miércoles, mayo 28, 2008

La furia de los elefantes



Diario Milenio-México (27/05/08)
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En una de las escenas utilizadas hace algunos años para la promoción de Doce monos, la película que Terry Gilliam dirigió en 1995 —inspirada a su vez en La Jetée, una cinta de ciencia ficción que el director Chris Maker había realizado en 1962— aparecía un desfile de animales salvajes recorriendo a su antojo las calles abandonadas y los edificios monumentales, aunque ya vacíos, de Nueva York. Turbadora, teñida por una extraña melancolía atemporal, la escena tomaba lugar en un futuro no muy lejano en el que, debido a los efectos letales de un virus, los seres humanos se veían forzados a vivir en subterráneas colonias penales mientras que los animales, inexplicablemente inmunes, reinaban de nueva cuenta sobre la faz de la Tierra. Con mucho menos recursos tanto estéticos como argumentativos, I am legend (Francis Lawrence, 2007) presenta una situación similar: los animales, especialmente la fiel mascota doméstica aunque también los salvajes que no conocen la sumisión, escapan al futuro apocalíptico de una humanidad que ha caído presa de un virus letal. Así, en las ruinosas calles de Nueva York (¿pues dónde más?), siguen rondando los veloces venados y las feroces fauces de los felinos.
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La pregunta en esos casos, como en otras cintas y/o anécdotas es, por supuesto: ¿Y qué es lo que provoca que los animales sean inmunes a los virus manufacturados por los científicos? Parte de la respuesta se encuentra en la pregunta misma: los virus en todos estos relatos son, en efecto, manufacturados por la humanidad misma, de ahí que sus efectos, esto es de presumir, sean limitados a la especie que los ha creado. La otra parte de la respuesta está, creo yo, en ese miedo irrestricto, ese miedo que a menudo se confunde con la admiración, que une a los representantes de la especie humana con el gran reino animal. Se trata del mismo miedo que se cuela, por ejemplo, en nuestra arraigada creencia de que, en caso de una guerra atómica y/o alguna otra catástrofe de proporciones universales, los sobrevivientes finales serían las cucarachas. Es miedo, en efecto, pero también envidia. Es miedo, no me cabe duda al respecto, pero mezclado con algo de culpa. Es el tipo de miedo que demuestra que nuestra relación con los animales, digámoslo de una vez por todas, ha sido histórica y simbólicamente peculiar (por no decir que ambivalente o, de plano, injusta).
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Pocas cosas como la visita a un circo o a un parque de diversiones que ofrece un show de animales ponen de manifiesto el gusto humano por los rituales del dominio de su propia especie. Un regodeo autolegitimizador, una especie glotona autocomplacencia, ronda a esos espectáculos en los que un representante de la especie humana (usualmente conocido como amaestrador) logra subsumir a tal punto la voluntad de un animal como para lograr que, a cambio de comida (o peor: del aplauso), realice una serie de piruetas no sólo aburridas sino también patéticas. Los suspiros de asombro o delirio que provocan las contorsiones de los delfines o el salto de los leones a través de los míticos aros de fuego van en realidad dirigidos a las proezas del que amaestra y no, como se cree, a las habilidades (si es que lo son) adquiridas por el amaestrado. Y si eso no es una expresión de miedo ante el potencial peligro de los animales, ¿qué es entonces? No por casualidad autores de la más variada estirpe, del Federico Fellini de La Strada (1954) al mundo de Santa María del Circo, del novelista mexicano David Toscana, han examinado los avatares del circo en tanto metáfora cruel de las relaciones de poder que caracterizan a las interacciones humanas más diversas.
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En una noticia más cercana al mundo de Kafka —cuyos relatos involucrando animales, de escarabajos a ratas cantarinas, son más que memorables— que al de Esopo, hace no mucho se anunciaba que un grupo de orgullosos científicos de Kerala, un estado en el suroeste de la India, planeaban deshacerse de la molesta presencia de elefantes, caracterizados con anterioridad como furiosos o violentos o mal comportados, de las festividades públicas a las cuales no sólo eran convocados sino para las cuales eran y siguen siendo necesarios. La solución involucraba la utilización de un chip incrustado en el cuello del paquidermo para así detectar sus fases de celo y la calidad de los tratos recibidos los que, de acuerdo a Los Científicos, constituían la causa de los episodios de violencia ocurridos en creciente número en las actuaciones públicas de esos animales. Un desfile sagrado sin elefante, se sabe, no es un desfile sagrado.
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No se necesita mucho, por supuesto, para entender el vía crucis, y luego entonces, la rabia de los elefantes. Sujetos a malos tratos (cuya naturaleza no se describe ni mucho menos se analiza en la nota de periódico) y sin recibir respeto alguno por el ciclo privado de sus calendarios reproductivos, es de suyo entendible, si no es que encomiable, que los paquidermos de Kerala hayan decidido sumarse al Gran No de Emily Dickinson. Que tal decisión sólo reciba el epíteto de “violenta” o “irrespetuosa” o “inexplicable” por parte de los amaestradores en turno, sólo demuestra la más elemental falta de empatía que caracteriza a una especie tan dada a la autocomplacencia y el autoagrandamiento y la preocupación por los negocios del espectáculo. Así, junto al tiburón que devora surfeadores distraídos en las costas de Florida, o el burro que muerde gente en las montañas del sureste mexicano, o el toro que destruye casas de sus dueños y de los vecinos de sus dueños, los elefantes de Kerala podrían bien sumarse a esos ejércitos fantasmagóricos de sobrevivientes últimos que, después del virus o de la guerra atómica o del conflicto final, reinarán una vez más sobre la faz de la Tierra. Tal vez a la Tierra no le vaya tan mal esta vez con sus nuevos amos.

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