sábado, febrero 23, 2008

Bajo el Sol (Diario e-consulta Puebla 21/02/87)

Actualidad de Epicuro
Por Roberto Martínez Garcilazo

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Despreciable es
laVida pasada en
Servidumbre…
Lucrecio, La naturaleza
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Agobiados por la vulgaridad de la disputa pecuniaria de los políticos profesionales buscamos refugio en los autores imperecederos. Zafiedad, torpeza, arrogancia y ambición de los primeros; elegancia, discreción, sabiduría y austeridad de los segundos.
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Tito Lucrecio Caro y Epicuro, su maestro, son lo que hoy me ocupan y comparto.
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Según San Jerónimo, Lucrecio padeció ataques de demencia producidos por un filtro que le dio una mujer celosa y en sus intervalos lúcidos escribió algunos libros. Agrega el santo que el poeta terminó su vida por el suicidio. Uno de sus libros, supuestamente concebido y ejecutado en el benigno paréntesis del influjo de un maligno filtro de amor es La Naturaleza de las cosas. Marchena en el introductorio (Hernando y Compañía. Madrid 1918) escribió que:
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Vive Lucrecio en los años de la terrible agonía de la república; desde el principio de las luchas entre Mario y Sila hasta la muerte del sedicioso Clodio, período de grandes calamidades para Roma, en que las guerras civiles desatan todas las ambiciones, todas las codicias, saciadas con la sangre o el destierro de millares de ciudadanos de los más ilustres; período de corrupción política y moral, de desdichas públicas y privadas, del que fue testigo y acaso víctima el autor del poema La Naturaleza. (…) Sin ambición y sin amor, que detestaba, sin creencias religiosas, que aborrecía, no podía encontrar Lucrecio, dentro de aquella sociedad descreída otro aliciente a la vida que el ofrecido por la filosofía del deleite, llamada así la de Epicuro, y no con verdadera propiedad, porque si se encaminaba a encontrar el reposo, la quietud del alma y del cuerpo por una especie de muerte prematura, por el alejamiento de cuanto pudiera causar malestar en el cuerpo y el alma, no faltó quien la interpretase en el sentido de sistema, que permitía y aun ordenaba la satisfacción de los placeres mundanos.
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Lea el lector este fragmento de La Naturaleza de Lucrecio:
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Pero nada hay más grato que ser dueño
De los templos excelsos, guarnecidos
Por el saber tranquilo de los sabios,
Desde do puedas distinguir a otros
Y ver cómo confusos se extravían
Y buscan el camino de la vida.
Vagabundos, debaten por nobleza,
Se disputan la palma del ingenio,
Y de noche y de día no sosiegan
Por oro amontonar y ser tiranos.
¡Oh míseros humanos pensamientos!
¡Oh pechos ciegos! ¡Entre qué tinieblas
Y a qué peligros exponéis la vida
Tan rápida, tan tenue! ¿Por ventura
No oís el grito de naturaleza,
Que alejando del cuerpo los dolores,
De grata sensación el alma cerca,
Librándola de miedo y de cuidado?
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Su maestro, Epicuro de Samos, veinticuatro siglos después de ocurrido su efímero esplendor físico, sigue, hoy, vigente.
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Epicuro el filosofo del jardín, el maestro de Lucrecio –De rerum natura-, el que enseña que el placer es el bien supremo de la vida –el placer intelectual que no el concupiscente sensual que desasosiega las almas, destruye los cuerpos y perturba la paz de la convivencia en la polis-, el que declara que la felicidad verdadera es la serenidad que es fruto del vencimiento del miedo y de la incertidumbre del futuro, el que sostiene que el fin de la filosofía es la terapéutica de los temores del hombre que alcanzar debe mediante la reflexión la soberanía personal en el terreno mundo.
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Epicuro, el que descubrió que no hay alma teóricamente posible sin cuerpo. El atomista que postuló la existencia de un universo infinito y eterno. El de las virtudes éticas cardinales: justicia, prudencia y equilibrio –del placer y el sufrimiento. El hedonista del autodominio, la moderación y el desapego. El fisiólogo de la decisión moral que propuso la libertad de la voluntad a partir de la especulación teórica de la trayectoria impredecible de los átomos.
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El que construyó la imagen de la separación inconexa de los mundos de los dioses –seres perfectos y felices- y de los hombres –criaturas imperfectas avasalladas por el sufrimiento-. Leamos lo que sigue. De Lucrecio:
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Pues la naturaleza de los dioses
Debe gozar pos sí con paz profunda
De la inmortalidad; muy apartados
De los tumultos de la vida humana,
Sin dolor, sin peligro, enriquecidos
Por sí mismos, en nada dependientes
De nosotros; ni acciones virtuosas
Ni el enojo y la cólera les mueven.
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Epicuro el jardinero hedonista que construye con proposiciones y actos libres felicidad del hombre que piensa, que intelige, que lee el mundo y lo interpreta y modifica. Del hombre que por este medio alcanza la autarquía y la serenidad.
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Epicuro, el boticario metafísico que en sus lógicos alambiques compuso el tetrafármaco para curar el alma del hombre. Luchar y vencer los cuatro rostros del miedo (los dioses, la muerte, el dolor y el fracaso) es la vía de la libertad en autonomía moral. Dentro del cuarto de los miedos está el fracaso del hombre agobiado por el peso de la vulgaridad del mundo creado por el plutócrata sandía y voraz.
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Termino y cito, en gratuidad, los primeros versos de La Naturaleza:
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Engendradora del pueblo romano,
Placer de hombres y dioses, alma Venus:
Debajo de la bóveda del cielo,
Por do miran los astros resbalando,
Haces ploblado el mar, que lleva naves,
Y las tierras fructíferas fecundas,
Por ti todo animal es concebido
Y la lumbre del sol abre sus ojos…

