lunes, noviembre 03, 2008

El drama es el marcador

Diario Milenio-México (03/11/08)
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Quimeras que dan sed
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Una vez que la crisis dice aquí estoy, al cronista se le junta la chamba. No hay una gran catástrofe sin un sin fin de historias al respecto. La gente quiere que le cuenten lo que pasa, o hasta mejor que le hablen de otra cosa, pero el silencio se soporta mal. ¿Cómo iba a alimentarse la fe de nadie sin el relato de la dicha y la desdicha ajena? Fulana se sacó una casa en un sorteo. Zutano se metió un tiro en la boca. La familia Mengánez amaneció con sus muebles a media calle. Historias más o menos inexactas que exigen ser contadas, aunque para lograrlo haya que reinventarlas. Historias que se anuncian revolviendo el estómago de quien recién se entera, como la de esa niña somalí que fue muerta a pedradas por desdecirse de una acusación de estupro tumultuario. Historias que divierten a la inmensa mayoría plebeya, como las opiniones de la reina Sofía, un tanto sorprendentes para quien piensa que sus reales privilegios no incluyen el derecho a abrir la boca más que para comer y lavarse los dientes. ¿Qué sentido tendría preñar cada domingo a los televidentes de competencias y largometrajes, sino saciar esa sed de quimera que en los tiempos difíciles se multiplica? ¿Quién aguanta el domingo sin siquiera una dosis de ardores impunes?
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Un domingo en las carreras
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Pocos planes parecen tan suculentos a los ojos de un niño como el de que lo lleven a las carreras de autos. Un espectáculo particularmente aburrido para quien no comparte la mística que abunda en derredor suyo. En rigor, no se entera uno de nada. No a tiempo, cuando menos. Ni del todo, ni con exactitud. Se ven pasar los coches y con trabajos llega uno a saber quién entre los punteros va adelante. Y eso porque la gente lo repite, de modo que es frecuente dar por bueno el rumor infundado y celebrar o lamentar en falso. Situación muy propicia para absorber ese halo de fatalidad que acostumbra rondar dondequiera que alguien se juega la vida en público. Aun con la desventaja propia de su tamaño y el escaso respeto que su corta experiencia convoca, un niño en las carreras acaba por enterarse de todo. No en balde está presente donde crece la mística que más tarde lo hará envidiable a los ojos de sus iguales. Atrapado por ese permanente torneo que es la edad infantil, el niño vuelve de las carreras con la emoción de quien recién corrió en la pista de sus sueños. Ya el puro olor del combustible quemado le da una sensación de persona-de-mundo que ningún otro juego le proveería.
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Son asuntos de niños, las carreras de coches. Pocas rabietas hay tan infantiles como las protagonizadas por los pilotos que acaban de chocar y se aprestan a darse con el casco. Pero el drama está allí, por hueco que parezca a los extraños. Toma aún más trabajo adelantar al primer piloto que pelearse con él a cuchilladas (aunque estas en teoría sean un poco más emocionantes). Ello explica que quienes asistimos al Gran Premio de Brasil —en la televisión, donde una multitud de cámaras intrépidas y datos duros lo convierten a uno en lector omnisciente— entrásemos en una suerte de trance colectivo durante las últimas cinco vueltas al circuito. Mientras allá todo era confusión, uno podía asistir a los detalles íntimos de la carrera, como en aquellas tomas desde el monoplaza, donde incluso se escuchan los diálogos entre el piloto y sus técnicos...
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El drama y la parálisis
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La carrera es dramática por los números que viene arrastrando. Para llevarse el campeonato mundial, Felipe Massa debe quedar en el primer lugar, y además esperar que Lewis Hamilton termine en el sexto. Pero viene en el quinto. Faltan ya cinco vueltas y comienza a llover. La mayoría apuesta por lo más sensato, que es gastarse unos cuantos segundos en cambiar llantas. Cuando esto ha sucedido, a tres vueltas del fin, uno de los punteros, el alemán Timo Glock, ha resuelto jugársela con las mismas ruedas, y esto lo deja en el cuarto lugar. Otro alemán —Sebastian Vettel— tampoco se conforma y consigue quitarle el quinto puesto a Hamilton. En la vuelta final, mientras Massa cruza la meta en el primer lugar, la lluvia arrecia y Timo Glock lo reciente, de modo que en la última curva es rebasado por Hamilton. La pantalla muestra a los dos equipos —Ferrari y McLaren— celebrando, así como el momento del derrumbe, cuando el padre de Massa observa el monitor y encuentra que su hijo no será el campeón.
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El director de cámaras sabe muy bien qué hacer en estos casos. Entiende que nosotros estamos todavía con la respiración cortada, presas de un pasmo intenso que muy pocas noticias nos merecen. Por eso elige los close-ups a la cara de Massa, que está arriba del podio celebrando lo incelebrable, pues ganó la carrera y perdió el campeonato. Ya le brillan los ojos por las lágrimas, nos enteramos de cada uno de sus rictus. Somos, junto a él, una pandilla de niños aturdidos por emociones que nos rebasan. Hemos viajado abordo de su mismo vehículo y escuchado las mismas palabras que él. Más que en sus zapatos, conseguimos meternos en su cabina y verla pista desde donde él la ve. Unos somos Felipe Massa, otros Lewis Hamilton, pero también pudimos ser Kimi Raikkonen, y Fernando Alonso, y Heikki Kovalainen. ¿No es eso acaso a lo que nos gustaba jugar cuando niños, ser otros y con ellos sentirnos héroes, cambiar de identidad a cada nuevo juego, e incluso a la mitad del que jugábamos?
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Cuentan que al terminar la ceremonia de premiación en la pasada final de Wimbledon —la más dramática y reñida de la Historia— Roger Federer lloró largamente en el vestidor. Y he ahí la ventaja de quien se pone en el lugar del niño. Cuando el juego termina y el domingo amenaza con pintarse de desconsuelo, uno cambia el canal y apaga la tele. Fin de la historia. Es hora de arrancarse con otra.

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