sábado, abril 12, 2008

Al volante y en serie


Diario Milenio-Puebla (10/04/08)
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He buscado en el anaquel de mi muy humilde biblioteca, donde resguardo los títulos cuyo tema se centra en las más grandes transgresiones que registra la historia, algo que me ayude a identificar algún otro caso como el que se ha dado a conocer estos últimos días, me refiero al caso del “Violador en Serie”.
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Creo que aquí mismo he mencionado que el término “asesino serial” lo acuñó el investigador Robert K. Ressler, agente del FBI, quien además desarrolló algunas técnicas del perfil criminológico.
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El asesino serial repite un modelo. Elige a su víctima, su radio de acción y la manera de ejecutar el acto. Son terriblemente escurridizos e inteligentes y la mayoría de las veces dejan rastros enigmáticos y muy a propósito para despistar a la policía. Pueden ser personas que, aparentemente, no arrojan ninguna patología. En México habrá que recordar los casos de Goyo Cárdenas, de el “Pelón” Sobera de la Flor, el Poeta Caníbal y el de Juana Barraza Samperio, la "Mataviejitas".
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La prensa local ha dado cuenta de un taxista que violó a ocho mujeres en un radio de acción que abarca Angelópolis, Las Palmas y San Manuel.
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Los compañeros reporteros lo reconocen ya como el “Violador en Serie”.
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Particularmente no me había topado con un caso semejante, reconozco en todo caso mi ignorancia y le doy el crédito que se merece al compañero Alfonso Ponce de León, quien ha dado cuenta detallada del “Violador en Serie”.
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Prometo enviarle esta nota a mi amigo José Luis Durán King, periodista de Milenio a quien le debemos puntualmente, los sábados, su columna “Vidas Ejemplares” –dedicada a los asesinos en serie– esta nota para que él me diga si conoce, dentro de los casos que trata, el de algún otro “Violador Serial”.
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Hace años, lo recuerdo bien, asoló a la zona de El Carmen un hombre que, protegido atrás de una máscara de luchador que seguramente adquirió afuera de la Arena Puebla, se dedicó a violar a muchas indefensas mujeres. No se le llamó un “Violador en Serie” pero sí fue conocido como “El Violador del Centro”, lo que me produjo un enigma mientras trajo en jaque a la policía.
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Con todo, hay algo de este “Violador en Serie” que linda con la más mala de las ficciones.
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En su declaración dijo que las mujeres lo provocaban y que él sólo obedecía a sus instintos. Y más: pregunta el reportero: “¿De qué manera te provocaban?” Respuesta: “Me hablaban coquetamente, me seducían”. Nueva pregunta del reportero: “¿Para que guardabas la ropa interior de tus víctimas?”. Respuesta: “Sólo las guardaba”. Pregunta: “¿Por qué las llevabas a parajes solitarios?” Respuesta: “Porque en otros lados hay muchas casas y carros y no era posible”.
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Al final reconoció el hombre su participación en los hechos, como escriben los cronistas de nota roja, y dijo que lo venía practicando desde enero. A la lista de la “Mataviejitas” y el “Poeta Caníbal” se agrega ahora el del “Violador Serial”. Según el testimonio de las víctimas, el “Violador Serial” citaba fragmentos de canciones de rencor contra el género femenino.
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Venganza contra Paquita la del Barrio, quizá.