23

(Tomando prestada una costumbre que suele tener Pedro Ángel Palou, este poema o intento de ello, como conmemoración de mi cumpelaños 23).

1
Estar parado en un abismo inmerso
de soledad y recuerdos
que carcomen el presente
y no saber a dónde ir
ni cómo hacerlo.
-
Y no hay Virgilio que puedan guiarme
pero el camino correcto es aquél
dicen
pero nunca explican cómo se llega
ni para qué hacerlo
al cabo llego con satisfacción
para después llorar como un niño
al que le han pegado y no sabe por qué.
-
Hace tiempo que perdí el sentido
del tiempo, de la vida.
Ayer me desperté llorando
y hoy amanecí caminando de la mano
de Salud, su cuerpo apestaba
a un mundo desconocido,
y sin embargo, era cálida como la última vez
que me abrazó.
-
Aprender a perder y a sufrir
parece ser el regalo divino.
Vivir de fracasos y de efímeras alegrías
se vuelve el pan de cada día.
Perdonar a los que nos ofenden,
pide la oración,
y a quién se le reclama cuándo uno es abandonado,
cuándo le guardan sus juguetes y le exigen madurar.
-
Es fácil pedir y exigir perdón al otro,
pero nadie quiere otorgarlo
porque el orgullo corroe
y nadie quiere saberse derrotado,
se pierde el gusto y regocijo
de saber que el antagónico fracaso.
--
2
Y la nostalgia
de la infancia y los paseos por ese museo
al lado de ese primo que de repente fue
el hermano mayor que te faltó,
de ese padre que solía acompañarte
buscando conocerte y sin embargo,
siempre hubo una barrera que lo impidió,
de esos amigos que estaban ahí
cuando el mar inundaba mi vida;
me asalta cada noche
para impedir que me olvide.
--
3
Y descubrir la escritura como un mundo alterno
un desahogo
de aquello que nadie alcanzará a entender.
-
Saberse derrotado por esos miedos infantiles.
Las alturas son malas, el aire me puede empujar
de un incontable número de pisos
y entonces caeré al vacío,
cada piso es un fracaso,
sin oportunidad para defenderme,
o quizá una serpiente pueda irse enredado poco a poco
por mi cuerpo
e hipnotizarme con cada uno de mis fracasos
y luego abandonar mi persona que caminará
como zombi por la vida,
tal vez aparezca una mujer que jure amarme
para después partir
dejando a mi corazón cubierto de mierda.
--
4
Mejor abandonarse
y manejar en el carro de lo absurdo
por la carretera de la deriva
a mil por hora
lo más lejano del país del recuerdo
y la ciudad de la nostalgia.
Después cambiar, en algún poblado ,
de identidad
-
-
y comenzar de nuevo.

