jueves, febrero 28, 2008

Querido blog IV (o una conversación donde un hombre escribe para no perder la costumbre).

28 de febrero de 2008, 11:30 pm
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Finalizar una etapa para quedar luego a la deriva. Seguir la rutina de la vida y no encontrar el sentido de ella. La vida como un libro que se toma por obligación o por no dejar, luego cambiar de páginas sin entender nada, en automático. Así párrafo tras párrafo, página tras página. Después el olvido, la mala costumbre de responder: bien muy bien, a la pregunta: ¿cómo estás? Cuando en realidad quisieras contestar que no estás, que no quieres estar.
Entonces mejor tomar un libro, perderse en los paisajes y vivir, para olvidar que uno anda caminando por la vida como extraviado o inanimado.

Mis nudos



Diario Milenio-Puebla (28/02/08)

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Hoy estaré en la feria del libro de Palacio de Minería que organiza cada año, desde hace más de veinticinco, la Universidad Nacional Autónoma de México. Esta vez, la feria del libro está dedicada al estado de Zacatecas y es por eso que me han invitado a presentar el pequeño librito que me editó la Universidad de las Américas y que lleva por título Nudos, como un sencillo homenaje a R.D. Laing, quien contribuyó a formar un nuevo pensamiento y una nueva concepción de la locura en la cultura occidental.
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No es tanto de la presentación de lo que quiero hablar en esta nota, sino de R. D. Laing (no deja de sorprenderme su fecha de nacimiento: 7 de octubre de 1927, una fecha maravillosa para llegar al mundo). A Laing lo descubrí a finales de los setenta.

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Lo leí con atención, con asombro y con mucho interés al igual que a David Cooper y a Franca y a Franco Basaglia. Todos ellos lograron elevar a una categoría distinta la concepción que se tenía de la locura. Me siguen sorprendiendo los locos, los verdaderos, los que han sido “víctimas de su imaginación” como decía André Breton.

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He visto de nuevo, recientemente, la maravillosa película de Milos Forman Atrapado sin salida, cuyo tema es la institución manicomial. Ahí actúa magistralmente Jack Nicholson. Es una película que me marcó para toda la vida.
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Leer a los antipsiquiatras me ha ayudado a entender la vida, por lo menos eso creo. He entendido tantas cosas…. Muchas. Ahora entonces hablo de mis Nudos porque el libro tiene un epígrafe de Ronald David Laing, el poema “Knots”, que a continuación transcribo: "No me aprecio a mí mismo./ No puedo apreciar a nadie que me aprecie./ Sólo puedo apreciar al que no me aprecia./ Aprecio a Jack, / porque no me aprecia./ Desprecio a Tom/ porque no me desprecia./ Sólo una persona despreciable/ puede apreciar a alguien/ tan despreciable como yo./ No puedo querer a nadie/ a quien yo desprecie./ Como quiero a Jack./ No puedo creer que él me quiera./ ¿Cómo puede demostrármelo?" Según Laing, los nudos son los que se van formando en la persona a través de las generaciones: los Nudos se van haciendo poco a poco hasta moldear el carácter. Y los Nudos son los que finalmente conducen a la angustia y a la locura, a la ansiedad.
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R. D. Laing es –se podría decir– un filósofo existencialista que se preocupó (y trató de explicárselo) por el fenómeno de la psicosis.
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¿Qué es lo que hace que la gente sufra y no pueda visualizar una solución a sus problemas? La respuesta aún está por encontrarse. Los Nudos que he tratado de atar en este libro que se presenta en Minería se han basado en las propuestas que para la vida tiene R. D. Laing. Finalmente el lector tiene la última palabra, yo sólo los invito a la presentación con los comentarios de Guillermo Samperio y Yussel Dardón.

