lunes, julio 21, 2008

Dos poemas de Palou García, dos.

El poeta y narrador José Prats Sariol que hace unos años radica en Puebla ha sacado junto con el Grupo literario de las Américas la revista Instantes, cuya finalidad es publicar literatura sin afán de lucro, pero sí buscando dar a conocer nuevas voces.
A continuación transcribo dos poemas publicados por Pedro Ángel Palou, su parte póética muy escondida y que comúnmente sólo muestra cada que cumple un año más de vida.
En estos días iré publicando algunos textos que han aparecido en espacios locales, como preparativo y salutación, siempre amistosa y cariñosa, a su regreso a tierras poblanas.
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Azules (publicado en Instantes 1)
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Después de contemplar los seis volúmenes de Jacques Mathurin Brisson, Ornithologia, sive synopsis methodica sistens avium divisionem in ordines, De 1760
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Siempre he sentido envidia de los naturalistas aficionados:
con sutil precisión de orntólogos bautizan sus hallazgos.
Yo me solazo en las páginas de un antiguo volumen coloreado
y en las palcas de Martinet que ya había ilustrado a Buffon
como si entrara en un aviario. Escucho todas sus canciones.
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Salgo de la biblioteca, aturdido por la falta de silencio.
Me siento en una banca. Entre la anorexia del cíprés
y la astuta bulimia de una araucaria, sembrados por un idiota.
Un árbol sin nombre en mi memoria m saluda o me increpa.
En su interior un ave canta de nuevo y para mí, curioso,
por vez primera. Una niña camina con sus lágrimas.
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Sus hermosos tenis negros salpicados de margaritas,
pies llenos de alegría para un semblante de angustia.
Me pregunta en su idioma si he oído cantar al ave escondida.
Le respondo que sí, y pronuncia dos palabras que la nombran.
Le otorga existencia en medio de su llanto incontenible.
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Miro sus pies cubiertos de flores. Le digo que tal vez dess
volar. O se lo pregunto. Pétalos blancos que son alas.
Otra vez el pájaro que nos interrumpe con su sonata.
Me miran sus ojos azules, transparentes. Ojos de fantasma.
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Tristes son las melodías de las aves migratorias, afirma
la niña mientras se seca las lágrimas también azules.
Asiento. No sé de aves, perosí de mudanzas y dolores.
Saca dos caramelos del bolsillo y me regala uno.
Toda ella es ese gesto. Los dos chupamos y lamemos
nuestros dedos pegajosos. No sabemos qué hacer
con la envoltura. Ella sonríe. Vuelve el ave.
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Ahora un canto solemne emerge de su garganta.
Un réquiem por la tarde que se extingue, el crepúsculo
que nos abandona. Oscurece. Desaparecen la niña
y el pájaro. Qué sola se queda la noche azul oscuro
qué solas mis mano de azúcar y de miedo. Qué solos
mis oídos en medio del prolongado sueños de las aves.
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Duermen ya todas las cosas menos mi cuerpo y su memoria.
Y la luna: la forma permanece siempre despierta.
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De la Parvada (publicado en Instantes 2)
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Han venido a recogerme y allí están, frescos:
estela de un rocío inesperado y limpio:
agitan sus seis alas como manos y me llaman.
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No saben si han venido por el despojo inane
de su padre, o es que son aún en cuanto
pedazos desprendidos, costillas y extremidades
de su carne, parte de ese otro que los mira.
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Ojos de asombro, como los de su madre
que llora del otro lado del grueso cristal que
nos oculta y transparenta y aún separa.
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La banda no se mueve. Otros han llegado
también por su equipaje, largo y pesado,
de viajeros inmóviles. Virtud mía la del
nómada. El mío es ligero y casi inexistente.
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Regresamos en tren a casa. Los cinco enloquecidos.
Nos tocamos como si fuésemos irreales.
Nos besamos porque nos sabemos todavía verdaderos.
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Ellos me enseñan las estaciones de paso en las
que no nos detenemos. Los largos tres quietos.
Los vagones presas del graffitti como un polvo
oscuro de la inquina. La infinita soledad del túnel.
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Hay algo de magia en nuestro abrazo. En sus alas
que señalan sus asombros y en sus ojos que miran
a los míos y se reconocen. Estamos al fin todos.
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Ahora duermen. No les he traído alimento terrestre
alguno. Nada que no sean mi cuerpo y sus cuidados.
Hoy ya no verifican las cerraduras de la vieja puerta.
Están tranquilos, como si su padre fuera un muella
donde al fin atrancan sus pesadillas. O un árbol alto
y frondoso que los protege siempre de otras aves
y del dolor de sus propias máscaras. Acaso sueñen.

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