jueves, febrero 21, 2008

Los artistas e intelectuales ante la mediocridad cultural

Diario Milenio-Puebla (21/02/08)
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Insisto: es un deber de la comunidad intelectual y artística de Puebla (aquí involucro a los trabajadores de la cultura, a todos) el manifestarse en contra de la mediocridad, del abuso y de las mentiras que sigue pretendiendo hacer pasar como verdades el titular de la dependencia.
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Insisto: es un deber de la comunidad intelectual y artística de Puebla (aquí involucro a los trabajadores de la cultura, a todos) el manifestarse en contra de la mediocridad, del abuso y de las mentiras que sigue pretendiendo hacer pasar como verdades el titular de la dependencia.
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Es como un círculo vicioso: nadie se atreve a entregar apoyos sin proyectos. Y no habrá proyectos porque no existe la conducción de una persona que de verdad esté involucrada con la cultura. Al contrario, el titular de la secretaría a la que hago referencia lejos está de entender un ápice el asunto. Para él la propia palabra “cultura” no significa nada.
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Traigo todo esto a colación, muy a mi pesar de haberme prometido no tocar más estos temas, porque una fotografía aparecida en este mismo diario, luego de lo que el secretario de cultura, el Simpatías, llamó su “comparecencia”, me sacudió y me hizo volver a los motivos que había dejado atrás.
-La foto es para el Pulitzer y hay que darle su crédito a Mónica González: un compañero reportero gráfico luce una playera que tiene estampada la leyenda “¡Basta de mamadas!”
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¿Qué secretario de estado, me pregunto, en la historia de las comparecencias –llámese o no de cultura— ha tenido un agravante como éste? “¡Basta de mamadas!”, se observa en la playera en esa foto aparecida el día 15 de los corrientes mientras el Simpatías secretario Montiel mira nervioso hacia otro lado con la apariencia de no poder controlar los párpados que le brincan sin control.
-A todo esto, ¿qué opina nuestra comunidad “intelectual”? Nada, acá no pasan las moscas.
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¿Qué opina ahora el poetastro que escribió que la Dirección de Literatura vivía “atolondrada”? Nada. Fue beneficiario de una bequita. ¿Y los “asesores” actuales del secretario? Ah, los mismos que lo criticaban duramente y que aún con todo no lo bajan de un ágrafo… Nada, no dicen nada.
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¿Y que dice el plagiario comprobado de una “investigación de cuento” (entrego las copias a quien me las pida) que dirige la cultura de la Universidad Iberoamericana y que intentó empujarme –sólo lo intentó, a Dios gracias— durante mi visita a la Filec en el Inaoe? Nada, no dice nada.
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¿Qué hace un fotógrafo de la talla de Raúl Gil rindiéndole pleitesía a quien antes tanto despreció abiertamente? ¿Qué necesidad tiene un pintor de talla internacional, como Gerardo Ramos Brito, sirviéndole en el cargo de subsecretario al gris, al oscuro Simpatías? No lo entiendo. O lo entiendo a medias.
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Ahí quedará esa foto para la historia: “¡Basta de mamadas!” Y ahí quedará el comportamiento de nuestros artistas e intelectuales, que se han vuelto ciegos y sordos ante la mediocridad cultural. Y como decía el cronista de futbol: “No pasa nada/ No pasa nada”.

