lunes, septiembre 22, 2008

El mundo es de los zopencos

Diario Milenio-México (22/09/08)
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La baba que contagia
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Contra lo que presumen los arrogantes, no hay quien se mire a salvo de la estupidez. Tampoco es un secreto que la arrogancia misma nace de por sí estúpida, toda vez que supone que los demás lo somos por defecto. Cuando uno escribe, suele hacerlo tratando escrupulosamente de eludirla, pero ella es en tal modo escurridiza que consigue inmiscuirse inclusive en los párrafos que se tienen por sesudos (empezando por éste, que con algún candor pretende acorralarla). Peor resulta cuando se abre la boca para cumplir con el capricho idiota de espetar lo primero que se piensa; los labios rara vez son avispados, si hasta cuando se besan es frecuente que se les vayan los pies.
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La estupidez, aparte, resulta contagiosa, merced a su bien conocida fuerza centrípeta, que en el primer descuido captura a los más vivos en su dinámica y los lleva a decir lo que debiera ser indecible. No son pocos los zafios que gustan de introducir estupideces obvias en una discusión, para que así la rabia del oponente le lleve por sí misma a soltar las burradas más escandalosas, hijas del revanchismo irreflexivo y los complejos menos presentables; aunque ya quien se mira inmerso en esas controversias debería recordar que nadie pierde tanto en una discusión como aquél que la gana de manera evidente, y en consecuencia se hace de un enemigo que cobrará esa deuda más tarde o más temprano, a saber con qué réditos leoninos. Nada es más fácil, cuando se enfrenta un argumento idiota, que responder con la mordacidad, o de plano el insulto, que aplicados con cierta elegancia son como una estocada en el ego del otro, pero jamás alcanzan para matarlo. Y ahí está la cuestión, porque al cabo el denuesto más brillante acaba llevando agua al molino voraz de la estupidez.
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Tarugos de campeonato
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Afortunadamente para nuestra autoestima, pocos campos parecen tan competidos. Gracias a eso, la mayor parte de nuestras tonterías cotidianas pasa de noche frente a las grandes perlas de la imbecilidad, que generosamente nos permiten apuntar hacia ellas y carcajearnos cual si fuésemos inmunes a su poder viral. Un hormiguero, cantaba Chava Flores, no tiene tanto animal, pero habría que ver cuál de las demás especies comete tantas pifias gratuitas; revisa uno la historia de las propias y comprueba que con pasmante asiduidad la inteligencia sólo le ha servido para aplicarse a tratar de enmendarlas, con una discreción no siempre victoriosa. En vano puja uno por entender a aquellos perversos que, quisiera suponer, los son por causa de su estupidez; pero la estupidez no es necesariamente perversa, y la perversidad, en cambio, es digna descendiente del cretinismo supino.
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Criticada inclusive por sus más destacados exponentes, la estupidez permite ser clasificada de infinitas maneras. Si hablamos de su origen, por ejemplo, podemos distinguir tres tipos principales: adquirida, espontánea y congénita. Tildar de estúpido a quien padece la tercera es una canallada que delata en el responsable la presencia de la primera o la segunda, que en todo caso tienen la costumbre de trepar juntas al escenario. ¿Quién, que no haya adquirido y alimentado prejuicios imbéciles, desaprovecha la oportunidad de sacarlos al balcón sin que nadie tenga que provocarle? ¿No es verdad que la estupidez, por su propia aversión al discernimiento, suele ser vanidosa y ávida de ovaciones? Se la ve con frecuencia erguida y solemnísima, decidida a imponer el respeto que ni con harta suerte conseguiría ganarse más que bajo el formato de un mero simulacro. Para mejor captarla en plena acción, acudamos a las recientes palabras de Jorge Chávez, líder visible de la oposición boliviana en el departamento sureño de Tarija: “De ser necesario, habrá sangre: tenemos que frenar al comunismo y derrumbar al gobierno de este indio infeliz”.
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Zoquetes al poder
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Cualquiera que se mire en el lugar del presidente Evo Morales celebrará contar con un opositor tan imbécil como el señor Chávez, capaz de responder al fanatismo revanchista en el poder con necedades aún más trasnochadas. ¿Qué más puede pedir un vengador racista, sino el odio babeante de sus adversarios? ¿Queda lugar para cualquier modelo de sensatez, una vez que en el campo de batalla destacan solamente dos extremos vistosos por su rechazo a todo razonamiento? Se equivoca quien piensa que la estupidez peca de opaca, si al contrario, su vocación consiste en hacerse escuchar y conseguir adeptos incondicionales. Entre más sean los seguidores dispuestos a hacer coro para apoyar sus ocurrencias fáciles —más valdría llamarlas escurrencias— mejor se sentirá la estupidez, pues quedará con ello menos espacio para las ideas. Conviene, en tal sentido, apuntar que esta clase de imbecilidad —embustera, estratégica, mustia— suele ser cualquier cosa menos imbécil, y ya de entrada cuenta con las burlas ingenuas de los escépticos. Fueron en su momento legión los judíos alemanes que se refocilaron haciendo chistes a costillas de las estupideces a diario proferidas por ese tal austriaco impetuoso, a quien ni como broma concedían la posibilidad de alcanzar un día el rango de canciller. Puede uno imaginarse a Hermann Göring contando de antemano con ese menosprecio.
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Cuando la estupidez consigue articular la primera y la última palabra, su arma más eficaz consiste en imponer el tono de la agenda. Se cuelga a los posibles contrarios los peores adjetivos, se les descalifica moralmente, se les acusa de las infamias menos comprobables, se invoca la existencia soterrada de enemigos y conspiraciones omnipresentes, y al cabo de algún tiempo se aparecen los duendes convocados: gentuza lista para responder con tonterías y canalladas equivalentes o incluso mayores, que ni pintados para encajar en la caricatura precedente. ¿Qué va a hacer la mesura inteligente para alzar la cabeza entre vulgaridades tan conspicuas? ¿Quién va a querer sentarse a razonar cuando todos se paran a gritar? Nadie respeta a las risas estúpidas, pero es cierto que a veces son las últimas.

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