martes, febrero 26, 2008

Escritura como escultura



Diario Milenio-México (26/02/08)
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Hacia el final de Wittgenstein’s Mistress, la novela que le ha ganado fama de experimental al autor norteamericano David Markson, la principal y única protagonista opta por escribir un relato completamente autobiográfico en lugar de una novela, argumentando que sólo los que tienen pocas cosas que decir se quedarían con la segunda opción. Se trata, claro está, del momento en que la novela se vuelve y se ve la cara a sí misma: es el momento, pues, en que la novela se expone y, también, el momento en que se burla de sí. Las dos cosas a la vez. Sin embargo, la novela da inicio con una referencia explícita al hecho de que Kate, en efecto, escribe. “En el comienzo, algunas veces dejaba mensajes en la calle”, asegura. Luego también asegura que dejó de escribirlos. Y, entre una cosa y otra, escribió sobre la arena e, incluso, intentó escribir en griego: “Bueno, en lo que parecía ser griego, aunque sólo lo estaba inventando.// Lo que escribía eran mensajes, a decir verdad, como los que a veces escribía en la calle.// Alguien vive en esta playa, diría el mensaje.// Obviamente para entonces no importaba que los mensajes sólo eran una escritura inventada que nadie podía leer”.
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Su relación problemática con esa escritura que nadie entiende o que se desdibuja constantemente de entre la arena no se resuelve sino hasta que Kate empieza a pulsar las teclas de una máquina de escribir. En el mundo post-humano de Kate, escribir es, sobre todo, mecanografiar. Porque ese y no otro es el verbo que utiliza una y otra vez para describir lo que hace sin cesar, sin descanso, sin tregua alguna. Kate mecanografía. Esta diferencia entre escribir —la actividad creativa que una visión romántica puede asociar a actos de inspiración y genio— y mecanografiar —la actividad mecánica que involucra una relación específica entre el cuerpo y la tecnología, y la cual no es posible ni reducir ni agrandar con romanticismo alguno— no es de manera alguna gratuita. Kate, la mecanógrafa extrema, está registrando procesos mentales a través de los cuales intenta, como el Wittgenstein del Tractatus, sanar al lenguaje de su enfermedad propia: la imprecisión, que bien podría ser otra manera de llamar a sus significados. No por azar, luego entonces, Kate corrige su escritura en numerosas ocasiones (tiempos verbales, por ejemplo, o verbos correctos), anunciando en cada una de ellas que: “el lenguaje de uno es frecuentemente impreciso, eso he descubierto”. Pero la mecanógrafa extrema no sólo corrige: también está a cargo de producir una realidad que es una realidad textual, tanto para la narradora como para el lector, a través de la cual su vida en un mundo en que posiblemente no haya nadie más pareciera, al fin, soportable.
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Para corregir o para volver más precisas sus propias oraciones, Kate se da a la tarea de cambiar sus elementos, ya sea quitándolos de ahí o ya sea añadiendo otros nuevos. De ahí que en una novela plagada de referencias culturales y artísticas, no sea del todo anodino que la narradora plantee de manera explícita la diferencia entre el proceso de creación de una escultura y el de una pintura. “La escultura”, escribe, “es el arte de quitar el material superfluo, alguna vez dijo Miguel Ángel.// También dijo, por el contrario, que la pintura es el arte de añadir cosas”. David Markson ha creado, a través de Kate, a una escritora que, siendo una mecanógrafa, trabaja con el método de una escultora. En Wittengstein’s Mistress ha desaparecido, en efecto, todo lo superfluo: nociones convencionales de lo que es, por ejemplo, una anécdota, la construcción de un personaje, el concepto de desarrollo e, incluso, la producción de un final. En la novela ha permanecido lo que permanece: la ruina y la pregunta acerca de lo que ésta significa. Pero la novela también es escultural por el cuidado casi físico con el que están hechas todas y cada una de sus líneas. Y hacer, aquí, es el verbo preciso. La sintaxis que encarna la soledad de Kate, ese eco de extrañeza que, sin embargo, permite todavía su legibilidad, es producto de un trabajo constante y, en ocasiones, violento, con y contra el lenguaje. Ahí, detrás de todo eso, hay un escritor que utiliza la tecla como un cincel. Ahí hay alguien que toca las palabras, sin duda. En este sentido, en el sentido en que el novelista utiliza los métodos de trabajo de un escultor, esta novela apropiadamente escultural es, por lo mismo, una escritura colindante.
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Kate es una mujer, he escrito eso varias veces. Pero en un mundo post-humano tal aseveración debiera producir más ansiedad que alivio. ¿Tiene sentido, en un globo terráqueo sin nadie, la distinción entre mujeres y hombres? Las profusas referencias de Kate respecto a su propio cuerpo contribuyen a ampliar el alcance de estas preguntas más que a resolverlas. Muy pronto en el relato, Kate se enfrenta a la indeterminación de su edad. Podría tener 50, en efecto, sus manos así se lo indican con manchas y arrugas, pero todavía menstrua (y la aparición de la menstruación en ocasiones le sirve para llevar cierta cuenta del tiempo). Podría reaccionar de otras maneras ante, por ejemplo, un accidente en que se rompe el tobillo, o que al menos le produce un esguince, pero las hormonas (no es necesario decir que son femeninas, se entiende). En todos y cada uno de estas escenas se trasluce y se borra, se afirma y se cuestiona, la identidad de género. Pero el hecho, sin embargo, importa. Dice Kate en más de una ocasión: “No hay naturalmente nada en la Iliada, o en ninguna otra obra, acerca de alguien que menstrúe.// O en la Odisea. Así, sin duda alguna, una mujer no escribió eso después de todo.” Todo parece indicar que, aún en un mundo sin hombres y sin mujeres, ser mujer o no, importa. E importa por la simple o complicada razón de que aún ese mundo post-humano habitado sólo por Kate y la historia natural de su cultura, Kate tiene cuerpo y produce memoria.

