viernes, junio 06, 2008

Asesinos

Diario Milenio-Puebla (05/06/08)
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He adquirido recientemente un diccionario que no registra ninguna ficha técnica de los santos o de los artistas más notables de ninguna parte del mundo. Si damos crédito al título de la columna de mi amigo José Luis Durán King, que aparece cada sábado en Milenio, diré que sí contiene la ficha exacta y pormenorizada de quienes han llevado unas “vidas ejemplares”; es decir, este diccionario nos ofrece detalladamente el año de nacimiento, los móviles y las víctimas de los más grandes asesinos seriales de la historia. Los autores de este libro son dos eruditos y maestros del crimen: Francisco Pérez Abellán y Francisco Pérez Caballero. Los dos son de nacionalidad española. Pérez Abellán nació en Murcia (1954) y es periodista. Es autor además de Los cincuenta crímenes más famosos y tiene ya treinta años de dedicarse a la investigación criminal. Pérez Caballero (Madrid, 1979) es licenciado en periodismo y ha indagado profundamente –lo leo en la cuarta de forros— en las raíces del crimen a través de los medios de comunicación.
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En nuestra sociedad actual –tienen razón los autores— hay que observar la importancia que tienen los delitos de sangre. Curioso dato: los autores de este espléndido diccionario se ocupan sólo de los asesinos seriales europeos o de los Estados Unidos de Norteamérica. Busqué a lo largo de todas sus páginas y no encontré un solo caso ya no digamos de asesinos seriales de México, sino de Latinoamérica. Y casos hay muchos registrados. Por ejemplo en el libro de José Ramón Garmabella (debolsillo, primera reimpresión, 2007) registra los casos tratados por el doctor Alfonso Quiroz Cuarón, el más grande criminólogo que ha dado México. Incluso habla del misterio que envolvió la figura de B. Traven. Raro entonces que Abellán y Caballero no hagan una sola alusión a ningún destacado (permítaseme la expresión) asesino serial latino.
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Quizá el vacío se entiende, porque de reunir a varios tendrían que haber llenado miles de páginas. De cualquier modo, este diccionario Asesinos es un volumen que cualquier curiosos (y estudioso) del tema debe tener junto a otros como Los mejores cuentos del siglo XIX o el de “Términos filosóficos”, etcétera.
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Es difícil traer acá a colación algunos casos, sin embargo lo haré con dos muy sobresalientes: John Murrell (El Redentor Pavoroso), quien en 1835 mató y desvalijó a cuantos hombres solitarios cruzaban las ciudades. A sus víctimas los arrojaba al Mississippi con el vientre lleno de piedras. El otro caso es el de Marie Besnard, la conocida viuda negra, quien fue acusada de 12 asesinatos con arsénico en 1949. "La Viuda Negra" nació en 1896, así que en ese momento contaba con 52 años de edad. Siempre de oscuro, heredaba de la noche a la mañana cuantiosas fortunas como herencia de las personas que iban muriendo, siempre relacionadas con ella.