martes, abril 08, 2008

Primera persona del singular



Diario Milenio-México (08/04/08)
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La escritura no es un medio de expresión (de algo sabido o investigado o resuelto), sino una práctica de producción, preferiblemente de un universo profundamente personal.
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Dar cuenta de uno mismo es cosa complicada, especialmente si ese Uno Mismo empieza por preguntarse ¿para qué? En una época en que la exhibición irrestricta del yo produce escandalosos programas de televisión, autobiografías light, confesiones a granel y convencionales novelas llamadas históricas, es decir, basadas en hechos denominados como reales, es casi superfluo, si no es que desvergonzado o, peor aun, ingenuo, abogar por una escritura que explore la materia y las limítrofes de la primera persona del singular. El yo lírico ha sido, se sabe, rebasado. El Autor, esto también se sabe, murió por ahí de finales del sigo XX y fue sustituido por efectos de autoría con los que poco tiene que ver el lavado emocional de esa ropa sucia que, según reza el dicho, debe llevarse a cabo en la mesurada privacidad del hogar. Así las cosas, no es del todo extraño que en los más diversos cursos de escritura “profesional” se abogue por establecer una distancia, descrita invariablemente como elegante, entre la experiencia personal y la experiencia propia de la escritura. Lo he dicho yo misma en varias ocasiones, a menudo a la menor provocación: la escritura no es un medio de expresión (de algo sabido o investigado o resuelto), sino una práctica de producción, preferiblemente de un universo, y preferiblemente de un universo profundamente personal. Y en la incorporación de esa última palabra, del adjetivo personal, se deduce luego entonces que el asunto, este asunto de una escritura que dé cuenta de uno mismo, es de suyo paradójico.
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Peter Sloterdijk, por ejemplo, recurre al concepto de la escritura nerviosa (una escritura marcada por tatuajes emocionales, también conocidos como engramas, que “ninguna educación es capaz de cubrir del todo y ninguna conversación logra esconder del todo”) para argumentar, apoyándose en la célebre cita de Paul Celan, que “la poesía no se impone, se expone”. Y el exponerse, al menos en el caso del Sloterdijk que escribió esa lección de Frankfurt que responde al título de La vida tatuada, ciertamente involucra el gesto de autodesnudamiento que pone en juego el tatuaje original y que es, desde un inicio, “un gesto de apertura, una victoria sobre la asfixia, un paso hacia delante, un exhibirse, un manifestarse y darse a oír, un sacrificio de la intimidad en aras de la publicidad, una renuncia a la noche y niebla de la privacidad en beneficio de una ilustración bajo un cielo común”. En el arte, continúa Sloterdijk, primero es el testimonio (la expresión) y luego la creación (la producción) puesto que, de otra manera, es decir, sin ese tatuaje primigenio que pone en movimiento al lenguaje, que con-mociona al lenguaje, el arte sólo “será ejemplo de transmisión de una miseria brillante”, es decir, una impostura. Después de todo, la poesía se expone, y en esto no podría estar más de acuerdo con Sloterdijk, para renovar un compromiso contra “la falsa sublimidad”, y se expone “contra los enteradillos de arriba, contra la autocomplacencia, contra el esteticismo, contra las señoras y señores de la cultura y contra esa cultura periodística, con todas sus posesiones y reglas de medir”.
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Un filósofo de ascendencia tan distinta como Michael Onfray parece estar abogando por algo parecido cuando decidió concluir su Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar, con una coda de título “Por una novela autobiográfica”. Sirviéndose de la obra de Luciano de Samóstata, el filósofo que guerrea contra los dogmáticos a fuerza de sarcasmo, Onfray trae a colación dos lecciones, a saber, que “los filósofos manifiestan un talento verdadero para construir mundos extraordinarios, pero inhabitables” y que “los filósofos enseñan unas virtudes que se cuidan mucho de practicar. Venden morales que se reconocen incapaces de activar”. De ahí que el pensador francés declare sin ambages que “una existencia debe producir una obra exactamente igual como, a su vez, una obra debe generar una existencia”. Dar cuenta de uno mismo en este caso no constituye un acto superfluo de exhibición personal, sino una estrategia retórica y moral que liga, diríase que de manera indisoluble, la idea profesada y la vida vivida. “La lección que podemos retener de los doxógrafos antiguos sigue siendo importante”, argumenta Onfray, “cuando la vida y la obra funcionan como el anverso y el reverso de la misma medalla, cuando, de manera fractal, cada detalle informa sobre la naturaleza del todo, cuando una anécdota recapitula toda una trayectoria, cuando la vida filosófica necesita, y hasta exige, la novela autobiográfica, cuando una obra presenta interés solamente si produce efectos en lo real inmediato, visible y reparable”.
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Porque, ¿quién, de verdad, puede conmoverse, es decir, conmocionarse, por la lectura de un libro elaborado dentro de la esfera de la así llamada Distancia Elegante? Y si no es para conmocionarme, es decir, para conminarme al movimiento, esto es, para afectar mi vida en lo inmediato y en lo visible, entonces ¿para qué leer?