lunes, febrero 25, 2008

La sombra de los versos



Diario Milenio-México (25/02/08)
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Snif, te lo prohíbo
Contra lo que acostumbran pensar los puritanos, no son las libertades aquellas señoritas que nos conducen al libertinaje, sino las prohibiciones. Cachondas varias de ellas, cómo no. No en balde asegura Georges Bataille que al cabo toda forma de erotismo se origina en los interdictos. Romperlos, desafiarlos, pretender fatuamente que se los ignora, ocasiona un placer que remunera con creces al infractor. “Soy una perra”, jadea la beata de cara al espejo y allá van cuesta abajo tantos días y noches invertidos en manosear rosarios. Se acusa a los pornógrafos de hacer dinero indigno a costillas de los humanos apetitos, y puede que lo suyo no sea exactamente digno del mayor encomio, pero hay que ver también el tremendo negocio que es prohibir.
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Quien prohibe no precisa hacer más inversión que unas cuantas coartadas retorcidas a modo para inventarse un pasadizo virtual entre el paternalismo autoritario y el bien común. “Es por tu bien”, decían los mayores cuando nuestro criterio de niños no alcanzaba para leer cabalmente la brújula de la propia convenencia. ¿Cómo es que, ya crecidos, podemos tolerar que otros vengan a hablarnos en el nombre de nuestro santo bien, asumiendo y forzándonos a asumir nuestra inapelable y quien sabe si ya definitiva minoría de edad? Si me diera por hablar a los prohibicionistas en nombre de su bien y su salud mental, empezaría por exigirles que empezaran dejando en paz a los míos. El hecho de que no consuma pornografía, ni realice propaganda política independiente, ni consuma tabaco en sitio alguno, difícilmente les da derecho alguno de prohibírmelo. Porque claro, prohibir es placentero, otorga sensaciones de poder equiparables a las que experimenta el cocainómano recién servido, y por supuesto causa adicción.
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El complejo rabioso
No obstante el clima de prohibicionismo que privaba en los años infantiles, recuerdo con simpática extrañeza que mis padres jamás me prohibieron fumar. “Dos cajetillas de Raleigh con filtro”, le pedía ciertos sábados al hombre de la tienda, quien mientras me cobraba se entretenía tachándome de escuincle vicioso. Acto seguido y sin darle respuesta, corría de regreso a la casa a entregarle a mi padre sus cajetillas y su cambio. De manera que nunca se me antojó, me parecía sosa, incomprensible esa manía de jalar y echar humo por la boca, y todavía más raro el sex-appeal que aquel acto tenía entre mis compañeros del colegio. Ahora bien, si al principio miraba a los fumetas con el respeto que inspira la osadía del villanuelo, luego me fui enseñando a mirarlos con cierta conmiseración. Me parecían ya demasiado infantiles, desde que se esforzaban por sentirse adultos y con trabajos parecían enanos; aunque eran preferibles a las cucarachas lambisconas que los delataban: “¡Profesor: Zutanito está fumando en el baño!”