miércoles, junio 04, 2008

La melancolía del expediente


Diario Milenio-México (04/06/08)
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Todo aquel que ha estado en un archivo lo sabe bien: el encuentro con el documento histórico es un instante epifánico. Lo comparo al minuto, o más bien el relámpago, en que el escritor que ha batallado por meses o años con un personaje, ya sea cortejándolo con datos o torturándolo con preguntas constantes, por fin escucha su voz. En ambos casos, aunque cada cual con las herramientas de su oficio, tanto el historiador como el escritor se enfrentan, siempre por primera vez, al momento en que eso que los ha desvelado, provocándoles pesadillas o deseos varias, eso que ha azuzado su intuición con promesas que con frecuencia parecen vanas, ha cobrado vida propia. Ambos momentos son, en este sentido, puntos de llegada pero, sobre todo y en realidad, puntos de partida. De ahí en adelante, tanto el historiador como el escritor se dedicarán a seguir los dictados de esas voces encontradas, fingiendo, por supuesto, que están en control, preferencia total, sobre la maleable materia humana y densa que enfrentan.
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Con todo y la epifanía que lo ronda, con todo y la sensación de destino cumplido con el que a menudo el investigador y el escritor reciben los ecos de esas voces lejanas con las que se han topado, el momento del encuentro con el documento histórico es también, quizá sobre todo, un desvío o, mejor dicho, una interrupción. Una aseveración de este tipo requiere de cierto tipo de explicación, así que mejor me explico. Valdrá la pena decir por principio de cuentas que cuando digo “documento histórico” pienso sobre todo en el tipo de papeles institucionales que involucran la participación de un agente del estado a través de preguntas organizadas a manera de formato burocrático y, sobre todo, que inmiscuye también las respuestas o los datos generados, aunque sea de manera oblicua o tangencial, por los ciudadanos comunes y corrientes a quienes tales preguntas les son planteadas. Dialógico por naturaleza, este tipo de expediente responde a las necesidades institucionales de producir un registro que documente su existencia, de preferencia traducida en logros, pero también involucra, y esto también por necesidad, las voces de aquellos sujetos a los que se debe la institución en turno. Por eso y no por otra razón, suelo enfrentar el expediente encontrado con el tipo de azoro y de curiosidad con el que abro cartas que llegan a mi buzón, tanto físico como electrónico, sin saber a ciencia cierta su procedencia.
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Si en mi primera aseveración hablo de un desvío o de una interrupción es porque creo que el verdadero destinatario de la misiva dialógica de la que participo gracias al encuentro azaroso y sin embargo ineluctable que ocurre, cuando uno tiene suerte, en un archivo, es siempre otro. Cualquiera que haya estado en un archivo histórico debe haberse preguntado más de una vez (la cantidad de angustia al hacerse esas preguntas es por supuesto aleatoria y personal) a quién en realidad se dirigen esos documentos que, en su vida activa, han pasado de mano en mano, comprobando o desmintiendo argumentos varios. Una vez que el documento es trasladado al archivo no activo de una institución, cuando es parte ya de esa montaña de papeles que, a fuerza de volumen, termina por convertirse en un obstáculo o una molestia para los organizadores del espacio, el sitio del destinatario se convierte en un enigma creciente. ¿Hacia dónde va en realidad cuando aparente no moverse? Tengo la sospecha, una sospecha que por cierto no ha dejado de crecer desde que visito archivos históricos, de que la verdadera trayectoria del documento que encuentro y, luego entonces, desvío, no es otro que la eternidad o el olvido. En resumidas cuentas: los muertos.
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Lo dice la narradora experimental norteamericana Camilla Roy: “En cierto sentido, el escritor está siempre ya muerto en lo que concierne al lector”. Lo dice Helene Cixous: “Cada uno de nosotros, individual y libremente, debe hacer ese trabajo que consiste en repensar lo que es mi muerte y tu muerte, que son inseparables. La escritura se origina en esa relación”. Lo dice Margeret Atwood en su libro de ensayos sobre la práctica de la escritura titulado, aptamente, Negociando con los muertos. Lo dice el escritor libanés Elías Khoury, autor de ese maravilloso libro que responde al título de La puerta del sol, donde la memoria colectiva y la tragedia histórica no son escatimadas en lo más mínimo. Lo dice, claro está, Juan Rulfo. Los ejemplos abundan, pero creo que, por ahora, éstos bastan para decir que no sólo existe una relación estrecha entre el lenguaje escrito y la muerte, sino que, además, se trata de una relación reconocida, ya de manera sucinta o de manera poética o de manera práctica, por escritores de la más variada índole.
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Avanzando sin moverse un ápice hacia el destinatario que sí lo espera, el expediente pues logra colocar al lector que interrumpe esa trayectoria en la posición equívoca de esa larga eternidad que es la muerte. Eufórico o meditabundo, con la sensación de estarse entrometiendo en algo que es, sin duda, mucho más complicado y oscuro de lo que se creía o sospechaba en un inicio, el lector de documentos históricos debe experimentar en ese momento la más artera posibilidad: una conexión frágil pero real con mundos untraterrenos y desconocidos y, acaso, incognoscibles de los muertos. Y ahí, en ese momento que es sin duda alguna epifánico, aunque por (estas) otras razones, debe sentir también el asomo de la melancolía: la melancolía de quien sabe, de entrada, que su tarea es imposible (hacer hablar a los muertos); la melancolía de quien, al tanto de tal imposibilidad, continúa sin embargo leyendo; y la melancolía, también, del expediente mismo, acaso olvidado por años, acaso inmóvil, lleno de polvo, extraviado, pero real.
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Un libro relacionado de una o varias maneras con el expediente debe ser capaz, en todo caso, de encarnar esas melancolías, conteniéndolas, ciertamente, aunque en realidad,liberándolas.

