poesía que otorgaba ese año la revista Punto de Partida. Entre una cosa y otra habíamos coincidido ya en una gama bastante amplia de marchas citadinas, en mítines de variopinta denominación, en las páginas de La Guillotina (más como lectores que como autores) y en las fiestas incendiarias de la mítica Casa Vieja, aquella construcción de otra manera anodina que albergaba los festivos desmanes y la música estridente que entonces prendía a la izquierda de la izquierda.
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Nadie en aquellas lejanas eras habría presagiado que la amistad resistiría el paso del tiempo, pero a Juan Carlos me lo seguí encontrando usualmente por azar (siempre tan original, solía decir un amigo) en las calles o en librerías o en fiestas de aliados comunes. De poco en poco, entre abruptos resúmenes de todo lo acontecido durante el lapso en que no nos habíamos visto y súbitos intercambios de libros tanto propios como ajenos me fui acostumbrando a la presencia a la vez mesurada e iluminadora de Juan Carlos. Recuerdo perfectamente cómo y cuándo recibí mi ejemplar de El cantar del Marrakech, ese largo poema erótico donde la ciudad se vuelve carne y la carne se torna íntimo pálpito. Era, como atestiguó en la dedicatoria, una marcha de alzados. Era el inicio de aquel enero de 1994. Yo había salido corriendo del sótano del archivo de Bucareli (se había recibido para entonces la segunda amenaza de bomba) donde llevaba a cabo mi investigación y, como guiada por una inercia mayúscula, fui a dar con la calle por la que pasaba la marcha gigantesca con la que la ciudadanía exigía el desalojo del ejército de los altos de Chiapas. Avancé con ellos por un buen rato y más pronto que tarde, como lo presentía, encontré a Juan Carlos. Intercambiamos los puntos de vista de rigor antes de que me preguntara si ya tenía su libro. Cuando le dije que no, entró a la librería del Palacio de Bellas Artes y salió con él en mano. La dedicatoria la escribió medio encorvado, apenas sostenido por los escalones de la entrada del palacio donde tantos y tantos han esperado (a veces a Godot y a veces al amor y a veces a ambos).
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El cantar del Marrakech se convirtió desde el inicio en un libro insignia para mí. Un libro de cabecera. El tipo de libro al que uno va cuando hay sequía y todo alrededor se vuelve melga y uno necesita (¡por dios! ¡por lo que más quieran!) un buen trago de agua fría. La ciudad de México que yo amé estaba toda ahí, extendida: las nalgas de sus estatuas vivas por primera vez. La sexualidad de los soldados y la sentimentalidad de las vestidas hacían acto de presencia ahí, en aquel primer Marrakech del primer cuadro de la ciudad del que Juan Carlos hablaba con característica devoción y más característico conocimiento de causa. Más personal que autobiográfico, más cercano a la complicidad de la celebración que al hermetismo de la confesión, el cantar alzaba ante mí las palabras del cuerpo y del amor y de la ciudad con un descaro lúcido y una valentía más bien relajienta. Nadie en México, a mi entender, estaba haciendo algo así. Y pocos lo han intentado después con tanto acierto como en ese libro.
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Todo esto para decir que cada que me apersono cual peregrina en ciernes en esa catedral inaudita que es el Marrakech me veo tentada (como se dice que lo tienta a uno el diablo) a contar esta historia. Me explico. El más ligero de los vistazos al lugar da cuenta de que, aunque la clientela es diversa, la mayoría de los muchachos y muchachas que bailan hasta entrada la madrugada nacieron muy a finales del siglo XX. Son el tipo de gente que al oír el término Guerra Fría piensan que se trata de una nueva bebida que involucra vodka y licor de mandarina y mucho hielo. Se trata del tipo de jóvenes que al escuchar la expresión “me cayó el veinte” se le quedan mirando a uno con estupor, preguntándose en silencio qué será ese veinte y dónde, de haber de verdad caído, cayó. En una de ésas, y este es mi temor más grande, son el tipo de gente que nunca visitó una oficina de telégrafos y jamás escribió un telegrama. Por eso y no por otra cosa, cada que entablo algo parecido a una conversación en el Marra suelo lanzar con la delicadeza del caso las siguientes preguntas: ¿Pero si sabían que hubo un primer Marra aquí cerquita, detrás de Palacio, pero que no era éste, no? ¿Y si saben que el hombre ése que está detrás de la maquinita registradora tocando billetes de colores es, además de activista, un poeta de a de veras? ¿Y si saben que uno de los poemas más entrañables y emblemáticos de la ciudad y sus sexualidades responde al nombre de El cantar del Marrakech? Las respuestas que recibo, a qué decirlo, suelen involucrar tantas versiones del vocablo “no” que uno pensaría que se trata, como lo dijera Emily Dickinson, de la palabra más salvaje. Valga pues este pequeño texto para evitarme la congoja de esas respuestas (y la ronquera del día siguiente). Ya entrados en gastos, valga este texto para decirle al que me preguntó, envalentonado sin duda, qué se sentía leer El cantar del Marrakech, que es como cuando te subes a la barra y empiezas a moverte y, entre una cosa y otra, ves proyectadas sobre la pared de enfrente las imágenes de Lyn May y Piporro, y estás entonces a punto de quitarte la camiseta esa pegadita de color negro justo antes de entornar los ojos.

