lunes, septiembre 29, 2008

La ley es el negocio



Diario Milenio-México (29/09/08)
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1 Cada quién su perla
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Hay escenas del cine que uno jamás olvida. Cuando niños, asistimos a centenares de ellas cuyos protagonistas peleaban entre sí por una cierta cantidad de dinero, o un altero de joyas, o un tesoro que con alguna suerte los sacaría para siempre de pobres, aunque gran parte de ellos terminaba perdiendo todo en el intento. Era el caso de La perla, donde Pedro Armendáriz y María Elena Marqués no encontraban al fin mejor salida que echar de vuelta al río su enorme perla, cuyo hallazgo les trajo desde entonces calamidades inimaginables. La vi siendo muy niño, ya entrada la noche; me dormí preguntándome por qué, encima de perder a su hijo por causa de la joya, los personajes habían sido tan brutos de echarla al agua. ¿No había otra salida? Lo dudaba. Tuvieron que pasar algunos años para que consiguiera digerir la moraleja. Una pareja humilde que carga un tesoro tan grande como aquella perla jamás conseguiría pasar inadvertida. Hay gente que consigue borrar su rastro, no así el de su negocio.
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La cárcel está llena de historias de fulanos que llegaron ahí protegiendo su propia especie de perla. Propia porque era suya y de nadie más. Lo más difícil es librarse de las imágenes de su película, el candente momento en que aún tenían la posibilidad de salirse con la suya, la certidumbre de que cuando salgan ya no cometerán esos errores. De una u otra manera, saben que afuera aún está su perla, que hay otros miles haciéndose ricos sin que la policía les toque un pelo, que pase lo que pase, así se le combata con armas nucleares, el negocio continuará siendo negocio. Más todavía, quienes viven detrás de las rejas por ir detrás de la marmaja fácil son apenas los menos. La mayoría sigue en la calle y ninguno imagina la posibilidad de dedicarse a otra cosa mientras existan perlas a su alcance.
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2 Habla la gente decente
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Hay quienes todavía se horrorizan frente a la posibilidad de que ciertas drogas dejen de ser ilegales. Suponen que es monstruoso un escenario donde cualquiera pueda meterse lo que le venga en gana sin por ello arriesgarse a ir a la cárcel. Es cuestión de principios, alegan, no se puede dejar que el veneno circule entre la juventud, sin restricciones. El hecho es que circula, y que quienes lo venden, transportan y producen son parte de una red criminal tan extensa que nunca lograrán suprimirla, pues la clientela es fiel y las ganancias incomparables. ¿No es, para el caso, aún más monstruoso el hecho comprobado de que el tráfico y venta de enervantes constituye el negocio más próspero del mundo? ¿Esperamos que los cientos de miles que viven de él un día vean La Luz, recapaciten y se resignen a ser pobres pero honrados? Supongo que es bonito y hasta tierno creer que las guerritas se acabarán cuando los narcos, hartos de tanta pérdida de vidas, terminen por echar el huato al río y regresen tranquilos al buen camino. Siempre es lindo esperar que sea Walt Disney quien resuelva el problema.
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No menos alarmante debería parecer la majadera cantidad de recursos invertidos en perseguir a quienes al final no hacen sino ceder a la tentación de correr tras un maletín desbordante de dólares, aprovechando que el código penal luce repleto de oportunidades de negocio. Y esa, insisto, es la más grande obscenidad. La indecencia que las autonombradas personas decentes preferirían no tener que ver: delinquir contra la salud de la población es un negociazo. Quienes de él se alimentan cuentan con todos los recursos necesarios para ir hacia adelante con la chamba, empezando por la incondicionalidad de sus clientes, que ya por el hecho de serlo son asimismo perseguidos por la ley. Las personas decentes suelen ver con desprecio a los viciosos, al extremo de darlos por perdidos. Las personas decentes pueden decir ¡salud! hasta el hartazgo sin que por ello nadie se atreva a arrestarlos. Amigos entrañables de las apariencias, les basta con saber que practican un vicio legal. Duermen tranquilos nada más enterarse que nuevos escuadrones de policías han sido destinados a combatir el narco; no podrán entender, llegada la hora, cómo es que sus hijitos cayeron en los vicios proscritos. ¿Cuándo viste en tu casa esas cosas?, reprocharán, hablando antes que nada para su conciencia. Las personas decentes se tranquilizan sólo de mirarse exculpadas.
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3 Only business
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Las personas decentes se parecen a los viciosos en un detalle clave: ninguno sabe casi nada de drogas. Unos se enorgullecen de ignorar, otros creen que el saber lo da el consumo. ¿Cuántos adolescentes sueñan, un poco en broma, con el día en que sus padres acepten compartir un gallito con ellos, aunque sea sólo por comprenderlos? ¿Cuántos padres quisieran saber bien de lo que hablan cuando previenen a sus hijos contra las drogas? Lo cierto es que unos y otros no suelen manejar sino supersticiones. El adicto prefiere confiar en las palabras del marchante que en las de quienes buscan prevenirlo. Más todavía si la compra-venta se realiza a la sombra de la clandestinidad.
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Hasta hace poco tiempo, el aborto no sólo era un delito, sino un muy buen negocio. No logro imaginar a una mujer que sea feliz abortando, ni a una persona sana que sueñe con hacerse drogadicta. Más sencillo resulta pensar en hijos de vecino ansiosos de ganar dinero fácil, aunque ello los convierta en criminales sanguinarios, una vez que las leyes absurdas y abusivas abren esa ventana. ¿Es posible acabar con los negociantes sin antes acabar con el negocio? Entiendo que no exista el derecho a vender mariguana afuera de una escuela, pero encuentro profundamente imbécil que un ciudadano adulto se vaya a la cárcel por sembrarla en su casa, o por siquiera poseer las semillas. Si fuera traficante, aplaudiría esas leyes. Me escandalizaría, junto a la gente decente, contra quien propusiera derogarlas e invertir el dinero de la guerra en educación y terapia. Me felicitaría porque la ley combate a mis competidores y preserva el negocio. Me escudaría, al fin, en el viejo refrán: negocios son negocios.

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