martes, septiembre 02, 2008

San Diego Alternativo / II



Diario Milenio-México (02/09/08)
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A los visitantes más tradicionales de San Diego de seguro los mandarán a merodear por La Jolla, donde las vistas del Pacífico son, sin duda, fantásticas. Pero con excepción del extraño espectáculo que ofrecen unas focas okupas que hace años tomaron por asalto la entonces llamada playa de los niños y el Déjà vu que remitirá a escenas cruciales de El amante del teniente francés, en versión de Meryl Streep más que de John Fowles, resultado de la caminata por la estrecha vereda de piedra que se adentra en el mar, en realidad el paseo ofrece pocas singularidades. La Jolla está repleta del tipo de cafés y galerías cuyo objetivo parece ser no distinguirse un ápice de sus pares y filiales en otras latitudes costeras. Hay que ir, por supuesto, pero no hay demasiadas razones para quedarse mucho tiempo ahí.
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Para vistas conjuntas del Pacífico y de la Bahía de San Diego yo prefiero Point Loma, especialmente el área que se extiende más allá de las bases militares y que rodea al faro que se inauguró con bombo y platillo en 1845, sólo para ser sustituido por otro mejor ubicado apenas unos 36 años después. Cosas extrañas suceden cuando uno le da la espalda a la tierra desde ese punto preciso del globo. Una novela, por ejemplo. La cresta de Ilión. El océano es apabullante de lo inmenso. El horizonte se pierde al parpadear. Hay algo de definitivo en la manera en que el agua toca los bordes del continente justo ahí, bajo el faro ciego. Si uno no vuelve el rostro, si uno logra controlar el vértigo o la ansiedad que provoca la inmensidad marina y no vuelve la mirada a tierra firme en busca de refugio o consuelo, entonces algo tiene que pasar por fuerza. Algo extraño. Algo como la frase no tener asidero. Algo como la imaginación.
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Para los neo-hippies, o los jóvenes con aspiraciones retro, no hay, sin embargo, mejor elección que Ocean Beach –cercada por comercios locales (y no la tradicional cadena de homogeneas trasnacionales que domina muchas de las playas no sólo de San Diego sino del mundo entero) y una plétora de pequeños restaurantes que van desde las hamburgueserías con decoración de los 50 hasta los todo-es-orgánico-aquí, este pueblo playero carece de pretensiones y de onomatopeya. Los militantes de causas sociales, los cazadores de antigüedades, los surfistas convencidos, los fumadores de mariguana y/o de tabaco, los pacifistas, los buenos para nada, los eskateros, los que huyen de las cadenas de la realidad, los dueños de perro (hay desde 1972 una playa para perros en esta área), todos ellos se sentirán comodísimos en un espacio que se mueve a contracorriente de los designios de la moda o el capital. A mí me gusta caminar por el largo muelle de madera donde se apostan los hombres con sus cañas de pescar a esperar a que pique la cena de la noche. Paralíticos o con sospechosos aromas a alcohol barato, los pescadores de Ocean Beach no son deportistas que pasan el rato sino personas con apetito. Alguien que pase las manos sobre el barandal de madera del muelle, podrá sentir las escamas que quedan después del ritual despedazamiento de los peces.
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A los turistas con familia de seguro los enviarán a Sea World o al muy famoso zoológico de San Diego. He aquí, sin embargo, dos alternativas para los que sospechan de las virtudes de los espectáculos del amaestramiento o para los que tienen bolsillos más bien pequeños. El acuario de la Universidad de California en San Diego es relativamente pequeño, pero guarda una variada colección de vida marina de la región, además de gozar de una de las vistas más hermosas del océano. Los niños se divertirán, además, tocando las estrellas de mar o el coral o el sargazo que se dejan a su alcance en pequeños contenedores en la terraza. El museo que documenta con textos, imágenes y objetos la historia de la oceanografía en UCSD también debe resultarles de interés. Claro que si todo falla, siempre queda la posibilidad de dar el salto que depositará a la familia entera en las arenas de la playa nudista donde, sin duda, nada será aburrido (al menos la primera vez).
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La segunda opción involucra un deslizamiento (inevitable) hacia la frontera. Se trata del estuario del río Tijuana –un sitio en apariencia olvidado (las oficinas muestran empolvadas aves disecadas que han conocido, no sé cómo decirlo de otra manera, mejor vida) que, sin embargo o por lo mismo, se ha convertido en el blanco de diversos grupos ecologistas. Lugar de descanso para aves migratorias, el estuario contiene también los estanques vernales donde se encuentran algunas especies en peligro de extinción, entre ellas la menta de Otay Mesa y los camarones de San Diego. Es del todo justo, o así me lo parece, terminar un recorrido alternativo de un San Diego eminentemente fronterizo con un paseo por un lugar que es, en sí mismo, signo de liminalidad y cruce. En el estuario embocan, es decir, se besan, las aguas del río y las aguas del mar. El estuario es entrada y abertura y grieta. Por ahí sobrevuelan las aves sin papeles que nos llevan, con fortuna, al otro lugar. A todos los lugares.

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