lunes, octubre 27, 2008

Teología de Birján

Diario Milenio-México (27/10/08)
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Las crisis traen mala suerte
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Casi todos creemos poder establecer las fronteras entre conocimiento, fe y superstición, pero hay días en que ellas se establecen solas. A los .naturalmente optimistas nos acomoda creer que esto es bueno, aunque para lograrlo tengamos que pisar los territorios de la superstición. Cuesta trabajo creer que unos cuantos cupones pueden valer millones de dólares, y ya entrados en desconfianza debería costarnos igual tragarnos el cuento de que un millón de dólares vale efectivamente un millón de dólares. Espeluzna pensar en todas las variables que esa constante acepta, y todavía más verse rodeado de ellas. Tener que vivir años en los que nadie sabe lo que vale nada y los pesos jamás pesan igual. Descubrimos muy tarde que, vistas las manazas entre las cuales se hallaba despatarrada la economía norteamericana, un dólar no valía tanto como un dólar. Añadamos a ello esas decorativas planillas de cupones que a tantos los han hecho sentir millonarios aun en la mera víspera de su ruina. Tarde se entera uno de que la fe que puso en sus conocimientos no pasaba de ser superstición.
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“Yo le habría pagado más”, opinó cierta vez un amigo aspirante a financiero en torno al sueldo anual de Lee Iacocca, luego de haber salvado a Chrysler. Sonaba por entonces a mucho dinero: veinte millones de dólares. Pero a mi amigo y buena parte de sus colegas les parecía poco. A saber si Iacocca mismo no se consideraba estafado. El asunto es que ahora, cuando ya nadie sabe lo que vale un dólar, nos enteramos de ciertos ejecutivos cuyos sueldos anuales pasaban de doscientos millones de dólares. ¿Pensarían también que merecían más, albergarían esperanzas al respecto? ¿Quién pondría su endiosado dinero en un banco cuyos lobos y jerifaltes reciben sueldos de ese tamaño —síntoma de que el juego ya dejó de ser serio— sin sospechar que al cabo va a acabar siendo él mismo quien tenga que formarse para pagarlos? Si la superstición se define como aquella tendencia inexplicable a creer en algo a ciegas y contra la razón, no andará muy errado quien concluya que incluso los más civilizados aterrizan en el siglo XXI con el ímpetu de una turba de idólatras. Muy mal anda la fe cuando ni los más fieles pueden establecer el valor de su dios.
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Por unos denarios más
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Según decía mi maestra de catecismo, el pecado mayor de Judas Iscariote había consistido en comulgar sin antes confesarse. Un cargo procesal más bien tedioso, comparado con la noticia a ocho columnas donde se habla del hombre que vendió a Jesucristo. Es muy extraña, la gente normal. Se sienten complacidos de saber que también matones y traidores guardan algún respeto por las normativas. ¿No es justamente dentro del reino de la norma que un dólar vale un dólar y, excomunión aparte, treinta denarios son treinta denarios? Ignoro por supuesto de qué color se ve la realidad desde un sueldo mensual de veinte millones de dólares. ¿Qué se hace con ocho millones de pesos diarios? Se vuelve uno loco, por supuesto. Se hace a la idea de que el mundo es suyo. Valdría preguntarse quién es el cocainómano terminal que ha puesto las finanzas del universo en manos de unos nuevos ricos silvestres capaces de vender tres veces al género humano y comprarlo más tarde por una bicoca. Creer en esa alquimia como un timo posible no parece mucho menos supersticioso que forrarse de dinamita con clavos y estallar en pedazos esperando que al próximo instante su alma se entregará a deleites sensuales profundos y cuantiosos. Claro que en este caso se espera aterrizar en un colchón de dólares, que de cualquier manera algo tendrán que valer.
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Desde un punto de vista desapasionado, el pecado de Judas no es contra Jesucristo —que bien lo vio venir, sin esquivarlo— ni la suma total de la cristiandad —entonces no más grande que un fan club— sino contra el mercado. Ponerle precio a la cabeza de un Miembro de la Santísima Trinidad es una felonía que desquicia el espíritu de las cotizaciones, desde el momento en que osa cotizar en moneda corriente a un Igual del Espíritu Santo. Si aún hoy para algunos el señor Iscariote es referente nefasto, sobran quienes encuentran en su ejemplo una justificación de la naturaleza humana, a la cual ya se entiende que ahora menos que nunca son ajenos. Cuando supuestamente se cuelga de un árbol, Judas consagra el triunfo de los administradores de la justicia sobre los administradores de la libertad. ¿Cómo creer, no obstante, en unos u otros sin volverse un supersticioso de mierda?
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La ficción quebradiza
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Lo divertido de las crisis económicas es que cada quien tiene una teoría muy lógica al respecto. Soporta uno la crisis, no así que insista ésta en ser inexplicable. Y como pasa que ésta no se está quieta, toda teoría se convierte en superstición en cosa de horas. La verdad es que nadie sabe la verdad, si a cada instante sus protagonistas van dejando de serlo porque en el río revuelto abunda antes que nada la competencia. Ya no la de productos, como la de farsantes y profetas baratos, usualmente los grandes ganadores tras una crisis de gran tamaño. ¿Cómo va a cocinarse alguna fe, allí donde no duran ni las supersticiones? Casi tanto como la crisis en sí, fastidia la certeza de los iluminados que claman comprender a fondo sus intríngulis, de un modo extrañamente favorable a su causa.
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Desde un punto de vista literario, una crisis es similar a una novela cuyo argumento se nos cae. De una página a otra, el escritor nos ha decepcionado. Se fue por la salida más sencilla, no podemos seguirle dando crédito. No era que no gustásemos de ser engañados, es que a nadie le gusta desengañarse. Cuantimenos así, en tropel planetario. Tal vez no cambie el mundo, pero sí que lo harán ciertas supersticiones, no bien los inventores de la ficción en boga las eleven al rango de conocimientos.

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