lunes, diciembre 14, 2009

Glosario para peleles (Milenio/Opinión 14/12/09)

Hay quienes creen que es fácil ser pelele. Tanto, argumentan, como tomar dictados y seguir instrucciones al pie de la letra. Pero la letra peca de engañosa, especialmente si pululan en torno los inquisidores. Hace falta un olfato especial y unas reglas bien claras para encontrar asiento en las piernas del ventrílocuo. Dummy, se le llama en inglés al muñeco del hombre o mujer que dice cosas sin mover la mandíbula. Un muñeco pecoso, o en su defecto un atontado. Un bobo. O, por qué no, un pelele. La industria editorial conoce ya cientos de títulos escritos “para dummies” —en este caso, principiantes al tanto de su torpeza— y sin duda hay millones de primerizos que los leen y consultan sin complejos. Un pelele, no obstante, se asume como eterno primerizo. Sabe que nunca es suya la última palabra, ni la primera. Tiene prohibido creer en sí mismo, por alta o confortable que sea su posición. Nada de extraño hay en que, a la vista de tantas limitaciones, el pelele se exprese por medio de eufemismos, y en ellos se refugie de su condición, al tiempo que hace méritos y se gana el prestigio de obediente (nada que no hayan visto, por ejemplo, quienes vivieron los años setenta). He aquí algunas propuestas, para lo que se ofrezca.
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Asamblea. Llámase así a la toma colectiva de dictado, conducida desde el templete redentor por los oficios del Gran Ventrílocuo. Toca a los asistentes alzar la mano, y en su caso la voz al riguroso unísono, siempre que el Gran Ventrílocuo lo ordene por intermedio de una amable sugerencia. Una vez consumado el consenso automático, las frases más sonoras del dictado toman la forma de consignas incendiarias.
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Berlus-KOT. Knock Out técnico al final del mitin. Interpelación extrema y desesperada contra los dictados del Gran Ventrílocuo, por la cual se demuestra que ni siquiera con la mafia entera de su lado logra éste conservarse del todo impune.
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Dedo. También conocido como falange, sirve tanto para agraciar con un upgrade a los peleles más empeñosos como para apuntar hacia los desafectos y endilgarles el sambenito de traidor. Muy útil asimismo a la hora de dictar, toda vez que una diestra esgrima del dedo índice sumerge a los enérgicos peleles en una hipnosis plácida y satisfactoria (ver: Traidor).
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Delegado. Llámase así al pequeño mandamás que administra un botín al servicio del Gran Ventrílocuo. Entre más conflictiva e ingobernable sea la delegación, mayor será el poder del delegado, y con certeza el monto del botín. Pero que conste que es un poder prestado, tal cual se presta una vaca lechera. Pobre de aquél que crea que la leche es suya.
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Diputado. Militante de un grupo de choque al servicio del Gran Ventrílocuo, habituado a pelear con la razón invariablemente de su lado, armado de inmunidad parlamentaria y dispuesto a cualquier atrocidad o calumnia para imponer los designios del Gran Ventrílocuo, o en su caso evitar el progreso de alguna iniciativa no autorizada.
