lunes, junio 30, 2008

Siniestros ambidiestros



Diario Milenio-México (30/06/08)
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1. Se vende valle de lágrimas
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No sé por qué soy de esos ingenuazos que piensan que la izquierda tendría que ser moderna, decente y respetuosa. Mis abuelas creían asimismo que los curas eran por fuerza píos, bondadosos e incorruptibles. Para ser cura, es preciso ingresar a un seminario y ordenarse, varios años después, mientras que para ser de izquierda no hace falta otra cosa que proclamarlo. Ser de izquierda, en los tiempos de mis abuelas, era un camino raudo al desafío y la liberación de los diversos traumas adquiridos durante el catecismo y sus secuelas, aunque no pocas veces conducía a catacumbas equivalentes. Hoy, a estas alturas, cuesta creer que ciertos personajes de José Revueltas estén hablando en serio. Más increíble aun parece desde aquí que todavía en 1970 Revueltas estuviera en la cárcel, básicamente por pertenecer a una izquierda que ya lo había excomulgado. A otros, en cambio, les preocupa que el mundo tenga menos de esos colores tétricos. ¿Quién diría que esas personas son de izquierda?
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Remontarse a las épocas de la derecha golpista y antisemita enfrentada a la izquierda conspiradora y clerical debería ser nada más que una travesía fugaz al reino del absurdo, pero está visto que hay quienes prefieren vivir allí. Tal vez toda la idea de no olvidar el 2 de octubre tenga que ver con pretender que desde entonces nada ha cambiado, y se entiende que no habrá cambios reales si no son ellos quienes hacen la chamba. Si no recuerdo mal, por esa misma pista andaban las ideas de los curas, en cuya autorizada opinión nadie se salva de ir a dar al infierno sin el patrocinio de su abogada, la Santa Madre Iglesia. Tampoco andan muy lejos estas ideas de las de aquellos comentaristas políticos abominables, capaces de encontrar una conspiración comunista en cualquier pensamiento ajeno al suyo. Si entonces, entre guerras o ya en la guerra fría, esos bichos autoritarios hacían ya el triste papel de anticuados y antipáticos, que papelón no harán quienes replican esas mismas actitudes desde lo que sólo ellos y sus antípodas se atreven a llamar izquierda, no exactamente para prestigio de la izquierda.
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2. Extremismo y herrumbre
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El enemigo del extremista herrumbroso es el mismo que aún desvela a los curas. No está en una trinchera, ni en el infierno, ni en el poder, sino precisamente adentro del usuario. Entonces, cuando menos, imperaba la clandestinidad. La paranoia, aliada permanente, podía llegar a salvarle a uno la vida, puesto que el enemigo, poderoso o proscrito, atacaría también clandestinamente. Si este enemigo era cobarde y tramposo, razonaba cada uno desde su bando, había que serlo tanto o más que él. ¿Cómo no convertirse en el peor enemigo de sí mismo, luego de contraer aquellas mañas que hasta hace poco hacían de su antípoda un sujeto perverso y despreciable que merece el infierno en la tierra? Pues tal era el lenguaje que por entonces empleaban los adversarios políticos, conscientes de que había más de un camino para callar al otro, o encerrarlo, o exterminarlo. Palabras empeñadas en encajarse como cuchillos, o en hacer estallar pedazos de enemigo. Más que palabras, órdenes al pelotón.
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Uno de los aprendizajes más difíciles para el extremista herrumbroso consiste en comprender que al adversario no se le puede matar. Ni encerrar, ni anular, por más que desde el púlpito se le envíe a podrirse en los infiernos. Si el catecismo que enciende sus flamas le dice que los otros son quienes se oponen a que él conduzca su rebaño al edén, a ver quién va a evitar que se comporte como un cruzado; menos habiendo tantos infieles por ahí. No es que concretamente se proponga matar a nadie, pero el asco ideológico no le permite concederle al otro el derecho a vivir. Tampoco a dialogar, o siquiera a expresar un punto de vista, pues el inquisidor asume que todo lo que salga de boca del impío es por fuerza palabra de Satanás. ¿Cómo va a hablarle sin amenazarlo?
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3. La izquierda no se santigua
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La sola idea de una izquierda clerical parece un disparate para quienes creemos que entre los compromisos naturales de quien dice ubicarse a la izquierda política o social debería contarse el de no combatir estupidez con estupidez, llámese ésta racismo, clasismo, autoritarismo o gangsterismo. Simpatizar con una izquierda gangsteril equivale a aceptar que el señor cura se dedique a la trata de blancas, si así puede apoyar a los pobres. Es decir, apoyarse en los pobres. Lo que tanto nos fastidió una vez que hicieran ciertos hombres de sotana hoy lo vemos rehecho en las manos de los profetas de la historia, que heredaron esa vieja facilidad para estigmatizar a los demás y absolverse a sí mismos en un solo conjuro. Que es lo que alcanza a hacerse en el curso de una guerra santa, cuando no queda tiempo para juicios y hay que venderse por entero a la fe. Hace ya muchos años que nadie les declara la guerra, pero es que ellos no saben vivir en otro estado. Su negocio es pelear, pues una vez inmersos en la batalla se autorizan a hacer toda clase de trampas y patanerías, al fin que son en contra de la derecha. ¿Está de más decir que todos los demás somos, en su opinión, parte de esa derecha?
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Recuerdo al catecismo como algo parecido a la promoción de un igualitarismo celestial autoritario que antes o después me sometería al temido Juicio Final, donde seguramente no pararían de rechinarme los dientes. Tener ideas de izquierda es —o en fin, tendría que ser— una puerta hacia afuera de la superstición y el oscurantismo, más que la misma sopa con otro condimento. ¿Qué tanto les asusta que esta clase de izquierda llegue al poder y pase por encima de los que prometió apoyar? ¿No es justo lo que hacía la vieja derecha, con sus botas y sus obispos regañones? ¿No se decía de izquierda el responsable del 2 de octubre y el 10 de junio? ¿Quién informa a las huestes del autoritarismo mesiánico que la izquierda no está arriba y adelante?

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