lunes, junio 02, 2008

Los otros santos óleos



Diario Milenio-México (02/06/08)
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1
Repartiendo la nada
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De entre los numerosos días feriados que tanto agradecí durante los años escolares, había dos que siempre me parecieron extrañamente abstractos: el 5 de febrero y el 18 de marzo. Podía imaginarme fácilmente las gestas del 20 de noviembre, el 5 de mayo, el 15 de septiembre y hasta el par de cursilerías del 21 de marzo y el 16 de septiembre, dedicadas aún hoy a conmemorar las respectivas fechas de nacimiento de los dos mandatarios mexicanos que durante más años permanecieron en el poder. Eso se explica, pues. ¿Pero el petróleo y la Constitución? ¿Por qué los mexicanos teníamos que celebrar la puesta en marcha de una o varias leyes? Tampoco me lo cuestionaba demasiado, pues al fin el asunto me convenía. Dos días sin escuela cada año. ¿Qué más quería entender, si tan temprano ya me estaban corrompiendo?
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Pocos y raros son los mexicanos que saben del asunto del petróleo mucho más de lo que aprendieron en esos catecismos del nacionalismo pueblerino que solían ser los textos oficiales de Historia y Civismo, obra del mismo régimen autoritario y hondamente corrupto que diseñaba el santoral patriotero. Tampoco abundan quienes sepan gran cosa de Juan Diego y la Virgen de Guadalupe, mas ello no es obstáculo para rendirles culto sin regateos y hablar ilimitadamente en su nombre; pues resulta al contrario, como es propio en los territorios de la fe. Se cree, luego se sabe. Cuando un felón nos llama para decirnos que la computadora nos eligió para ganar un automóvil nuevo, y acto seguido aduce necesitar el número de nuestra tarjeta de crédito, caeremos en la trampa si antes de razonar ya nos miramos al volante del carrazo y nos negamos terminantemente a soltarlo. “¡Es mi coche!”, diremos inconscientemente cuando llegue el primer emisario del sentido común a recordarnos que semejante suerte no es realizable. Vamos, ni verosímil. Por raro que parezca, tiende uno a creer que la fe le convierte en acreedor de la vida. No es fácil, pues, renunciar a sentirse dueño del petróleo, luego de que un embaucador profesional lo convence de que alguien quiere arrebatárselo.
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2
¡Alto en nombre de la ubre!
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No está claro si fue en el Cerro de la Estrella o en el Castillo de Chapultepec que Dios dictó al general Cárdenas el decreto que nacionalizaba el petróleo, como tampoco se conoce cuál fue la inspiración divina que guió a otros creyentes a radicalizar hasta el absurdo los sagrados incisos, mas de acuerdo a sus fieles se trata de una ley inamovible. No en balde forma parte del santoral, aun si cada día son más los herejes que se empeñan en camellar cuando tendrían que darse al recogimiento. ¿Qué hacer con una ley obsoleta y retrógrada que no puede cambiarse, porque es sagrada? Valdría más preguntarse qué va a acabar haciendo esa ley con los subordinados a su férula. Pues no se intenta aquí que la ley nos sirva, sino servirle nosotros a ella y su divina estampa. Postrarnos ante sus resplandecientes incisos y ya entrados en gastos convertir a la Constitución en sharia. Conseguir que de aquí a doscientos años se nos cite entre risas incrédulas como idólatras del hidrocarburo.
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Cada vez que un político priísta se refiere a la defensa de nuestras riquezas, lo sensato es llevarse la mano a la cartera. La mula no era arisca, decían mis abuelos. El problema es que en este país casi todos los políticos son o han sido o se comportan como priístas, y esa marca muy rara vez desaparece. Una vez nacional-revolucionario, siempre nacional-revolucionario. Personas incapaces de vivir fuera del presupuesto del Estado, y por ello proclives a defender con dientes y uñas —accesorios fundamentales para el priísta de viejo cuño— la santa ubre que con no muy discreta generosidad los amamanta, y sin la cual temen —fundadamente, acaso— no servir para mucho, puede que por ese hábito heredado de prodigar palabras huecas en una lengua muerta de origen. ¿Quién no va a defender unas riquezas, colectivas apenas en teoría, que considera parte de su botín? ¿Y dónde más, sino en la Sacra Carta Magna, habita esa teoría gaznápira que en la práctica nunca podrá cumplirse? ¿A los legisladores se les elige para que revisen y actualicen las leyes, o para que se postren ante las más rancias, e incluso las defiendan con todo el peso del ridículo?
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3
“La patria no se vende”, opinó el comprador
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Más de uno estamos hartos y aburridos de tantos defensores no solicitados, resueltos a elevar al petróleo a la categoría de trasero de la patria. Empeño que sería incomprensible si no asomara tras el alboroto un esbozo de dictadura guajira reveladoramente similar al edén nacional-revolucionario, donde el caudillo es todopoderoso y resulta impensable que a cualquiera de sus subordinados se le ocurra opinar tantito diferente. Un proyecto priísta sostenido en el culto a la personalidad, cuyos medios y fines no difieren un ápice de aquellos que inspiraron a Rius para crear personajes y trama de Los agachados. Según sus impulsores, los mexicanos deberíamos llevarnos la mano al esfínter cada vez que alguien habla de privatizar Pemex. ¿Y qué hacemos si sólo ellos —los defensores, de quienes hasta hoy no hay quien nos defienda— hablan en realidad del tema? Discusiones estúpidas, casi siempre, dado que no se entablan para llegar a acuerdo alguno, como para posar ante la Historia.
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Dudo que sea fácil, o hasta posible, tener ideas claras, organizarlas y defenderlas mientras se posa para un escultor así de quisquilloso. Por lo demás, a quién le importan las ideas cuando es más económico echar mano de los estigmas, que se llevan tan bien con las calumnias. Aún hoy se nos previene contra una privatización inexistente, y con ello se excluye de la discusión la posibilidad de, en efecto, privatizar al elefante blanco, fiscalizarlo y exprimirle sustanciosas ganancias que, ahora sí, podrían servir a todos. Contratos inclusive leoninos, redactados en nombre de San Lázaro Expropiador. Si ello es viable o no, nadie se va a enterar. Intentarlo sería como dudar de la virginidad de la Virgencita: leña verde para los entreguistas que se atrevan. Afortunadamente, todavía no llega un tartufo a alborotar incautos con el cuento de que la leña es nuestra.