martes, julio 29, 2008

Bienvenido el cataclismo


Diario Milenio-México (29/07/08)
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La palabra, en sí misma, provoca inquietud. Uno no espera un cataclismo como quien espera la lluvia. Uno, en sentido estricto y en honor a la verdad, no espera un cataclismo; el cataclismo ocurre, de preferencia sin anuncio alguno. Sin más: he aquí una transición cataclísmica. Repentino y visceral, el cataclismo aparece, inaugurando así el espacio “de la nada” (o, en inglés, del azul). El cataclismo, en todo caso, está aquí para cambiarlo todo. Revolución estructural. Limen definitivo. Inexplicable. ¿Doloroso? Uno por lo general no dice “fuiste un cataclismo en mi vida” con una sonrisa en la boca. El cataclismo, sin embargo, interrumpe el estado general de las cosas y, al hacerlo, causa angustia pero también gusto, ambos presuntamente desmedidos (de otra manera no serían cataclísmicos). Tanto la ciencia como la narrativa modernas nos han enseñado a ver al cataclismo con suspicacia. El darwinismo lo domesticó con lentas gradaciones en contextos de intensa competitividad; la novela decimonónica lo redujo a momentos de revelación que, construidos poco a poco a través de una anécdota, normalizaban, porque lo explicaban, el estado de las cosas. Táctica de conservación.
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Según Mike Davis, el feroz crítico social que ha tocado con singular acidez tanto los límites posibles como los casi imposibles de las grandes metrópolis modernas (desde Ciudad de Cuarzo. Excavando el futuro en Los Ángeles, hasta Ciudades Muertas: Ecología, catástrofe y revuelta) así como también las consecuencias humanas de los cambios climáticos y la destrucción ecológica de nuestros tiempos (Ecología del miedo: Los Ángeles y la imaginación del desastre y Los últimos holocaustos victorianos: El Niño y la creación del Tercer Mundo), los recientes cambios en el campo de la geología se basan y, a su vez, resultan en una apreciación mucho más benigna de esos grandes cambios con consecuencias inéditas a los que solemos denominar como cataclismos. ¿Somos, pues, danzantes cósmicos en el escenario de la historia? Éste es el titulo del capítulo que Davis le dedica a la sección de “Ciencias Extremas” en el libro Ciudades Muertas.
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Contrario a los universos aislados y predecibles que configuraron las imaginaciones de Newton, Darwin y Lyell, la tierra que imaginan unos cuantos científicos conocidos como neo-catastrofistas –entre los que se cuentan Kenneth Hsu en China y Mineo Kumazawa en la Universidad de Nagoya¬– no es inmune para nada al caos astronómico. Al contrario, parte singular de un sistema solar histórico que no parece preñado de vida, la tierra es la corteza donde convergen, y esto continuamente aunque a escalas de tiempo distintas, eventos terrestres y procesos extraterrestres cuya evidencia más dramática aparece, precisamente, en forma impactos monumentales de los cuales se generan las catástrofes. El caso que le permite a Davis una lectura social de los hallazgos de la geología contemporánea es un debate –la relación de los asteroides y los impactos de cometa en eventos de extinción masiva– que no hace mucho se reavivó a nivel popular con la identificación del cráter de Chicxulub en la península de Yucatán y su vinculación con la extinción de los dinosaurios, científicamente conocida como la Extinción masiva del límite K/T o la extinción del Cretáceo-Terciario (lo que uno aprende conviviendo con personas de entre 8 y 12 años).
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Siguiendo principalmente los trabajos de Herbert Shaw (Cráteres, cosmos y crónicas: una nueva teoría de la tierra) y de Ross Taylor (La evolución del sistema solar: una nueva perspectiva), ambos libros publicados en la última década del siglo XX, Davis señala la importancia epistemológica de la puntual incorporación de la catástrofe como un evento no ocasional sino fundamental en sus nuevas visiones de la tierra. De la misma manera, Davis demuestra el papel estratégico de ese tipo de tierra dentro de un sistema solar concebido como un bricolage. Izquierdista convencido, Davis advierte en ese giro no linear de la geología, que escapa además a las estructuras causales de la explicación científica más convencional, una revaloración del cataclismo como una fuerza que condensa procesos temporales –permitiéndonos así pensar el cambio en formas que no obedecen a una lógica gradual y linear– y que garantiza el aumento exponencial de energía al que se le deben, parafraseando las palabras que Edmund Halley dirigió a la Real Sociedad en 1694, “la sucesión de mundos”.
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Aunque los neo-catastrofistas son bastante escépticos acerca de la posibilidad de vida más allá de la tierra, aduciendo que las condiciones que facilitaron tal existencia son raras en el universo tal como lo conocemos, ellos generalmente creen en el poder creativo de la destrucción última. Aseguran, así, justo como lo hace Stephen Jay Gould, que las extinciones masivas son en realidad un proceso de “evolución por lotería” donde se asegura la supervivencia no del más fuerte sino del más suertudo. Contrario a la doxa micro-evolucionista de la selección natural, un neo-catastrofista como Michael Rampino asegura que los cataclismos son saltos no lineales de macro-evolución que rompen el estatismo de los ecosistemas. Revolucionarias, pero indiferentes, las catástrofes.
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Mientras los científicos discuten y esgrimen evidencia de uno u otro campo—ya para establecer a la catástrofe como un hecho más o menos aislado de baja frecuencia en el universo o para presentarla como el motor mismo detrás de las tendencias hacia una creciente diversidad biológica –los mortales que caminamos sobre esa peleada superficie terrestre haríamos bien en volver la cara al cielo con mayor frecuencia. Ya sea para agradecer o para pedir clemencia, ese simple movimiento de cabeza demostraría que creemos, también, “en una tierra existencial formada por la energía creativa de sus catástrofes”.

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