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Elección. Acción y efecto de elegir las opciones específicas y únicas que sin lugar a duda confirman y consagran la estricta voluntad del Gran Ventrílocuo. Cualquier otro cociente transforma la ecuación —es decir, la elección— en fraude y desvergüenza. Para aspirar a ser llamadas democráticas, las elecciones deben acatar al dedillo la voluntad del Pueblo (ver: Pueblo y Dedo).
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Encuesta. Levantamiento puntilloso de datos entre la población que confirma el olfato natural y las estimaciones del Gran Ventrílocuo. A este respecto, cualquier resultado que se aleje del parámetro apunta hacia una artera conspiración y sus propagadores deben ser señalados públicamente.
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Juanito. 1. Nombre genérico con el que se designa a los paleros que por su condición sencilla, su fama de incondicional y su estatus de mero utensilio temporal no requieren de nombre ni apellido. 2. Equivalente humano del nombre Solovino.
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Juez. Los hay de dos clases: el imparcial, que en el nombre de la obediencia debida hace de su cargo un pelelato, y el vendido, que tiene la arrogancia de pensar por su cuenta e inclusive atreverse a aplicar leyes y medidas desaprobadas por El Pueblo Mismo (ver Asamblea).
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Ley. 1. Eficaz instrumento de coerción hecho para aplicarse con gran rigor en los enemigos del Gran Ventrílocuo y al propio tiempo legalizar cada uno de sus pasos y tropiezos, así como los del pelelerío resultante. 2. Eficaz instrumento de omisión que permite eludir trabas y requisitos engorrosos al pelele resuelto a moverse por debajo del agua —entre Roma y Sicilia, por ejemplo— en nombre de la causa.
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Opinión. Cuando no es expresada por un conspirador, ésta consiste apenas en aplicar a las sabias palabras del Gran Ventrílocuo unos cuantos matices de la propia personalidad. Fuera de ahí toda opinión probable no es más que calumnia, insidia y canallada. En esto los peleles son escrupulosos: huelen y reconocen al que opina distinto igual que un centenar de pollos blancos a uno pardo. Reñido oficialmente con la ostentación, el pelele hace uso de una opinión que nunca será suya.
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Prensa. Se divide en vendida y democrática. La primera se vale de los anuncios comerciales para hacer su trabajo informativo independiente, costeable y rendidor; la segunda está en manos del Gran Ventrílocuo, que la usa para difundir profusamente sus delusiones más extravagantes, bajo un aura de legitimidad que ahorra a todo el mundo la monserga de probar lo que se dice, cuando ya está hasta impreso en las pancartas.
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Pueblo. Dícese de aquella colectividad muda, sufrida y bienintencionada que se expresa a través del Gran Ventrílocuo, quien interpreta cada una de sus inquietudes y demandas en la certeza de que jamás se equivoca; de ahí que tampoco él se pueda equivocar, y quien así lo crea no se le enfrente a él sino al Pueblo entero.
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Traición. Acción abominable que consiste en decir por cuenta propia lo que jamás salió, y tampoco saldría, de los labios del Gran Ventrílocuo. ¿Qué va a hacer un ventrílocuo si a sus muñecos les da por hablar y opinar sin su autorización? Un pelele o palero que elige no ser tal es un traidor y un quintacolumnista: palabra de ventrílocuo.

martes, diciembre 08, 2009

Ratanakkiri-(Milenio/Opinión 08/12/09)

