martes, agosto 26, 2008

San Diego alternativo / I



Diario Milenio-México (26/08/08)
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No es Nueva York o Chicago, por supuesto, pero tiene lo suyo. Además, para formar fronteras se necesitan dos. San Diego es un poco más que el hermano gemelo aburrido de Tijuana. Conservadora y bajo la presencia ominosa de las bases militares, San Diego es una ciudad fronteriza casi a pesar de sí misma: es del todo posible, de hecho, vivir ahí sin tener mucha conciencia de la vecina otredad que la conforma gracias, sobre todo, a las veintitantas millas que la separan de las garitas. San Diego suele atraer al turismo familiar que busca los grandes parques de diversiones, como Sea World o incluso el zoológico, o que va en pos de la temporada de ofertas de sus malls. Pero más allá de la arquitectura de réplica del Parque de Balboa o de los bares de Hillcrest (el barrio gay) o de las vistas espectaculares de la Jolla, se extiende una activa vida de migrantes que da al traste con la aparente insularidad de esa ciudad limpia y de amplias avenidas que alguna vez fuera una misión. Para descubrir al San Diego acentuado de todos los días, ahí donde uno habla en español con la cajera del supermercado y negocia con un mecánico afgano después de hacer un trato con un vendedor de autos paquistaní, basta con alejarse de las rutas establecidas por el turismo oficial y dejarse llevar por los aromas de los pequeños restaurantes o los ecos de las conversaciones de los migrantes.
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Ninguna agencia de viajes le aconsejaría al trotamundos que se internara, por ejemplo, en City Heights—el barrio en cuya escuela preparatoria pública se hablan, según informan los reportes oficiales, 16 idiomas distintos aproximadamente. Además de la población hispana que está en todos lados, hasta ahí han llegado los expulsados de Eritrea o de Vietnam, conformando una comunidad cosmopolita signada por una fuerte vida urbana repleta de pequeños negocios familiares. Por eso, si se quiere comer comida auténtica hay que manejar por tres arterias fundamentales de la ciudad: Adams, El Cajón y Avenida Universidad, sobre todo entre el 805 y la 15. Es precisamente por ahí, en ese rectángulo de la alteridad, que se encuentra el que para mí es el mejor restaurante de San Diego: un lugar de comida vietnamita que responde al nombre de Saigón. Sin más decoración que una gran pecera rectangular que cubre lo que alguna vez fuera la puerta principal, los delgadísimos meseros del Saigón reciben al comensal con un menú bilingüe de casi diez páginas laminadas. I´ll be with you in a minute, hon, dirá alguno. Si uno no sabe qué pedir, y los meseros que hablan sólo con dificultad el inglés no serán de mucha ayuda en este aspecto, será suficiente con señalar lo que otros comen ya en la mesa vecina para dejarse sorprender por la delicadeza de las sopas o el sabor indescriptible de las ensaladas. No hay pierde en el Saigón. Desde los rollos vegetarianos hasta las ancas de rana, pasando por el vermicelli y la sopa de tripa, todo es rico (en el sentido más literal de la palabra) en sus platos. Además, entre bocado y bocado, mientras el comensal se pregunta con insana insistencia qué buena acción ha hecho en el mundo para merecerse tal manjar desconocido, podrá divertirse tratando de adivinar el tema de conversación, en apariencia de vida o muerte, que entretiene a la familia vietnamita de al lado o siguiendo las sesudas disquisiciones de los jóvenes neo-hippies que llegan en bicicleta al lugar.
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Las compras en este San Diego alternativo no se llevan a cabo en las grandes plazas comerciales y ni siquiera en los outlets que, como el de Las Américas, se desbordan ya por la línea fronteriza. Cualquier Sandieguino experimentado sabe que cuando hay algo de dinero extra hay que dirigirse a esos neurálgicos centros de reciclado que son las así llamadas Thrift Stores o las famosas Segundas. Entre todas ellas reina, justo sobre el Pacific Highway, la de los AmVets. Es posible vivir años enteros en San Diego sin saber de su existencia, pero llegará el momento en que algún compasivo del lugar lo mirará a uno con suspicacia y, luego de pensárselo un rato, le brindará la información necesaria para identificar la bodega de dimensiones generosas que, de tan anónima, puede pasar desapercibida con facilidad. Ya más de cerca, y con los códigos en mano, uno se puede llegar a explicar, y esto con la irónica sonrisita del caso, qué hacen estacionados uno junto a otro la troca del año del caldo y el mercedes lujosísimo a la orilla de la vieja carretera de dos carriles. Porque, es cierto, todo el mundo va al AmVets. Los inmigrantes pobres y los dueños de negocios de antigüedades, las señoras de buena cuna y los punketos que se visten a la retro, los solteros y los casados y los que acaban de rentar un departamento. Enormes cargamentos de objetos peculiarísimos llegan durante todo el día, y esto a intervalos reducidos, al almacén. Y ahí, además de los tradicionales zapatos y muebles y aparatos electrodomésticos, el visitante alternativo de San Diego podrá adquirir también los libros más variados. Yo me he topado en sus anaqueles con libros de Kathy Acker y de Gogol, de Jack Spicer y de Gabriel García Marquez, en español. Mi hallazgo favorito ha sido, sin duda, la obra completa de García Lorca, editada por Aguilar y publicada en pasta de cuero, adquirido por la irrisoria cantidad de $4.99.
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Las librerías de segunda más suculentas se encuentran, sin embargo, sobre Adams (igual, entre la 805 y la 15). Un paseo típico de los recorridos alternativos de San Diego tendría que incluir por fuerza una caminata por la sección denominada como histórica de esta larga calle. Habría que iniciarlo todo justo bajo el gran anuncio de Normal Heights, el nombre del barrio, tomando un buen café en el negocio local y no en el de la cadena transnacional que se encuentra justo en la contraesquina. Después de un par de horas entre librerías y negocios de antigüedades y cigarrerías egipcias y tiendas de viejos LP´s, sería del todo sencillo detenerse a comer en la fondita fenicia o en el restaurante vegetariano precedido por una gran fotografía del Dalai Lama. Después de una película en el Kensington, uno de los dos cines de arte de San Diego, no estaría del todo mal empezar la noche en uno de los bares irlandeses de la Adams tratando de descifrar, una vez más, el contenido de la conversación de los koreanos y los árabes y los kenyanos que se dan cita en el lugar mientras uno se pregunta, también de manera insistente, qué de normal hay en Normal Heights.

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