martes, febrero 19, 2008

Historia natural de la Cultura



Diario Milenio-México (19/02/08)
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¿Y cómo es el mundo después del mundo? ¿Cuáles son, exactamente, nuestras ruinas? ¿Cómo se lidia con el lenguaje cuando no hay nadie, en sentido literal, a quien dirigirlo? El discurso interrumpido, sincopado de Kate, la única protagonista de Wittgenstein’s Mistress, parece proponerse atender, de una u otra manera, a estas preguntas. Las referencias a ciudades paradigmáticas del mundo moderno y posmoderno, así como a sus museos —instituciones culturales dedicadas a la identificación y preservación del patrimonio cultural— son del todo relevantes en este sentido. Kate empieza su relato completamente autobiográfico asegurando que: “En el comienzo, algunas veces dejaba mensajes en la calle.// Alguien está viviendo en el Louvre, ciertos mensajes dirían. O en la Galería Nacional.// Naturalmente sólo podían decir eso cuando estaba en París o en Londres. Alguien está viviendo en el Museo Metropolitano, eso decían cuando vivía todavía en Nueva York.// Nadie vino, por supuesto. Eventualmente desistí de dejar los mensajes”.
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Aunque nunca está del todo segura acerca del tiempo que ha transcurrido entre esa época en que todavía buscaba a algún otro sobreviviente y la etapa en que cesó toda búsqueda (en algún momento aventura la cifra de 10 años), Kate sabe que ha viajado mucho entre un punto y otro del tiempo. Los recorridos de Kate, que van de Turquía (el lugar original de Troya) a París, de Pennsylvania a México, pasando por Madrid o Roma, configuran una suerte de mapa post-humano del globo. El mapa, como todo mapa, no es azaroso, no es una réplica a escala de lo que-está-ahí, sino una selección de deslizamientos que, en el caso de Kate, son sobre todo deslizamientos a lo largo de y en la cultura y sus artefactos. Así es como, con el mundo completamente vacío, con todo estrictamente a su disposición, Kate opta por vivir en museos y, de manera eventual, por vivir de ellos (quemando algunas obras, por ejemplo, para producir calor).
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Como en muchos de sus libros, Markson incorpora en Wittgenstein’s Mistress una plétora de referencias literarias, artísticas y filosóficas que van de la época clásica a los albores de la modernidad. La manera en que trabaja la mente de Kate en la soledad más absoluta, el acertijo de la memoria que entrelaza y, con frecuencia, confunde, evita que tales menciones a las Grandes Obras de Cultura se conviertan en simples evidencias del status quo o en ramplona reafirmación del canon occidental. Kate no sólo confunde (y al confundir cuestiona) con gran facilidad autores y obras (Anna Akmatova, por ejemplo, es un personaje de Ana Karenina), o piezas originales con sus versiones fílmicas (es fácil pasar de Hécuba a Katherine Hepburn, por ejemplo) sino que además, con un gran sentido del humor, se da a la tarea de reapropiarse de narrativas fundacionales de occidente. Tal es el caso de la Iliada. No por casualidad, uno de sus primeros viajes en el mundo post-humano que habita la lleva a Hisarlik, el nombre contemporáneo de la antigua Troya. Y tampoco por casualidad aparecen aquí y allá, una y otra vez, en ocasiones como hilo del relato, aunque más frecuentemente como interrupción al hilo de otro relato, los nombres de Helena, de Aquiles, de Héctor. Así, cuando en las inmediaciones del libro, Kate conjunta a Eurípides, Orestes, Climenestra, Elena, Casandra, y Agamenón, para rehacer la historia de Troya, esta vez alrededor de tópicos como la violación y el secuestro y las relaciones familiares, es imposible no hacer comparaciones, acaso ingratas, con ejercicios similares: la Iliada de Alessandro Baricco salta ahora mismo a la memoria.
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Reversibles y grotescos, necesarios pero abiertos, los artefactos de la gran cultura sin el cual el mundo post-humano de Kate resulta impensable, provocan así más ironía que asombro, más duda y tanteo que validación. Kate, eso queda claro desde el inicio, es una mujer atenta a los eventos de la alta cultura pero tal y como éstos aparecen en los diccionarios y en la cuarta de forros de algunos libros y en la carátula de ciertos discos (si Markson hubiera escrito esta novela una década después, Kate habría sido una gran navegadora de internet, sin duda alguna). En On Creaturely Life, Eric Santner interpreta el concepto de historia natural acuñado por Walter Benjamin de la siguiente manera: “La historia natural, como la entiende Benjamin, apunta así entonces a un elemento fundamental de la vida humana, a saber que las formas simbólicas en y a través de las cuales se estructura la vida pueden vaciarse, perder su vitalidad, romperse en una serie de significantes enigmáticos, “jeroglíficos” que de alguna manera continúan dirigiéndose a nosotros —colocándose bajo nuestra piel psíquica— aunque ya no poseamos la llave de su significado”. En este sentido, en el sentido en que Kate enfrenta a los artefactos de la cultura como formas vacías y enigmáticas que, sin embargo, continúan dándole sentido a lo que piensa y hace y ve, Kate es una especie de Virgilio que nos introduce, no sin grandes dosis de sentido del humor, al terreno de la historia natural de la cultura.