Un poco antes de emprender el viaje que me traería a Guadalajara leí en las noticias que la mujer que había sido encontrada no mucho tiempo atrás en la selva de Ratanakkiri, a unos 600 kilómetros de la capital de Cambodia, se había puesto tan mal que fue necesario llevarla a un hospital. Uno de sus familiares, su padre si no recuerdo mal, informó que la Selvática “se negó a comer arroz durante un mes. Se ha quedado muy delgada. Aún no es capaz de hablar. Actúa como si fuera un mono. La última noche se quitó su ropa y trató de escapar por la ventana del baño”. Una de las fotografías que encontré en el ciberespacio me lo explicó todo: con la mano derecha alrededor de un poste de madera y la mirada perdida en un horizonte que se presiente lejano, la mujer de la selva añoraba.
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La Selvática había vivido una parte importante de su vida alejada de la civilización, a la intemperie. En efecto, entre los 10 y los 28 años, la mujer había vivido en Ratanakkiri.
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Ratanakkiri es otro de los nombres de la escritura.
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Porque se escribe así: en la intemperie. Porque si no es desde la intemperie no valdría la pena escribir nada. En el punto más frágil, en el más débil, desde el cual no es posible ni defender ni apegarse a nada. Se escribe para descubrir, eso se sabe. Para intentar descubrir, en todo caso, lo que se escribe. La imagen sigue siendo la misma (esto lo dije hace un par de años aquí mismo, en la FIL) (y se lo dije después a ese muchacho extranjero que me preguntaba de manera desesperada, que es como se preguntan estas cosas, sobre qué era en verdad escribir): “Uno está sobre un trampolín, mirando con fascinación hacia la alberca. La alberca es de color azul. Uno salta dos o tres veces sobre el trampolín, tres cuatro, cavilando. Luego, en el momento menos pensado (y esto es literal) uno cierra los ojos y se eleva en el aire aún sabiendo (o quizá precisamente por saber) que la alberca está vacía. El trampolín es el lenguaje. El color azul es el lenguaje. El aire que me sostiene efímeramente es el lenguaje. Todo lo es. Entonces uno se sabe protegido. Entonces uno cae.”
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Es en verdad un honor recibir de nueva cuenta un premio que responde al nombre de Sor Juana: la interdisciplinaria. La docta; la relajienta. Recibir un premio establecido desde 1993 para honrar libros escritos por mujeres me resulta particularmente importante ahora por dos circunstancias específicas. La primera es que La muerte me da, el libro por el que lo recibo esta vez, es en realidad toda una provocación. Raro, inusual, malcomportado. Independientemente de que lo escribí yo, me da gusto que el jurado de este premio haya decidido apostar por un libro que voluntaria y desparpajadamente se desmarca. Si de algo sirve, que sirva entonces para decir que no hay una literatura escrita por mujeres, sino muchas literaturas, todas distintas. Que sirva para decir, si estás frente a la pared, más vale que encuentres una puerta. La puerta es el nombre del riesgo. Si no existe, vuelve la vista hacia la ventana. Si no existe, invéntala. Que sirva para decir: tienes el lenguaje, la herramienta. Pico y pala. Derríbalo todo. Quiere bien todo eso y derríbalo después. Es más importante estar afuera. Ratanakkiri es tu nombre. Ratanikkiri es tu estrella.
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La segunda circunstancia por la que este premio es doblemente apreciado (por mí, eso se entiende) es porque, felizmente, el contexto en que se produce incluye a muchas y variadas escritoras a las que leo con gusto y con regularidad y con admiración. Les cuento. Quiero leer ya los nuevos cuentos, todos ellos, de Rosa Beltrán. Los cuentos que ha escrito, como me ha dicho ya, con su mano izquierda. Me gustaría enterarme de que Paloma Villegas, otra ganadora de este premio, publica más (y digo pública, porque estoy segura de que escribe mucho). Bienvenida siempre la nueva novela de Mónica Lavín o de Ana Clavel. Hace poco decía que quería ver ya el próximo libro de Socorro Vanegas, y apenas ayer o antier la autora me hizo el favor de hacérmelo llegar aquí en la FIL. La noche será negra y blanca. Sigo con enorme placer los trabajos de Guadalupe Nettel, Brenda Lozano, Daniela Tarazona. Me muero de ganas por ver ya el nuevo libro de la poeta tamaulipeca Sara Uribe (le dicen, esto se los aviso, Rara Uribe). Admiro con pasión el trabajo que Carla Faesler y Rocio Cerón y Mónica Nepote han hecho ya por años en Motín Poeta —un colectivo de actividades interdisciplinarias que pone en cuestión la noción de autor y autoridad basada en la primera persona del singular. Quiero cada uno de los violentos, cálidos, indispensables libros de Norma Lazo. Me encanta la noción de riesgo que anima el trabajo editorial de Vivian Abenshushan. He leído con gozo y dolor los cuentos de Claudia Guillén. ¿Para cuándo el nuevo libro Mayra Luna? Y ya quiero tener entre mis manos la novela gráfica que prepara Amaranta Caballero, la monera tijuanera que me divierte el día con Mojicat, Falo Falaz, la Lira que Delira y Chayo, el Nocturno. Por cierto, ¿alguien le puede decir a Patricia Laurent Kullick que ya estamos listos para su próximo libro? Y, finalmente, espero con ansias locas todos los trabajos de Susana M. C. García Iglesias, la barwoman que rescata perros callejeros en el centro de la ciudad más grande del mundo que, entre otras cosas, se convirtió en la ganadora del primer Premio Aura Estrada. Hay más, de eso estoy segura. Y habrá todavía más. Y a veces, con un poco de suerte, lograremos ver a las Selváticas cuando, aunque sea por unos días, dejen su intemperie atrás para visitar las calles de la ciudad.
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Que sirva pues este Sor Juana para decir: hay que leer los buenos libros que se publican hoy en México, independientemente de si son libros escritos por hombres o por mujeres. Que sirva, si ha de servir, para invocar el espíritu crítico de una monja irreverente sobre el cielo que protege la escritura de Las Selváticas.

