martes, junio 10, 2008

Nadal sobrenatural



Diario Milenio-México (09/06/08)
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Algo hay de esotérico en la raqueta épica de Rafa Nadal. Un drama de absoluta intensidad ante el cual sólo son sensatos los perplejos
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Narrar a golpe de aliento
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Quisiera uno escribir siempre sobre lo extraordinario, y hasta puede que escriba sólo por el prurito de encontrarlo. Nada parecerá ordinario a partir del momento en que el usuario de la pluma comience a secretar adrenalina por el puro pavor a no ser suficiente para atrapar esos instantes raros, trepado como está sobre esa ola de perplejidad que de cualquier manera lo rebasará. La gracia no radica en la proeza hueca de evitar despeinarse, como en darse a sudar en la certeza de que una sola distracción podría ser bastante para arruinar el final de la historia. Los detalles, los gestos, las palabras, los números, todo cuenta en el marcador abstracto que se alza frente a quien se ha propuesto estirar el espectro de lo creíble para intentar el juego de narrar lo inenarrable. Tiene, quien gusta de esta suerte de experiencias limítrofes, algún instinto para dar con ellas, si bien no se precisa un olfato esotérico para encontrarlas en la épica arrasadora de Rafa Nadal.
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Parecería que hablo de un narrador; no descarto que a su modo lo sea. Da hasta miedo pensar en un novelista capaz de aplicar dosis semejantes de poder animal en todas sus líneas, como si cada una fuera la última y de ella dependiese su pellejo. Es probable que crea, quien haya visto sólo sus números contra siete impotentes oponentes durante las últimas dos semanas, al extremo de virtualmente robarse su cuarto trofeo en Roland Garros, que semejante exhibición de poderío sucede en detrimento del drama narrativo, pero si he confundido a personaje con narrador es porque basta con mirarlo estallar en la cancha para asistir a un thriller de proporciones homéricas. Cuando no sofoclianas, como sería romperle ocho de once servicios al Soberano Federer y excluirlo virtualmente de la cancha durante una final de Grand Slam. Duele ver eso. Lastima incluso mirar hacia atrás y regatearle méritos a la perplejidad, si desde varios partidos atrás el Expreso Nadal anunciaba fatales dividendos para quien se atreviera a atravesarse en su carrera a la devastación.
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Puntillosa barbarie
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Bestia salvaje, lo apoda la tenista Mary Carrillo, a cargo de la crónica televisiva al lado de John McEnroe, que no pierde oportunidad para elogiar sus cualidades poco menos que sobrenaturales. En la primera fila, justo encima de la cabeza de Nadal, se aprecia la presencia ya mero fantasmal de Bjorn Borg, que hacía veintisiete años no pisaba el estadio. ¿Quién, que alguna vez haya participado de la taquicardia propia de asistir a un buen juego de tenis —experiencia dichosa, por sufrida— querría quedarse afuera de la pelea viva entre Nadal y Federer, a todo esto los dos más grandes de la historia? Extraña que otro rey, el de los españoles, no esté allí junto al sueco, injertado otra vez en Real Fan de Rafa. Vamos, yo en su lugar estaría ahí con la erre pintada a media jeta.
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Roland Garros es un torneo tortuoso. Los partidos son largos, la consistencia difícil, cada cancha de arcilla se convierte en arena para gladiadores entre el cuarto y el quinto set. No fue así para Borg, que en su momento barrió con quien se le puso enfrente; como no lo parece ya para Nadal, quien apenas en la semifinal ha tenido que emplear más de dos horas en ganar y nunca en el torneo ha sido derrotado o siquiera orillado a jugar un quinto set. Pero ni Novak Djokovic —quien durante algunos juegos, al final del partido, consiguió figurar sobre la cancha— pudo quitarle un set a esa bestia salvaje que los juega como una muerte súbita y pelea cada bola como un championship point. Once errores no forzados en tres sets: ya quiero ver qué bestia, salvaje o doméstica, es capaz de esa consistencia mental que armoniza poder devastador con sensibilidad defensiva, estrategia con intimidación, voracidad con toque, flash con foco. Técnicamente, un monstruo. Nada que hayamos visto o siquiera pensado. Nada que el mismo Federer pudiera predecir, pues en el ya tortuoso Roland Garros no hay destino más trágico y fulminante que tener que enfrentar a Rafa Nadal.
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Gladiador en jornada intensiva
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Si el papel del sentido común es considerar winners a las bolas que no aceptan respuesta, la gracia de las cosas extraordinarias se manifiesta a veces en su capacidad para hacernos reír a las costillas del sentido común. En el último punto de la semifinal contra Djokovic, éste le zorrajó a Nadal tres golpes contundentes que en cualquier otra circunstancia habrían sido winners, exceptuando el inenarrable caso de la raqueta que está en todas partes y dispara certeros escopetazos desde las posiciones más insólitas y comprometidas: juego, set y partido para Nadal. No exagera John McEnroe cuando lo imagina convertido en la estrella de un videojuego. Un contrincante que horas antes del juego ya está en el juego, de modo que al llegar a los casilleros corre, salta, choca con las paredes y se arenga a sí mismo para la pelea. A ver quién va a poder pelear contra eso.
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Todos hablan de profesionalismo. Mientras, Nadal lo está reinventando. Uno entre los tenistas entrevistados durante la transmisión televisiva, decía que la diferencia entre el profesional y el amateur consiste en que éste puede descuidarse unos juegos y aún así ganar el partido, mientras al otro le bastará con dejarse distraer un par de minutos para perder el set y muy probablemente el partido. “Nunca da un mal partido”, ha dicho Borg, luego de soportar con el estadio entero la pena de ver a Federer unir su nombre a los de Almagro, Nieminen, Djokovic y los otros tenistas importantes a los que Rafael Nadal ha hecho ver extraviados y hasta patéticos. “No quiere uno ni estar ahí”, observa McEnroe una vez que ve a Rafa arrebatar otros ocho juegos seguidos al todavía mayor tenista de la historia. Al noveno, se acaba el partido. El espectáculo es en tal modo despiadado que el vencedor ni siquiera celebra. Todos, incluso él, boquiabiertos. Al signo que precede a este pasmo sin nombre se le conoce como punto final.

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