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La prohibición no es sólo de quien la impone. Hay una voluntad de apropiación palpitando en lo oscuro de cada pobre diablo urgido de un gajito de poder. Una tendencia no menos adictiva que la experimentada por el prohibicionista, y además contagiosa como la rabia. ¿No es acaso con rabia que el ciudadano equis se injerta en policía transitoriamente para llamarnos la atención y tratar de forzarnos a cumplir con cierta norma estricta que pasamos por alto? ¿Quién no conoce a alguno de esos oficiosos ortopedistas de la conducta ajena, para quienes las nuevas prohibiciones son oportunidades de desplegar complejos de inferioridad resueltos a la usanza de Narciso? Hay que ver la fachita vanidosa que se cargan los hijos de vecino acomplejados cuando intentan prohibirnos una cierta conducta personal y ya nos amenazan con denunciarnos.
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Mi padre no come alfalfa
El problema con los prohibicionistas del tabaco no está en que, según dicen, un fumador activo se entregue a perpetrar la infamia de convertir a quienes le rodean —aún con su consentimiento— en fumadores pasivos, sino en la aberración de aceptar al prohibicionista y sus esbirros como prolongaciones de nuestros padres durante la vida adulta. Empeño que a la larga será inútil, aunque no improductivo para quienes se encargan de aplicar por ahora esas leyes, y en tanto administrar una nueva y jugosa fuente de ingresos. ¿Cuántos bares permanecen abiertos únicamente gracias al oportuno pago de sobornos a tantos funcionarios chantajistas? Imagino una escena doblemente asquerosa: el inspector chantajea al dueño del tugurio por no haber delatado a un fumador, mientras tres parroquianos exigen, de manera espontánea y coincidente, que se aplique la ley con todo su rigor.
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Somos legión quienes recordamos a nuestro padre soltando bocanadas de humo en la sobremesa, sin que nadie pelara los ojos por ello. No creo que en todas esas ocasiones —el coche, un restaurante, la sala de la casa— me causara algún daño irreversible, si bien me tranquiliza que hace más de veinte años no haya vuelto a prender uno de esos Raleigh de mierda, ni de otros. Mas si al aire viciado hay que referirse, cualquier ciclista o motociclista —heavy users del aire contaminado— podría corroborar la porquería de oxígeno que diariamente respiramos. Un problema que los prohibicionistas preferirían resolver, en un futuro próximo, multando a quien camine por la calle sin el debido tapabocas.
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El mero ejercicio de prohibirle cualquier cosa a los vecinos, amenazarlos, llamar a la patrulla, señalarlos, otorga al miserable alguna sensación de libertad, pero lo cierto es que nada molesta más a los prohibicionistas que cualquier forma de libertad ajena, a la cual rebautizan como libertinaje para hacer de ella un arma arrojadiza, y en tanto una palanca para el chantaje y la sumisión forzada. No tendría que sorprender a casi nadie advertir que entre los prohibicionistas menudean quienes admiran y ensalzan a los regímenes totalitarios, donde sin duda más en casa se sienten, ni que halaguen y emulen a sus caudillos. Su negocio es prohibir, su lugar quiere ser el de nuestros padres, y eventualmente el de nuestros padrotes. ¿Quién, por favor, le explica a estos celosos caballeros que no están con sus hijos, ni con sus putas?

domingo, febrero 24, 2008

Querido blog III (o una conversación donde un hombre intenta pasar revista a algunos recuerdos de su vida por motivo de su cumpleaños número 23).

