miércoles, junio 04, 2008

La melancolía del expediente


Diario Milenio-México (04/06/08)
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Todo aquel que ha estado en un archivo lo sabe bien: el encuentro con el documento histórico es un instante epifánico. Lo comparo al minuto, o más bien el relámpago, en que el escritor que ha batallado por meses o años con un personaje, ya sea cortejándolo con datos o torturándolo con preguntas constantes, por fin escucha su voz. En ambos casos, aunque cada cual con las herramientas de su oficio, tanto el historiador como el escritor se enfrentan, siempre por primera vez, al momento en que eso que los ha desvelado, provocándoles pesadillas o deseos varias, eso que ha azuzado su intuición con promesas que con frecuencia parecen vanas, ha cobrado vida propia. Ambos momentos son, en este sentido, puntos de llegada pero, sobre todo y en realidad, puntos de partida. De ahí en adelante, tanto el historiador como el escritor se dedicarán a seguir los dictados de esas voces encontradas, fingiendo, por supuesto, que están en control, preferencia total, sobre la maleable materia humana y densa que enfrentan.
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Con todo y la epifanía que lo ronda, con todo y la sensación de destino cumplido con el que a menudo el investigador y el escritor reciben los ecos de esas voces lejanas con las que se han topado, el momento del encuentro con el documento histórico es también, quizá sobre todo, un desvío o, mejor dicho, una interrupción. Una aseveración de este tipo requiere de cierto tipo de explicación, así que mejor me explico. Valdrá la pena decir por principio de cuentas que cuando digo “documento histórico” pienso sobre todo en el tipo de papeles institucionales que involucran la participación de un agente del estado a través de preguntas organizadas a manera de formato burocrático y, sobre todo, que inmiscuye también las respuestas o los datos generados, aunque sea de manera oblicua o tangencial, por los ciudadanos comunes y corrientes a quienes tales preguntas les son planteadas. Dialógico por naturaleza, este tipo de expediente responde a las necesidades institucionales de producir un registro que documente su existencia, de preferencia traducida en logros, pero también involucra, y esto también por necesidad, las voces de aquellos sujetos a los que se debe la institución en turno. Por eso y no por otra razón, suelo enfrentar el expediente encontrado con el tipo de azoro y de curiosidad con el que abro cartas que llegan a mi buzón, tanto físico como electrónico, sin saber a ciencia cierta su procedencia.
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Si en mi primera aseveración hablo de un desvío o de una interrupción es porque creo que el verdadero destinatario de la misiva dialógica de la que participo gracias al encuentro azaroso y sin embargo ineluctable que ocurre, cuando uno tiene suerte, en un archivo, es siempre otro. Cualquiera que haya estado en un archivo histórico debe haberse preguntado más de una vez (la cantidad de angustia al hacerse esas preguntas es por supuesto aleatoria y personal) a quién en realidad se dirigen esos documentos que, en su vida activa, han pasado de mano en mano, comprobando o desmintiendo argumentos varios. Una vez que el documento es trasladado al archivo no activo de una institución, cuando es parte ya de esa montaña de papeles que, a fuerza de volumen, termina por convertirse en un obstáculo o una molestia para los organizadores del espacio, el sitio del destinatario se convierte en un enigma creciente. ¿Hacia dónde va en realidad cuando aparente no moverse? Tengo la sospecha, una sospecha que por cierto no ha dejado de crecer desde que visito archivos históricos, de que la verdadera trayectoria del documento que encuentro y, luego entonces, desvío, no es otro que la eternidad o el olvido. En resumidas cuentas: los muertos.
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Lo dice la narradora experimental norteamericana Camilla Roy: “En cierto sentido, el escritor está siempre ya muerto en lo que concierne al lector”. Lo dice Helene Cixous: “Cada uno de nosotros, individual y libremente, debe hacer ese trabajo que consiste en repensar lo que es mi muerte y tu muerte, que son inseparables. La escritura se origina en esa relación”. Lo dice Margeret Atwood en su libro de ensayos sobre la práctica de la escritura titulado, aptamente, Negociando con los muertos. Lo dice el escritor libanés Elías Khoury, autor de ese maravilloso libro que responde al título de La puerta del sol, donde la memoria colectiva y la tragedia histórica no son escatimadas en lo más mínimo. Lo dice, claro está, Juan Rulfo. Los ejemplos abundan, pero creo que, por ahora, éstos bastan para decir que no sólo existe una relación estrecha entre el lenguaje escrito y la muerte, sino que, además, se trata de una relación reconocida, ya de manera sucinta o de manera poética o de manera práctica, por escritores de la más variada índole.
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Avanzando sin moverse un ápice hacia el destinatario que sí lo espera, el expediente pues logra colocar al lector que interrumpe esa trayectoria en la posición equívoca de esa larga eternidad que es la muerte. Eufórico o meditabundo, con la sensación de estarse entrometiendo en algo que es, sin duda, mucho más complicado y oscuro de lo que se creía o sospechaba en un inicio, el lector de documentos históricos debe experimentar en ese momento la más artera posibilidad: una conexión frágil pero real con mundos untraterrenos y desconocidos y, acaso, incognoscibles de los muertos. Y ahí, en ese momento que es sin duda alguna epifánico, aunque por (estas) otras razones, debe sentir también el asomo de la melancolía: la melancolía de quien sabe, de entrada, que su tarea es imposible (hacer hablar a los muertos); la melancolía de quien, al tanto de tal imposibilidad, continúa sin embargo leyendo; y la melancolía, también, del expediente mismo, acaso olvidado por años, acaso inmóvil, lleno de polvo, extraviado, pero real.
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Un libro relacionado de una o varias maneras con el expediente debe ser capaz, en todo caso, de encarnar esas melancolías, conteniéndolas, ciertamente, aunque en realidad,liberándolas.

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