martes, octubre 07, 2008

Tinta verde


Diario Milenio-México (07/10/08)
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Todo esto sucede en Madrid, en uno de esos días luminosos y de temperatura perfecta que, me dicen, abundan en septiembre. Caminaba por el Paseo La Castellana, nada más porque tanto el Paseo como yo nos encontrábamos ahí, en Madrid, cuando descubrí que observaba los árboles –frondosos, de un verde casi delicado– sin decirme “aquí voy, por el Paseo La Castellana, observando estos árboles, frondosos, de un verde casi delicado”. La sorpresa fue tanta que al detenerme, como se dice, en seco, solo tuve tiempo de observar a una mujer joven, vestida de azul celeste, con la que evite chocar en el mas último de todos los momentos. “Nunca seré como ella”, me dije, y continué pasmada ante el acceso directo que, segundos antes, había conseguido tener con los árboles de la Castellana. Creí, de manera por demás malsana, que el Algo Interno –eso que, con frecuencia, denomino como mi Alienígena—que describe sin parar todo lo que veo y, aún, sobre todo quizá, lo que no veo, finalmente se había cansado. En eso estaba cuando tuve que aceptar, con un horror que sólo puede ser provocado en este mundo por los Alienígenas venidos de otros, que en realidad lo que pasaba era más complejo que un cansancio cualquiera. Mi así llamado acceso directo a los árboles septembrinos de La Castellana no se debía, claro está, al fingido cansancio de mi Algo Interno, sino a la aparición, acaso súbita, acaso planeada con mucha antelación, de un tercer Alienígena que ahora, aprovechándose de su propia proclividad al silencio y la ironía, me veía a mí y al Algo Interno Original con suma atención y, tal vez, con un poco de misericordia. Temí, como es natural, que los Alienígenas estuvieran en una etapa de feroz multiplicación y, por eso y no por otra cosa, me introduje en el ABC Serrano, un centro comercial que, en esos instantes, me pareció el último refugio en el mundo contra la invasión rapidísima y, debo añadir, inmisericorde, que estaba sufriendo.
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Entré, dije, al ABC Serrano creyendo que ahí encontraría la paz de Lo Real. Pronto, sin embargo, pude comprobar que pocas cosas en eso Real merecen el apelativo de pacifico.
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Paso a explicar.
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Me entretuve un rato frente a los aparadores sabiendo, de manera radicalmente anticapitalista, que no compraría nada, hasta que no tuve alternativa y lo vi. Ahí estaba el nombre, a un lado de unas tres o cuatro plumas fuentes de diseños lejanamente orientales, sobre frascos octagonales de tinta verde: Omas. Dejé de respirar, lo juro, y luego, como en realidad mis opciones no eran muchas, volví a hacerlo. Eso. Respirar.
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–Así que tú existes– exclamé con cierto resentimiento en una voz lo suficientemente audible para comunicar mi mensaje y lo suficientemente baja para no llamar la atención de los otros clientes.
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Meses atrás, lo recordé todo esto de inmediato, había yo inventado a un tal Martynov N. Omas para uno de los capítulos de una novela que escribía en internet. Martynov había presenciado, de niño, el lánguido caminar de tres mujeres en la playa de algún innombrable Mar del Norte. Ese día, un día de luz por demás densa aunque débil, Martynov N. Omas había decidido escribir, una tarea de la cual había huido con inigualable destreza hasta el momento en que, muchos años después, le contaba toda esta historia a un psiquiatra argentino que trabajaba en Nueva York. Hasta ayer, por supuesto, yo creí que Martynov N. Omas era sólo un producto de mi imaginación. Presa de este golpe bajo de Lo Real, me apresuré a preguntarle a la presunta dueña del lugar –quien, por cierto, no me ponía la menor atención estando como estaba coqueteando descaradamente con un jovencito lleno de acne– por la historia de la compañía Omas.
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– Son de Italia –me dijo con el desenfado de quien no sospecha, no tiene la menor idea, de que Lo Real me golpeaba con una furia desatada–. Una isla –murmuró mientras ensayaba una cierta mirada soñadora que colocaba, tal vez sin saber, de manera automática sobre el rostro del seguramente desdichado jovencito.
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Le pedí, tratando de ocultar mi desesperación, un catálogo, alguna dirección, cualquier cosa que me ayudara a aproximarme a los Omas. Y ella me lo dio, así, como si nada. Puso dicho documento sobre mis manos y yo, sintiendo cómo Lo Real continuaba burlándose arteramente de mí, no tuve otra alternativa más que pagar por un frasco octagonal de tinta verde y, sin esperar el cambio, salir corriendo.
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Iba otra vez sobre La Castellana, ahora sin tener acceso alguno, nidirecto ni indirecto, con los árboles del Paseo, cuando volví a casichocar con La Mujer Que Nunca Seré (la reconocí por el vestido azul celeste). En esos momentos sospeché y, luego, casi de inmediato, estuve segura, que se trataba de una miembro más del clan de los Omas que llegaban a Madrid para recordarme que hasta la imaginación tiene un límite. Que nadie le puede ganar a Lo Real. Yo, como es obvio, tuve que introducir mi dedo meñique en la tinta verde para comprobar que nada de eso era, como se dice, cierto. Corrí, pues, hasta la habitación del hotel, donde recibí una misteriosa llamada. De otro lado del auricular, una mujer hablaba portugués y su acento, que asocié de manera por demás irracional con una playa solitaria en Brasil, me recordó a La Mujer Que Nunca Seré.
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–Eduardo Tarttoni –murmuró. Yo le pedí que repitiera el nombre. Ella lo hizo. Le dije que estaba equivocada, que ahí no se encontraba ningún Eduardo y mucho menos un Tarttoni, pero ella no me creyó.
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–Esta vez no me vas a engañar –dijo en un firme pero claramente fingido portugués de alguna costa lejanísima y más que solitaria de Brasil–. Esta ve me vas a oír.
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Colgué, por supuesto. Colgué y corrí las cortinas de la habitación. Colgué sabiendo, con una certeza que sólo puede ser provocada por Las Alienígenas venidos de otros mundos, que pronto oiría el timbrar algo aletargado, algo triste, de un teléfono que me comunicaría con los Omas.

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