lunes, febrero 18, 2008

Naborita y su petróleo


Diario Milenio-México (18/02/08)
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¿Ahí, madre?
Hay personajes que nacen para la fama no tanto por distintos como por comunes. Por alguna razón, tal vez emparentada con la extraordinaria producción de baquetones que tan singularmente distingue a México, pocos protagonistas han conseguido el éxito atemporal del legendario Gordolfo Gelatino: aquel estupidazo fofo, narcisista y bueno para nada que a toda hora se jactaba de su nunca vista galanura merced a los halagos de su madre, doña Naborita, una Yocasta de entraña machista dedicada en cuerpo y alma a endiosar la supuesta apostura del gordito, al extremo de vender gelatinas y lavar ropa ajena con tal de no estropearle la guapura, que es lo que ambos están seguros que pasaría si el pobre chico —cuarentón evidente— se buscara un trabajo. “Muñecazo”, “Hijazo de mi vidaza”, “Papucho de papuchos”: la sufrida mujer no escatimaba elogios para el baquetón, que a su vez le pagaba por tan flacos favores con la moneda de una vanidad desbocada y patética.
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Hasta hoy, que ambos personajes aparecen en varias películas de los míticos Polivoces, Gordolfo y doña Naborita provocan carcajadas sintomáticas en sus audiencias, toda vez que su caso está lejos de ser aislado. Hay en este país Gordolfos y Naboritas para dar y prestar, no hay siquiera que ir lejos para encontrarlos en amigos, parientes y vecinos. “Yo lo hice solita”, clamaba con orgullo la madre del gordito, y juraría que he visto a decenas de madres sobreprotectoras esgrimiendo una vanidad equivalente cada vez que un prospecto de nuera se atreve a ensombrecerles el horizonte. Ninguna aprueba ni soporta la idea de compartir a su muñecazo, no ha nacido ni nacerá la mujer con los méritos bastantes para hacerse con un regalo en tal modo precioso e irreemplazable. Y cuando, pese a ello, el muñeco las desoye y contrae matrimonio por sus pistolas, más tarda el juez en darlos por casados que la suegra en ponerse en pie de guerra. “¿Por qué, Dios mío, me hiciste tan perfecto? ¿Por qué, Señor, no me diste algún defecto?”, solía cantar Gordolfo, entre los brincos jubilosos de esa “cabecita loca” que lo quería para siempre inútil. Nada, en suma, que no sonara sospechosamente familiar.
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Cabecitas de algodón
Como tantos expertos autoinvestidos, carezco de argumentos sólidos para hablar del petróleo o la energía eléctrica, si bien no tengo ni que esforzarme para reconocer a sus pintorescos y arcaicos defensores. Todos los conocemos por su capacidad para rasgarse las vestiduras cada vez que hallan lucro en la defensa a ultranza de lo indefendible. Se les oye la misma voz airada y patriotera que durante tantos años sostuvo en el poder a una camarilla de vividores, mentirosos y cleptócratas conocida como familia revolucionaria, para la cual la posesión y consecuente ruina de empresas estratégicas era no menos que una condición patrimonial. Quitárselas a ellos era por tanto arrebatárnoslas a todos los mexicanos, y eso nadie podía permitirlo. Había que sacrificarse en masa para dar oxígeno a aquellos monopolios estatales que si hubieran sido hombres en vez de instituciones patriarcales se habrían parecido mucho a Gordolfo Gelatino. Con una diferencia: en lugar de una sola Naborita, los elefantes blancos del petróleo y la electricidad tienen miles de ellas en las personas de sus defensores.