lunes, abril 07, 2008

Al fin, todos millonarios



Diario Milenio-México (07/04/08)
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Por más que la ficción otorgue auspiciosas licencias al embustero, nadie creería una historia que comenzara así: “Había una vez un país donde los precios subían el 700 % diario…”
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1 Entre el papel moneda y el papelón
Cuando la gente apela al sentido común, suele olvidar que es un órgano elástico. Cada vez que la realidad extiende sus fronteras y posibilidades con la arbitrariedad que le caracteriza, el sentido común hace milagros para seguir creyendo que la engloba. Vayamos a los hechos: hace unos días que circula por el mundo la imagen de un billete de cincuenta millones de dólares, expedido por el Reserve Bank Of Zimbabwe. Lo más interesante del documento no es lo mucho, sino lo poco o nada que se puede comprar con él, pues su valor con trabajos rebasa el de un dólar americano. Ante esta situación, el gobierno de Robert Mugabe reconoce niveles de inflación lindantes con el cien mil por ciento, si bien se sabe que rebasa el doscientos cincuenta mil. Es decir que lo que hace un año costaba un ya de por sí pobre dólar de Zimbabwe, se vende ahora por dos mil quinientos —de cualquier forma escasos, frente a un desempleo del 80 %— y esto Mugabe lo ha venido resolviendo con la desaforada impresión de más y más dinero.
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Habemos quienes todavía creemos que la realidad puede modificarse desde una humilde imprenta, si bien no necesariamente para mejorarla. Imprimir todos esos millones de billetes que seis meses después valdrán menos de una milésima parte significa extender brutalmente las dimensiones del sentido común, en particular para quienes deben salir a la calle con costales de billetes para ir comprar frutas al mercado, y luego hacer los cálculos astronómicos indispensables para establecer cada equivalencia, con el riesgo de que en esos minutos el precio del producto suba al doble o el triple. Negocio incalculable para quienes controlan a capricho la cotización oficial del dólar de Zimbabwe, allí donde hasta el más barato de los automóviles se cotiza en millones de millones de dólares locales. Para quien vive en esas circunstancias, el sentido común se va transfigurando hasta tomar la forma de un adefesio, pues nadie en sus cabales conseguiría creer, desde otra latitud, lo que para uno es moneda corriente. Valga la metáfora.
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2 Los llamaban panchólares
Tal vez lo más extraño del sentido común sometido a las vejaciones de la realidad sea su insólita capacidad de recuperación. Al cabo de diez años, campea ya un amnesia colectiva en torno a aquellos tiempos en los que casi todo pasó a no valer nada. A la moneda se le restan ceros, la otrora clase media acomodada se acomoda en la clase media baja, mientras otros se van directo al sótano. No es raro entonces dar con profesionistas metidos a marchantes callejeros, así como ladrones de gallinas transformados en líderes de masas. Todo lo cual es muy estimulante para quien se dedica a hacer ficción, pues por lo visto sólo desde allí se vuelve indispensable la precisión de ciertos recuerdos, pero el esfuerzo nos presenta toda suerte de retos aritméticos. No quiero imaginar la cantidad de líneas que un narrador de Zimbabwe deberá emplear, de aquí a unos pocos años, para explicar el sueldo de sus personajes en diversos momentos de un año con inflación de un cuarto de millón porcentual.
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Quisiera uno que las historias se explicaran solas. La sola idea de recurrir constantemente al pie de página para que acaben de cuadrar las cuentas parece abominable. Sería preferible, para el caso, narrar de un modo lo bastante hiperbólico para que nada cuadrara con nada, que es lo que le sucede a la realidad en ciertas épocas, pero no puede uno darse ese lujo. Así como los gobernantes realizan malabares inenarrables para dar apariencia de orden al caos, quien pretende contar la historia de una cierta realidad caótica tiene que hallarle, o en su caso imponerle, un orden y un sentido. Si, por ejemplo, la acción transcurre en México hace quince años, tarde o temprano narrador y lector deberán hacer suyo el sentido común del lugar y la época, según el cual medio millón de pesos no alcanzaba para maldita la cosa.
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¿Qué significa “maldita la cosa”? He ahí los estragos de la realidad en la piel del sentido común. Cada vez que la realidad se torna inexplicable, los expertos se aferran a las cifras para ponerla en claro. Pero esas cifras son como tarjetas telefónicas, que se acumulan una encima de otra sin que, tiempo después, sepamos cuáles son las que aún sirven, aunque al fin todas vayan a caducar. Escribe uno “maldita la cosa” para suplir con una interjección el recuerdo impreciso de los años caóticos. De ahí a dejar atrás el papel moneda y volver a las épocas del trueque ya no hay mucha distancia. Si la historia que cuento pertenece a esas épocas, vale más convertir los precios a hamburguesas, litros de gasolina, boletos para el cine, lo que más dé confianza, una vez que los pesos se han devaluado hasta donde podían. Que en ficción equivale a cero punto cero.
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3 Millones son razones
“Nos resignamos al mal tiempo, que es periódico, mas no nos habituamos a los malos gobiernos, que también lo son”, escribió Carlos Drummond de Andrade. Tampoco se acostumbra la gente a no saber lo que vale el dinero, así que una vez idos los tiempos difíciles lo más cómodo es, si se mira hacia allá, recordarlos como los cuentos de hadas de la infancia. Cosas que en una de éstas jamás pasaron (contribuirán así, al relatarse, a hacer que el tiempo viejo parezca aún más viejo y su recuento menos acreditable). ¿A quién va a acomodarle no saber cuánto valen los papeles que trae en la cartera, ya sean éstos escasos o abundantes? Tal vez el peor error de Robert Mugabe no fuera regatearle el respeto a sus expertos, y de paso al total de sus ciudadanos, sino perdérselo de plano al dinero. Vanidoso como es, el sentido común no perdona tamaña felonía. Cuando esa realidad pierda vigencia, procederá a enterrarla bajo un práctico monte de olvido. A ver, al fin, quién era más elástico.