Para Alma Flores Becerra, por tu lejanía agringada.
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23 de febrero de 2008, 10:43 pm
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La noche es fresca, cálida. Ya se han ido los vientos fríos, según yo. Al menos no tengo frío, ya es ganancia. Ha sido un día de descanso y lectura. Por fin termine de leer En busca de Klingsor del amigo Jorge Volpi, quizá con el que menos trato de los escritores de la generación del Crack, pero lo poco que he platicado con él me da por creerlo, al menos de mi parte siempre va a tener un afecto sincero. Sin duda, esta novela es portentosa. Está construida y sostenida bajo una frase dicha por Epimenides: Todos los cretenses son mentirosos. Esta frase va cambiando, por lo cual se convierte en la tesis de la novela. El escritor intenta jugar con esta idea y que a lo largo de la novela ira cambiando para decir: Todos los hombres mienten, o dicho por uno de sus personajes: Todos los científicos mienten. Es una novela que tiene como fin buscar la verdad: ¿existe o no un tal Klingsor y si existió, realmente fue el consejero más cercano que tuvo Hitler?, y por lo tanto evadir la mentira, pero si todos los hombres son o pueden ser mentirosos, la verdad se antoja como una empresa difícil de conseguir. El final, no puede ser mejor: la duda, la incertidumbre, dejando puerta abierta a la intuición personal. Porque la vida es eso: una incertidumbre.
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Antes de empezar a escribir, estaba buscando la mejor forma de hacerlo. No encontraba el camino de cómo tratar a esta hoja, Pitol, el único e inigualable me abrió la puerta. Sólo basto con abrir El arte de la fuga para encontrar algún ejemplo de ello. He tenido la oportunidad de convivir con Sergio Pitol y aún sigo sin poder olvidar cada momento, lo tengo guardado con una precisión fotográfica. Ojalá pudiera tener nuevamente la oportunidad de compartir el pan y la sal con él.
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Al Klingsor de Volpi le antecedió el Morelos, morir es nada de Pedro Ángel. Es cierto es una gran novela, con mayor facilidad o menos riesgo de perderse, pues a diferencia de Zapata, Morelos no es casi inexistente en cuanto a registros de su vida. Con esta novela compruebo una vez más la tesis que siempre he tenido sobre su forma de escribir, cuando utiliza una voz femenina para narrar, sin duda, lo hace mejor, con mayor soltura y libertad. Morelos como Zapata tienen un hilo conductor interesante en su narración: se conserva un mismo estilo, cambiando únicamente la perspectiva desde la que se es contada la historia. Con Morelos existe un testigo casi presencial, mientras que Zapata es un narrador omnisciente quien nos va contando todo, nunca estuvo ahí, sin embargo lo sabe todo. Yo me aventuro a concluir algo a todos los detractores del Zapata de Palou, esta novela fue narrada de tal forma por una razón: el narrador de la historia somos todos y nadie a la vez, todos tenemos en la mente un Zapata y creemos que dicha imagen es verdadera, única. En cambio, Morelos era necesario recurrir a un testigo, alguien que supiera lo que ignoramos. Nada se hace porque sí, siempre hay una razón y un por qué. Total si me equívoco en esta idea, es sólo eso, y me pertenece, nadie tiene porque adueñarse de ella, ni tomarla como una certeza absoluta, porque en la vida no hay certezas, hay suposiciones.
