martes, agosto 12, 2008

Manifiesto contra el celular



Diario Milenio-México (12/08/08)
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Los objetos despiertan, sin duda, pasiones desmedidas. Eso pensé al encontrar una hoja mecanografiada en papel revolución sobre una pared citadina. Entre figuras agigantadas de graffiti y propaganda de una revista de, como se dice, actualidad, la hoja susodicha llamó mi atención por sus dimensiones, tan pequeñas, y por su obcecada hechura: tipografía mecánica y reproducción manual. Se trataba, a todas luces, de un manifiesto: un texto público redactado con la fiebre de la convicción y los recursos atávicos de un ludita de inicios del siglo XXI. El título: LOS CELULARES ACABARÁN CON TU VIDA. Pocas cosas me habían resultado más intrigantes en vísperas de la época del iPhone.
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Lo había oído ya en muchas ocasiones (y en otras tantas lo había creído) (y en aún más lo había dicho yo misma) pero esta hoja tan nimia y tan procaz al mismo tiempo terminó por obligarme a hacer lo que estaba haciendo: leyéndola con atención, línea a línea. Existe, decía el punto primero del manifiesto, algo que se llama Exceso de Contacto (así, con mayúsculas). Al facilitar el contacto con tu mundo cercano (el manifiesto insistía en hablarme de tú y eso, no sé por qué, me parecía ejemplo del mentado exceso) estás permitiendo que entren en tu esfera más íntima una cantidad indescifrable y, eventualmente, incontrolable de vibras y karmas que terminarán afectándote de maneras definitivas. Por ejemplo: ese número sólo en apariencia equivocado es, en realidad, un caballo de Troya que ayudará a derribar las paredes de esa ciudad interna a la que es fácil denominar El Yo.
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El punto número dos era menos poético: “En la era de la información y su incesante ruido, el ser humano precisa de silencio. Necesitas escucharte a ti mismo”. Revisé las muchas tardes que había pasado escuchándome a mí misma y pensé que, de haberlo hecho, el ludita anti-celularítico se lo habría pensado dos veces antes de llamar a eso silencio. Por un momento pensé que era un aliado no muy secreto de la paranoia urbana que, con sus mítines incesantes en los paneles de la cabeza, constituye la forma más ecuménica, y desesperanzada, del ruido.
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En el tercer punto le di la razón: “El celular facilita la circulación de las malas noticias”. En efecto, si ya no se tardaban en llegar en un mundo sin tecnología, podía ver, y había comprobado ya en algunas ocasiones, que las malas noticias constituían uno de los grupos más beneficiados por el exceso de contacto al que nos sometían tantos caballos de Troya de la era celular. ¿Y necesita uno, de verdad, una mala noticia?
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El punto número cuatro era fundamentalmente literario. Ahí el autor del enrabiado documento aducía, yo creo que con razón, que una obra como Drácula, de Bram Stocker –basada como se sabe en la incesante producción de telegramas y cartas y diarios, y la trascripción de todos los anteriores– perdería su condición de Gran Obra de la Literatura Universal si, en lugar de la pasión de la escritura, los personajes en peligro se hubieran dado a la tarea de comunicarse oralmente y, además, de manera inmediata, con los personajes que se encontraban a salvo. Y qué decir, continuaba el documento, de las novelas policiales y aquellas obras dominadas por el monólogo interior o el flujo de conciencia. ¿Cuántos traumas, secretos, dramas se convertirían en mera información gracias al uso del celular? ¿Cuántos párrafos se transformarían en esa pedacería especular que eran los mensajes de texto?
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El quinto punto tenía que ver con la voz. ¿No era una voz sin labios lo mismo que un cuerpo decapitado sobre la calle?, se preguntaba con tintes francamente dramáticos el contrincante anónimo del celular.
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El sexto y séptimo punto eran, a decir verdad, uno solo: el celular era un ataque contra el cuerpo, contra el cuerpo y su presencia, contra el cuerpo y su lentitud, contra el cuerpo y sus gestos. Ese pequeño aparato con lucecitas de colores y ruiditos psicodélicos no era más que el abracadabra con el que la sociedad actual había logrado por fin deshacerse de los cuerpos. Es cierto, admitía, que muchas veces se utilizan estos teléfonos para hacer citas y, luego entonces, juntar cuerpos, pero la mayoría de las veces, también decía esto, las citas sólo eran pretextos para que otros nos vieran hablando por teléfono con los que, debido a que tenían cuerpo, no estaban ahí.
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En esos momentos pasaban por la calle dos muchachos aparentemente juntos, pero cada uno con su celular pegado a la oreja derecha y, vaya, no pude evitar un súbito ataque de melancolía. Recordé que ahí, dentro de mi bolsa, estaba ese pequeño objeto que me conectaba innecesariamente con otros –sobre todo con esos otros que me buscaban para darme cantidades irrisorias de trabajo–, que me llenaba de ruido y de paranoia y de malas noticias mientras me convertía en la mismísima Mujer Invisible frente a los hombres o mujeres que sostenían entretenidas conversaciones con sus fantasmas favoritos a través de bocinas secretas. Saqué, pues, en plena actitud de derrota, un plumón rojo de mi bolso (que es una verdadera cueva de las mil maravillas) y subrayé todos y cada uno de los puntos del Manifiesto Ludita. Luego, como es claro, no pude evitar tomar mi celular y contarle mi dramática experiencia al fantasma de Troya que se desvanecía del otro lado de la línea.

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