lunes, diciembre 07, 2009

Palabras y secuaces (Milenio/Opinión 07/12/09)

¿Servicial o arrogante?
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¿Escribe usted para sus lectores?, resuena la pregunta, y ya el escritor sabe que no existe respuesta segura. Cuesta trabajo creer en una página escrita y publicada completamente a espaldas del público lector: probablemente un acto de arrogancia y umblilicentrismo, amén de una contradicción intrínseca. Provoca desconfianza, por otra parte, una novela escrita previendo la opinión de los lectores, y muy probablemente buscando su favor: mera literatura clientelar. Ahora bien, habría que ver cuál de las dos posturas encierra una más alta petulancia, si al fin el narrador servicial comete ya de entrada el pecado mortal de tomar al lector por zopenco. Nadie que se respete se propone escribir para bobos y rústicos, menos aún cumplir con sus expectativas. ¿Quién querría jugar al ajedrez solo, o con un principiante que no sabe ni mover los caballos? Escribir es un juego de jaques y enroques donde al lector jamás se le derrota y no queda más triunfo que el de salir vivo.
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Los lectores son siempre el gran misterio. Mentiría si dijera que jamás he pensado en provocarlos, incomodarlos o sacarles alguna carcajada, pero lo cierto es que no alcanzo a verlos, aun a sabiendas de que están ahí. De ahí que al escribir prefiera uno representarlos en su propia persona, que también es lector y le fascina ser puesto en jaque a fuerza de palabras chocarreras. Escribimos, a veces, aquello que quisiéramos leer, no porque ya lo hayamos leído todo sino porque nos urgen las respuestas a preguntas que no sabemos formular. Cosas que se le escapan al análisis frío de las obsesiones y de pronto son sólo descifrables mediante la inmersión incondicional en la pileta de las tentaciones.
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Leer siempre es mejor cuando se hace por causa de una tentación, pero ésta sólo será satisfecha si quien ha escrito el texto lo hizo porque tampoco supo resistirse. No siempre va uno y compra cierto libro para llegar a casa y sentarse a leerlo, si buena parte de ellos se queda en el estante para engrosar la fila de las tentaciones. Se escribe, cómo no, para tentar. Por eso un buen estante no es el mejor surtido, sino el más tentador.
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Deleitosos delitos
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Rosa Montero fue quien tuvo la idea, siete años atrás en la FIL de Guadalajara, de que fueran precisamente los lectores quienes presentaran el libro de un autor. Hace unos pocos días, luego de una sesión conmovedora en la que literalmente no se cansó de escuchar las preguntas de sus lectores, José Emilio Pacheco insistía en llevárselos a otra parte donde fuera posible continuar con la charla. Pues los lectores son el gran fantasma: no solamente tienen miles de rostros, y por tanto ninguno que los represente, sino que saben siempre demasiado, o en todo caso inmensamente más de lo que quien escribe sabrá jamás de ellos. No en balde han asistido a las zonas más íntimas del autor, quien con algún candor llegó a pensarse a salvo tras la coartada de la ficción, tras lo cual son capaces de establecer conexiones e hipótesis inflamables.
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Cierto: uno se lo busca. ¿Quién que haya hecho una carta, un poema, un trozo de ficción, no ha albergado siquiera en una línea el impulso secreto de tatemarse, e inclusive de darse El Gran Quemón? Una vez cometido el flagrante atentado contra la realidad, ¿cómo no interesarse hasta el punto del sarpullido emocional por el probable efecto de la fechoría? ¿Qué tanto me he quemado, cómo, dónde?, se pregunta uno luego de mirarse exhibido por sus propios engendros y estropicios, pero al fin ya decía Neil Young que mejor chamuscado que oxidado. No es fácil dar la cara por el propio trabajo, menos si uno lo entiende como fechoría, pero el juego reserva ciertas dosis secretas de deleite para quien se aventura a la chamusquina sin otra protección que su sed de artificio. O, si se quiere, su hambre de impostura. No puede uno prever hasta dónde sabrá llegar el próximo lector, pero en el fondo espera que se cuele a los últimos recovecos, no como un detective sino en papel de cómplice; o que al menos en un punto del texto se trasluzca que fuimos compañeros de fuga.
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Fin de festín
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Regresar de la FIL es como terminar de leer una buena novela. Hay un hoyo en el centro de las horas o días que siguen al enorme festín. Se está a disgusto en la normalidad, luego de haber probado lo extraordinario. Y todavía más que eso, lo impredecible. Nunca, en lugar alguno, he visto o concebido semejante parque temático dedicado a los libros y sus devoradores. La gente se aglomera en los eventos y corre de uno a otro como un niño entre el Pulpo y la Montaña Rusa veinte minutos antes del cierre del parque. No es raro que a menudo las ponencias resulten salpicadas de gracias y desmesuras infrecuentes en otros foros, visto el estado de ánimo imperante, allí donde por una vez la generosidad y el apetito resultan una y la misma cosa.
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Me precio de haber sido, en otros años, un cazador de autógrafos de pesadilla. No puedo, pues, por menos de mirar las filas de la FIL con una suerte de simpatía secuaz. Y he aquí que una mañana, la semana pasada, de visita en una escuela Vocacional, a una alumna avispada —lectora implacable— se le ocurrió lanzarme una bola de fuego en forma de pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que pediste un autógrafo, y a quién? Luego de un titubeo balbuceante, hube de confesarle que pasó hace tres meses: en una pelota el de Rafa Nadal y en un gafete el de Roger Federer. No me iba a ir sin ellos, le expliqué, y ya muy tarde pensé en abundar: a mi modo, soy un lector asiduo del juego de quienes considero los mejores tenistas de la historia. Unas horas más tarde, me topo con David Toscana, que no tarda en mostrarme su libro recién dedicado por la pluma de Orhan Pamuk. Lo dicho: nadie sabe para quién trabaja, pero al cabo quién dijo que éste era un trabajo. Ningún trabajo envicia con la fuerza de un juego. Ni esclaviza, ni colma, ni recompensa, todo a un tiempo. Los lectores lo saben: por eso están ahí.

