martes, diciembre 02, 2008

Todos perdemos

Diario Milenio-México (02/12/08)
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Kiran Desai nació en Nueva Dehli pero desde los 14 años ha vivido fuera de India —primero una estadía más bien breve en la Gran Bretaña y luego, de manera un poco más permanente, en los Estados Unidos. Esa experiencia errante en un mundo post-colonial está sin duda presente en las dos novelas que Desai ha publicado hasta la fecha: Hullaballoo in the Orchard y The Inheritance of Loss/ El Legado de la pérdida, con la que se hizo acreedora al prestigioso Premio Man Booker en 2006 y que en años anteriores recayera en autores como Coetzee, Atwood y Banville. Celebrada de manera unánime por la crítica, El legado de la pérdida no sólo recibió elogios por la compleja humanidad de sus personajes trasatlánticos —hombres y mujeres, jóvenes y viejos, en continua confrontación moral y material con las equívocas fuerzas del colonialismo tanto en Nueva York como en India— sino también por su fino tratamiento (acaso profético) de la política de la región. En vísperas de los sangrientos eventos que han asolado a Bombay en días recientes, no hay más que estar de acuerdo con la máxima aquella que dicta que la literatura, y no el análisis científico de la realidad social, puede llegar más hondo cuando de lo que se trata es de develar la cara más humana, más apegada a la tierra, de los grandes eventos macroeconómicos del mundo globalizado.
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El amplio set de personajes que convive en esa casa medio derruida al pie del Monte Kanchenjunga, en Kalimpong, en las inmediaciones de los Himalaya, se da inicio con Jemubahi, el amargado juez que recibió su educación tanto en derecho como en la sutil idiosincrasia del racismo en Cambridge. Allá, solo, Jemu aprendió a desconocerse (“a tomar refugio en la tercera persona”) y a despreciarse. Allá, solo, sin poder reír y casi sin hablar, Jemu aprendió la crueldad con la que luego tratará a su esposa, acusándola de carecer de modales occidentales hasta debilitarla de tal manera que la locura llega a parecerle una opción ventajosa frente a la vida con el marido que su familia eligió para ella. Junto a un Jemu incapaz de verific ar su pasado emerge, hablador y ferviente, el cocinero, cuyo hijo lleva una existencia precaria como garrotero en diversos restaurantes de la gran manzana, y con quien sólo se comunica por carta. Ese es el par que recibe a Sai, la nieta de 17 años que ha perdido a ambos padres en un accidente y que llega, cual de la nada, después de una estancia en un convento. La presencia de Sai no sólo convoca los recuerdos reprimidos del juez —su crueldad, su maledicencia, su soledad— sino también la presencia de Gyan, el joven tutor Nepalí con quien Sai aprende lo fluido, por no decir traicionero, que puede llegar a ser el amor: “No era algo firme, eso estaba aprendiendo [Gyan], no estaba escrito en piedra; era más bien algo informe que se prestaba a la traición y tomaba la forma del molde en que lo virtiera”.
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La ambivalencia de la lucha por y dentro de India aparece de la mano precisamente de Gyan. En un ambiente público dominado por la testosterona, Gyan pronto deja el espacio íntimo de los escarceos amorosos para formar parte del ejército de liberación de Gorkha —es a sus jóvenes soldados a quienes confiesa los lugares donde el juez guarda alimentos y otros objetos de valor, y a ellos a quienes entrega, no sin pesar o remordimiento posterior, la clave para irrumpir en el hogar en el que antes descubriera el amor. Recordando la retirada del ejército británico en 1947 surge la pregunta: “¿Una nación con tal clímax en su historia, en su corazón, no tendrá hambre por eso otra vez?”. La respuesta, en los gritos de los Nepalis que poco han ganado con la independencia, es un enérgico Sí.
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En lo que podría ser una de las descripciones más vívidas de la experiencia de los inmigrantes de India —y de más regiones del mundo para tal efecto— en Nueva York, Desai sigue de cerca las hazañas cotidianas de Biju, el hijo del cocinero que, aunque manda cartas de triunfo hasta el Himalaya, con frecuencia se va a dormir con hambre sobre colchas que coloca directamente sobre el suelo sucio de los restaurantes donde trabaja. Sin papeles migratorios y ninguna otra protección de por medio, Biju vive a expensas de los depredadores urbanos, a menudo paisanos de India con más años de residencia en los Estados Unidos. En la tumultuosa soledad del inmigrante, Biju aprende, entre otras cosas, que “se vive intensamente con otros, sólo para verlos desaparecer de la noche a la mañana, puesto que la clase de la sombras estaba condenada al movimiento.
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Aunque los registros de la novela son variados y nunca sentimentales, puesto que Desai evita por igual el folklore y la victimización, es claro que a los ojos de la autora pocas cosas se salvan de la devastación moral y económica que resultan del colonialismo contemporáneo. Todos perdemos, parece decir. Perdemos dentro de India, devastada por la bomba de la pobreza y la violencia confundidas. Y perdemos fuera de India, en la soledad y la discriminación. Pierde el que se va y también pierde el que regresa, como también pierde el que ni siquiera es capaz de irse la primera vez. Acaso como a Sai, la única opción que queda, de haber una, es “nunca volver a creer que sólo existe una narrativa y que esa narrativa le pertenece sólo a ella”. En todo caso, eso se lo podrá preguntar a la propia autora este diciembre 2, en el contexto de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde sostendremos una charla juntas.

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