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El pasado jueves cumplí 23 años y quisiera regresar a mi infancia, hay tantas cosas que no pude vivir como me hubiera gustado. Uno aprende a madurar con camisa de fuerzas. A nadie le piden una opinión acerca del futuro que esperamos tener o si nos la piden, la echan por la borda. Uno es lo que puede ser, más no lo que quiere ser. Mentira que uno trace su propio porvenir. Más bien uno dibuja con la mayor precisión posible, pero nunca falta el chico malvado que nos mueve la mano para errar nuestro trazo, y tampoco sobra la niña coquetona que nos roba la concentración y al regresar no sabemos cómo continuar y si lo llegamos a hacer nunca será igual que la primera vez. Las circunstancias siempre vendrán a mover un probable plan. Uno crece siempre con carencias, infelicidades, disgustos, traumas. Unos aprenden a vivir a pesar de ellos, otros con ellos y otros intentan enfrentarlos, se vuelven escritores y acaban peor de cómo estaban: con más dudas, con más penas, con más dolores y con menos tiempo para convivir con el resto de los “normales”. Entre esos dolores, están los provocados por la muerte. Esa maldita puta mujer vestida de negro, tan pinche elegante y tan cabronamente ojete. Hace ya cerca de 7 años que perdía a la abuela paterna y ocho que perdía a la materna. Y cada día que me paro, pienso que fue apenas ayer. Es curiosa la vida, las personas se van cuando más las necesitan y están ahí cuando, quizá, probablemente menos te hacen falta. Cambiaría algunos de esos supuestos logros personales por una conversación con alguna de mis abuelas. Tenían tanta paciencia para escucharme y estaba tan seguro de que me entendían, que después de cada plática me sentía tan liviano como una nube.
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La noche de ayer le escribía a Carmen, una ya cómplice nocturna: que madure para olvidar el pasado. Y sin embargo, cada noche me siento como aquel puberto desprotegido que lloraba como perro que no tiene dueño, al saberme sin aquella compañera sapiente que era Salud para mí. Ella al partir, se llevo la mitad de mi sonrisa. Lo que resta de esa mitad se la deje a las amistades, por cruel que suene, pero la muerte de Salud me enseño que encariñarse con gente demasiado grande es aventarse a un abismo sin retorno, que sólo promete dolor y lagrimas. Pero por muy contradictorio que parezca en el banco de lágrimas hay un gran respaldo que se acabará seguramente cuando le toque su turno a mi Padrino Agustín, y otro tanto a ese gran personaje que decidí adoptar como mi abuelo sentimental: Sergio Pitol, nunca tuve la oportunidad de conocer a los míos, pero me los imagino como él.
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Son las doce de la noche, las cero horas, ni sábado ni domingo. El punto intermedio. La unión de las partes, y yo quisiera escribir que tengo mi otra parte. Pero no tengo nada. Son ya tres años de saberme solo. Tengo dos problemas: la timidez y mi gran defecto de ser tremendamente enamoradizo. Me gustan muchas a la vez, pero el miedo al fracaso no me permite concretar alguna de las posibilidades. Tal vez, inconscientemente esté apostando por una soledad eterna, sólo espero que no sean 100 años.
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Escribo porque es lo mejor que creo hacer. Leo porque la vida no me trae tantas satisfacciones como las que encuentro con cada libro. Siempre se escribe por o para alguien, o ambas. Mi por se llama Verónica Estay, la primera que me enseño el camino y me dio la capacidad de confiar en mí, mi para es tan prostituto, porque siempre será para la mujer en turno. Y todo intento de escritor, busca tener cómplices, al menos es lo ideal, yo tengo varios cercanos: Israel, Carmen, Leo como cercanos y pares; como lectores: Jenny, Abigail, Padua como las siempre constantes, y como los guías: Roberto Martínez, Pedro Ángel Palou, Ignacio Padilla y Jorge Volpi. Hay más, muchos más, pero el grosso modo, exige precisión.