sábado, diciembre 05, 2009

Poética crepuscular

I

Las palabras han muerto,

el poeta se las llevo

y sus herederos, los lectores,

las prostituyen, sin recato.

En el pasillo de cualquier

calle se oyen las ofertas

y las invitaciones a consumirlas:

¡pásele, güerita, güerito

hoy, solo hoy, dos por uno,

con metáforas!

¡Pásele, pásele hay de todos los

modelos: Kafkianas, Proustianas,

Bolañescas, Pitolescas y sobre

Todo, las de moda, aquellas que

son crepusculares.

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II

El poeta se murió

¡ay qué dolor, qué pena!

Sus lectores le lloran,

le extrañan

y erigen coloquios, congresos

y antologías.

Luego vendrán las estatuas de bronce,

primero las de oro.

si las palabras,

que deben de implantarse

antes de que el viento se las lleve.

¡Ay el viento y el tiempo!

¿Qué harán con sus cenizas?

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III

Antes de escribir

vomite, el asco me inundaba

y salieron palabras,

ahí amontonadas yacían

en el escusado, sentí pena,

pobrecitas palabras,

llorar quería,

incluso pensé en organizar

un congreso que hablara

sobre la muerte de la palabra,

imagine ponentes,

y a los asistentes

pero algo me invito

a jalar la cadena.

Extrañamente el dolor

se había ido junto con

las palabras.