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-Igual que la señora Gelatino, los espadachines de Petróleos Mexicanos y Luz y Fuerza del Centro vibran de orgullo por su posesión, aunque ella signifique la consagración de su proverbial incompetencia. Ninguno de ellos, por supuesto, soportaría la humillación de hallarles un competidor nacional o extranjero, toda vez que más de uno practica activamente el chauvinismo científico y se horroriza automáticamente si alguien osa pedirles cualquier forma de competitividad, así sea para participar en elecciones libres, mismas que sólo consideran limpias cuando son ellos quienes las dominan. Enemigos de toda competencia real, los parientes espirituales de doña Naborita viven acostumbrados a elegir el privilegio por encima del mérito, y tildar a esa porquería de justicia social, así como a sus detractores de reaccionarios, cuando no de traidores a la patria. A juzgar por su fatuidad pedestre, tan propia de la madre de Gordolfo, se diría que al petróleo lo hicieron solitos.
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Cómprenme una gelatina
Escribo estas palabras horas después de haber llenado un tanque de gasolina en mitad de la Amazonia brasileña. Pude elegir Shell o Exxon, pero al igual que muchos brasileños me decidí por una estación de Petrobras. No sé muy bien por qué, pero como consumidor tengo una buena imagen de esa empresa, que amén de competir libremente con las extranjeras participa de forma muy activa en la cultura brasileña. No vayamos más lejos, hoy mismo vi O maior amor do mundo, de Carlos Diegues, patrocinada en parte por Petrobras. ¿Sería quizás más grande o más poderosa la petrolera estatal si se le dieran las facilidades propias de un monopolio? Lo dudo mucho. Los monopolios suelen deber su ineficiencia precisamente a esa pachorruda condición que les evita la monserga de esforzarse por alcanzar mérito alguno, más aún cuando los chauvinistas científicos identifican su baquetona existencia con la soberanía nacional. ¿Qué más mérito pueden ostentar, según sus entusiastas Naboritas, que el de ser furibundamente nacionales, únicos e intocables?
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Símbolos nacionales de ineficacia y corrupción, los grandes monopolios energéticos se miran al espejo preguntándose por qué Dios no les dio algún defecto, mientras sus defensores —alérgicos, como ellos, al trabajo— cuentan con la paciencia y la ignorancia de los contribuyentes, esperando que sean ellos quienes vendan las gelatinas y laven ropa ajena con tal de conservar vivo el orgullo de mantener a un gordo bueno para nada y dedicarse a predicar su apostura. Decía, pues, que conozco una buena cantidad de personajes de la vida real que comparten las cualidades de Gordolfo y su madre; todos, sin excepción, me han hecho reír tanto como los Polivoces, pero a la risa siempre le ha seguido una lástima fronteriza con la vergüenza ajena. Que es el caso con estos monopolios papuchos de papuchos, por cuya causa tengo que vender gelatinas.