lunes, septiembre 08, 2008

Señores del tolete

Diario Milenio-México (08/09/08)
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Y si no fueran todos los que están?
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Siempre que uno escribe o lee una parrafada, espera que le lleve a un destino final; a diferencia de la realidad, las palabras escritas prometen, por el sólo hecho de hallarse ahí, alguna conclusión más o menos plausible. Tres semanas atrás, realicé en estas páginas algo muy parecido a un ejercicio ciudadano: quería preguntarme qué razones tendría una persona intrépida para volverse policía en la ciudad de México, pero al cabo no di con una sola. Sólo la sinrazón, o el afán manifiesto de corromperse, concluí no exactamente por mi gusto, podía llevar a cualquiera por un camino en tal modo sembrado de despropósitos. Más que una conclusión, parecía la ausencia total de conclusiones. Una ficción, al cabo, pues lo cierto es que la ciudad está repleta de policías, de modo que por pura ley de probabilidades parece fantasioso aventurar la idea de que no existe un solo policía honesto, o de perdida bienintencionado; si bien lo cierto es que éstos, dondequiera que estén, la tienen tan difícil que bien merecerían el calificativo de héroes.
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Si uno sensatamente se pregunta por la eficacia real de nuestra policía y se asoma a las cifras al respecto, acabará por no salir a la calle, o hacerlo acompañado de esa clase de paranoia que a la postre consigue imantar las desgracias que pretendía evadir. De ahí que algunos prefiramos confiar en las destrezas del ángel de la guardia, y a veces sumergirnos en el consuelo de la novela negra, donde mínimo existe un principio y un fin, amén de que es posible asomarse a las motivaciones de los participantes. Queda, no obstante, la sensación de haberse paseado por un parque temático o un planeta distante cuando se vuelve de una de esas novelas de Henning Mankell donde los peores crímenes son meras excepciones del comportamiento y las instituciones justicieras no nada más funcionan de una manera óptima, sino además sus miembros trabajan permanentemente preocupados por la impresión que causan en los ciudadanos. A lo largo de varios cientos de páginas, el lector es un sueco que paga sus impuestos y exige que éstos se administren como es debido. No faltaba más, pues.
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Regla mata excepción
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¿Qué razón tuvo en un principio Kurt Wallander, el ultrachambeador detective de Mankell, para volverse policía? Según éste confía al niño de once años que le hace la pregunta, su motivo es tan simple como el que debería tener cualquiera que se aboque a emprender un oficio determinado: creía que podía ser un buen policía. En cualquier sociedad que pretenda llamarse a sí misma civilizada, ese parecer basta para lanzarse a buscar suerte en la profesión, y en alguna medida encontrarla. Nada, en la vida cotidiana del policía Wallander, conspira contra ese propósito fundamental, como no sean los propios criminales, que como es de esperarse querrían demostrarle lo contrario. Ministros, funcionarios y leyes trabajan dentro de los límites razonables para que las personas vayan y vengan por las calles sin jamás esperar que el sistema pudiera traicionarlos, y acaso se encomiendan a la Providencia contra el curioso azar que los haría víctimas de una excepción.
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La última vez que descendí de una novela de Mankell hacia la realidad cruda y pelona, fue aterrizando en las imágenes de Tropa de élite, del brasileño José Padilha. Es ahí donde el protagonista, policía entrenado para operativos especiales donde matar no es ni con mucho una restricción, encuentra y se repite que el sistema de justicia no está allí para proteger a los ciudadanos, como a sí mismo. ¿Qué de extraño tendría que policías, funcionarios y políticos se coludieran con los criminales, cuando todos son parte del mismo sistema? Más raro, a todas luces, parecería que los socios se combatieran a sí mismos, especialmente cuando buena parte de los ciudadanos que los pusieron ahí no tienen cuando menos la educación bastante para alzar la voz y exigir cualquier cosa. Frente a una policía pobre y corrompida y un hampa siempre mejor provista, pagada y armada, toda esperanza de justicia queda en manos de un batallón de cien mercenarios incorruptibles y asimismo inconmovibles, expertos no ya en investigar sino en hacer la guerra contra el crimen. Una guerra perdida de antemano, que no obstante compensa a sus combatientes con unas cuantas cabezas sangrantes. Uno se refocila así en la certidumbre del personaje, cuando éste afirma que todo aquél que mata a un miembro de su batallón firma su propia sentencia de muerte. A como van las cosas, se diría que en una hipotética policía eficaz sólo cabrán dementes y fanáticos.
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Cínicos y contentos
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Aún sin entender cómo hace un policía inmerso en un sistema corrompido y disfuncional para llevar a cabo su trabajo, salto a otra muestra de violencia extrema: Ángeles del sol, también brasileña, dirigida por Mauricio Gonçalves. Noventa escalofriantes minutos dedicados a contar la historia de una niña nordestina secuestrada y forzada a prostituirse en una mina de oro de la Amazonia. Apenas una muestra insignificante de las cien mil niñas y adolescentes que, según se estima, viven hoy día en esta situación, solamente en Brasil. Secuestradas, violadas y esclavizadas, no pocas veces para el deleite de ciertos turistas, llegados de países civilizados donde esas canalladas son impensables, o quizá excepcionales. ¿Sirve de algo pensar que en mi país tal vez no sean cien mil?
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Me cuesta imaginar a un policía digno percibiendo un salario de mierda. Habría que ver quién logra combatir al crimen desde la indignidad y la miseria. Pero más que ponerme en el pellejo de uno de ellos —dudo que sea posible, por lo demás— me meto en los zapatos de un escritor de novelas negras y nomás no consigo eludir la sombra de ese sistema dado al autoblindaje y la inconsecuencia. Lo peor, me temo, es que la mera idea de un policía local incorruptible provocaría risas en el público lector. Entonces me pregunto si no será esa suerte de cinismo impotente la más grande esperanza de los criminales en uno y otro bando. ¿Es posible creer en una policía eficaz a la que nadie logra respetar? Henning Mankell, al menos, concluiría que no.

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