martes, noviembre 25, 2008

Historia y collage

Diario Milenio-México (25/11/08)
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Desde que escribo historia, que es mucho después de que empezara a escribir novelas, tuve la sospecha de que el público en general no lee libros de historia porque la gran mayoría, independientemente del tema que traten o la anécdota que intenten desarrollar, van escritos de la misma forma. Me refiero, por supuesto, a los libros de historia académica, a los libros académicos de historia que suelen explorar, por cierto, temas de suyo interesantes y anécdotas por demás amenas o escandalosas. Sin embargo, organizados de acuerdo a principios inculcados, ya subrepticia o ya de manera evidente, por manuales de reglas metodológicas o libros de consejos acerca de cómo escribir una tesis, muchos de estos textos se conforman de acuerdo a, y de paso confirman, una narrativa lineal en modo aristotélico, la cual incluye, a saber, tres pasos: la elaboración de un contexto estable y debidamente documentado; la descripción, de preferencia en gran detalle, del conflicto y/o hecho que ocurre en dicho contexto; y la producción de una resolución final o una lección, de preferencia ligada a un lenguaje teórico que incluya grandes conceptos. Esta narrativa, que tiende a reproducir una idea lineal, es decir, secuencial, es decir visual, de lo narrado, tiene como consecuencia el ocluir el sentido de impermanencia y de simultaneidad tan asociadas a las labores del oído y la presencia. Una escritura histórica en modo etnográfico, luego entonces, precisará de estrategias narrativas que contrarresten este fenómeno y abran las posibilidades dialógicas del texto. Y aquí es donde los consejos de Walter Benjamín, y sus peculiares notas para una filosofía de la historia, vuelven a hacer su aparición: el collage como estrategia para componer una página de alto contraste cuyo resultado es el conocimiento no como explicación del “objeto de estudio” sino como redención del mismo.
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Ciertos expedientes históricos suelen responder, de hecho, a una composición basada en un principio semejante. Me refiero, claro está, a los expedientes médicos. Aunque firmado por un doctor, el diagnóstico pocas veces es lineal o definitivo. Todo lo contrario: una lectura detallada de este material textual pone en evidencia que el diagnóstico, como el expediente mismo, es un constructo multi-vocal y, además, contradictorio. Para muestra basta un botón: he aquí una vez más el expediente de Matilda Burgos (no es su verdadero nombre), la enferma que hablaba mucho y que, por ello, se convirtió en el personaje central de un libro. En la boleta de admisión, la primera hoja del expediente de Matilda Burgos, se responde a la pregunta acerca de la causa de su admisión con las siguientes dos alternativas: Confusión mental amoralidad. Demencia precoz hebefrénica. La primera de estas anotaciones está conspicua y significativamente tachada. A manera de palimpsesto o de capa geológica, el expediente acoge ésta y otras revisiones pero sin borrar las notas precedentes y, de más importancia para el lector en modo etno-historiográfico, sin incorporar las nuevas versiones a las anteriores, es decir, sin normalizarlas. El texto, en este sentido, no sólo es una colección de marcas sino una colección de marcas o inscripciones en permanente y perpetua competencia. Una escritura histórica que se pensara ante todo como escritura tendría que proponerse como reto el encarnar en la página del libro este sentido de composición competitiva y tensa, esta estructura dialógica propia de e interna al documento mismo. El collage, así, no sería una medida de representación arbitraria o externa al documento, sino una estrategia que, en ciertos casos, en casos como el de Matilda Burgos, contribuiría a llevar al papel su historia y la manera en que esa historia fue compuesta a inicios de siglo XX dentro de las instalaciones del Manicomio General La Castañeda, que es donde ella estuvo. Así entonces, no basta con identificar “todas” las versiones posibles y rechazar sólo una, la versión final, sino que hay que mostrarlo. La función del collage es sostener tantas versiones como sea posible, colocándolas tan cerca una de la otra como para provocar el contraste, el asombro, el gozo—ese conocimiento producido por la epifanía no enunciada sino compuesta o fabricada por el mero tendido del texto, su arquitectura.
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Lo que esto significa en términos de la posición del autor dentro del texto, especialmente en una era en que se experimenta con la muerte del autor, es importante. El historiador en modo etnográfico que escribe de acuerdo a los principios del collage no puede preservar su posición hermenéutica como intérprete de documentos o como descifrador de signos. No se trata de un historiador que ande en busca de la verdad escondida de las cosas. Este otro historiador, y aquí utilizo un símil del mundo de la música contemporánea, cumplirá más bien las funciones de compositor o, aún mejor, de director de orquesta gestual muy a la Boulez. Lo cito: “El director debe tener en todo momento disponible en su cabeza, y de manera instantánea, el dibujo de la disposición, tanto más cuanto que los acontecimientos que se quieren suscitar no se producen de raíz de una secuencia fija, o porque dicha secuencia puede ser improvisada y puede cambiar en cualquier momento. Hay que “tocar” a los músicos, como si fueran las teclas de un piano” *. Hay que “tocar” a los documentos, parafraseo ahora, como si fueran las teclas de un piano. Y esto lo debe saber tanto el historiador como el escritor de novelas históricas.
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* Pierre Boulez, La escritura del gesto. Conversaciones con Cécil Grilly (Barcelona: Gedisa, 2003), 117.

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