martes, julio 08, 2008

Lo que yo quiero de él...

Diario Milenio-México (08/07/08)
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Una de las razones por las que Susana San Juan ha sido considerada como un poderoso personaje femenino rulfiano, se debe a la relación estrecha con su propio deseo
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No son pocos los personajes femeninos de Juan Rulfo que expresan su deseo, especialmente su deseo sexual, de manera directa. En los primeros fragmentos de Pedro Páramo, Eduviges Dyada no tarda mucho en relatarle a Juan Preciado cómo es que ella estuvo a punto de ser su madre. “Dolores fue a decirme toda apurada que no podía. Que simplemente se le hacía imposible acostarse esa noche con Pedro Páramo. Era su noche de bodas”. El ruego continua, el proceso de convencimiento, y Eduviges, al fin, cede. “Y fui”, dice. “Me valí de la oscuridad y de otra cosa que ella no sabía: y es que a mí también me gustaba Pedro Páramo. Me acosté con él, con gusto, con ganas. Me atrincheré en su cuerpo; pero el jolgorio del día anterior lo había dejado rendido, así que pasó la noche roncando. Todo lo que hizo fue entreverar sus piernas entre las mías”. Es apenas el fragmento número nueve del libro y ya Pedro Páramo ha sido despojado de la proeza sexual que suele asociarse a fuertes personajes masculinos, especialmente cuando sus nombres son llevados al título del libro. El lector se enfrenta, pues y de entrada, a un héroe emasculado y a una mujer “con ganas”. Eduviges no es aquí la Malinche pétrea y perforada de Octavio Paz, ni la limitada mujer de la condición femenina de Rosario Castellanos. Eduviges es aquí un cuerpo sexuado a cargo de su deseo.
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Fragmentos después, cuando en típica estrategia rulfiana, el lector se entera prepósteramente de la razón por la cual Dolores Preciado no puede acostarse con Pedro Páramo en su noche de bodas, Rulfo introduce el cuerpo menstruante de la mujer en Comala y, de paso, en las letras mexicanas. Obedeciendo las órdenes del cacique, Fulgor Sedano pide en matrimonio a Dolores Preciado para de esta manera reducir las abrumantes deudas de la Media Luna. La mujer, reaccionando con gusto, le solicita, sin embargo, una tregua. Ante la renuencia del administrador, la mujer insiste: “Pero además hay algo para estos días. Cosas de mujeres, sabe usted. ¡Oh!, cuánta vergüenza me da decirle esto, Don Fulgor. Me hace usted que se me vayan los colores. Me toca la luna. ¡Oh!, qué vergüenza”. Fulgor Sedano, sin embargo, se muestra inflexible y, por ello, Dolores se ve obligada a intentar algunos remedios caseros. Así, ella “corrió a la cocina con un aguamanil para poner agua caliente: ‘Voy a hacer que esto baje más pronto. Que baje esta misma noche. Pero de todas maneras me durará mis tres días. No tendrá remedio. ¡Qué felicidad! ¡Oh, qué felicidad!’”. Cuando el remedio falla, Dolores Preciado no tiene otra solución más que pedirle el favor a Eduviges. El favor de suplantarle el cuerpo.
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Una de las múltiples razones por las que Susana San Juan ha sido considerada por muchos como un peculiar y poderoso personaje femenino en la literatura mexicana del siglo XX es, precisamente, debido a su relación estrecha y directa con su propio deseo. Viuda y trastornada, Susana, a pesar de estar casada con Pedro Páramo, no hace otra cosa más que recordar a su difunto marido, Florencio. La memoria de Susana, sin embargo, no es meramente romántica o platónica. Sus recuerdos se pueden masticar. “!Qué largo era aquel hombre! ¡Qué alto! Y su voz era dura…! Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos”. Aprovechando la voz femenina, Rulfo lleva a cabo algo rara vez visto en la literatura mexicana de mediados de siglo: describir, con puntualidad, el cuerpo masculino. Rulfo nota y hace notar las fisuras, los temblores, los encantos de los cuerpos de los hombres, sin por ello dejar de lado su posible impotencia, tanto física como anímica, ante y por el cuerpo femenino.
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Es claro que las ánimas que se pasean por Comala purgando culpas y murmurando historias son ánimas sexuadas. Al contrario del dios que increpa Susana San Juan en uno de sus ardientes monólogos, a Rulfo no sólo le interesan las almas, sino más bien, acaso sobre todo, los cuerpos: las marcas de esos cuerpos, las interacciones de esos cuerpos, las transgresiones de esos cuerpos. Por esas áridas tierras donde sólo crecen arrayanes ácidos se desliza un tufo sexual. Por las ventanas de las casas de una Comala nocturna, cubierta de nubes, entran y salen hombres husmeando a sus presas-mujeres que otras mujeres, ya Dorotea o Eduviges o Damiana, le han facilitado al cacique y, sobre todo, al hijo del cacique, Miguel Páramo. Del otro lado de esas ventanas asimismo esperan sobre sus lechos mujeres desnudas, como Damiana Cisneros, o temerosas de la muerte, como Ana Rentería. Y, para nombrar cada uno de estos encuentros, cada uno de estos deseos, Rulfo ha elegido sustantivos directos y denotativos, así como adjetivos de un gran poder de evocación sensorial. Cuando Dolores Preciado atiende el llamado de Inocencio Osorio, el provocador de sueños, la sesión con ese hombre “que escupe como los gitanos” consiste “en que se soltaba sobándola a una, primero en las yemas de los dedos, luego restregando las manos; después los brazos, y acababa metiéndose en las piernas de una , en frío, así, aquello al cabo de un rato producía calentura”. Cuando Abundio se emborracha debido a la muerte de Refugio, su mujer, éste recuerda cómo “se acostaba con él, bien viva, retozando como una potranca, y que le mordía y le raspaba la nariz con su nariz”. Incluso cuando Juan Preciado se descubre compartiendo una estrecha tumba con Dorotea La Curraca ella está “en el hueco de [s]us brazos”. Las rodillas juntas.
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Los lectores tempranos de Rulfo, aquellos que recibieron sus libros con entusiasmo y recomendaron sus traducciones a otros idiomas, han escrito, y mucho, sobre la violencia sexual que ejercen los violadores, el cacique y, en su caso, el hijo del cacique, en los caminos de Comala, ligando así la figura del hijo bastardo con el sentido de orfandad de una nación en pos de su propia modernidad. A esta visión que, aunque certera, no deja de ser parcial, habría que agregarle ese deseo sexual femenino tan cabal como complicadamente presente a lo largo del texto rulfiano. Nuestra interpretación de las múltiples maneras en que México enfrentó el reto de su propia modernidad a mediados del silgo XX sería así más compleja, más dinámica y, sin lugar a dudas, más interesante.

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