martes, marzo 18, 2008

Mi mamá me programa



Diario Milenio-México (17/03/08)
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1. La herencia configurable
Hará un par de años que los ingleses Paula Garfield y Tomato Lichy engendraron a Molly, su primogénita, alborozados por el que ambos consideraron un motivo especial de alegría: igual que ellos, la niña nació sorda. Todavía en el hospital la madre se contuvo, pero ya en casa se entregó a celebrar la noticia con el marido. “Ser sordo”, ha declarado recientemente Lichy, “no tiene que ver con ser discapacitado, o médicamente incompleto; tiene que ver con formar parte de una minoría lingüística. Estamos orgullosos no del aspecto médico de la sordera, como del lenguaje que empleamos en la comunidad donde vivimos. Estamos contentos de poder compartir eso con nuestra hija a medida que va creciendo.” Hoy, Paula y Tomato han decidido tener otro bebé, y en vista de que Paula ha rebasado la cuarentena, necesitan de un método in vitro, que de acuerdo a la ley inglesa debe dar prioridad a los genes que estén libres de limitaciones físicas. Por más que así lo intente, la pareja no podrá decidir tener un hijo sordo. A esto lo consideran un atropello.
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En la televisión, Garfield y Lichy se expresan con vehemencia en torno a sus derechos. No son, al fin y al cabo, los primeros ni los últimos padres que se enorgullecen —¿o se reconfortan?— de compartir limitaciones con sus hijos. Se preguntan, con vehemencia indignada, qué harían dos padres con oídos sanos si fueran obligados a concebir un niño sordo. “Queremos igualdad”, insisten, y comparan su situación con la de quienes son discriminados por prejuicios raciales. Para ellos, nacer sordo es virtualmente la misma cosa que nacer amarillo o pálido u oscuro en el lugar equivocado; de ahí que valga más formar parte de la comunidad que ser capaz de oír. Una vez más, Paula Garfield mueve las manos para insistir en lo poco que le hace falta el oído. Afortunadamente, hay una intérprete que va pasándolo todo a palabras. De otro modo, muy pocos se enterarían de que la mujer no tiene problemas para comunicarse.
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2. Iguales, ni los huaraches
La cultura de los igualitarios conoce dos estratos evidentes: igualadores e igualables. Parecerían los mismos, pues unos hablan siempre en nombre de los otros, pero siempre es más cómodo igualar a los otros, a que sea otro quien lo venga a uno a igualar. Aunque claro, nacemos igualables. Desde el mismo hospital se nos iguala a los sujetos de las otras cunas, y ya en la escuela estamos listos para sufrir toda suerte de vejaciones en teoría igualitarias y en verdad disparejas a ultranza. Resiste uno las hormas como puede. ¿Hay acaso una etapa de la vida más plena de injusticias y desigualdades que la infancia, cuando somos tratados en igualitaria manada y muy pocas de nuestras preocupaciones parecen dignas de ser tomadas en serio? Todavía hoy me horroriza el ejercicio de ponerme en el lugar de esos hijos de padres igualadores que inevitablemente crecen rodeados de las expectativas más egoístas, autoritarias y estúpidas, pues no sólo se espera que el hijo comparta y desarrolle los intereses y capacidades de los padres, como que igual comparta sus limitaciones. “No nos defraudes”, ruegan o exigen, igual que otros al pensamiento propio lo llaman traición.
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Desde el momento en que la perfecta igualdad es por definición inalcanzable, no hay límite posible para el chantaje de un igualador. Su chamba es infinita, sus oportunidades inagotables, su autoridad la del patriarca que por definición no puede equivocarse. El sabihondo ante el cual siempre se es niño y no se tiene nunca derecho a réplica, pues como ya hemos visto no es lo mismo ser igualable que igualador. Nada disgusta más al que se encarga de igualar al rebaño que tener que lidiar con ovejas desobedientes. Gente igualada, pues.
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3. El mundo es un corral
Cuando un igualador nos informa que somos iguales a él, podemos creer que cumplimos con dos requisitos: pensar como él (esto es, después de él) y en todo lo demás conservarnos iguales entre nosotros. Es decir, igualarnos los unos a los otros. Vivir con la lija en una mano y la lima en la otra, no sea que algún borde nos desiguale. Hablar a coro, como en una misa de cuerpo presente. Que se escuche el estruendo de la opinión unánime como lo que el poema llama el sermón monocorde de las armas. Teme el igualador que sólo así podrá pagarse el lujo de distinguirse en medio de un rebaño que le está en deuda eterna, como sería el caso del hijo que nunca acabará de agradecer a sus padres por el detalle de decidir por él que fuera sordo. Me pongo en el lugar del nonato y descubro que no me angustia la perspectiva de que mis padres sean sordos, o mudos, o ciegos, sino que sean fanáticos y quieran ofrendarme a su altar de certezas. Que comiencen por endilgarme un nombre que implica esas certezas y sólo existe para publicitarlas. Que me laven el coco hasta que acabe dándoles la razón. Que me corten las manos y me pidan que aplauda.
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Unos se reproducen, otros quieren clonarse. Habrá sin duda más de un par de ciegos que ansían tener hijos ciegos, pero de ahí a incluir la alternativa entre las opciones de configuración hay tanta distancia como entre querer morirse y matarse. Cualquiera se ha querido morir cien veces y ninguna pensó en meterse un tiro. Son legión quienes se complacen por la carencia ajena, y afortunadamente son menos quienes la ocasionan a propósito —no pocas veces presas de cierta comezón igualadora, inaplicable sólo a sí mismos—. Es de creerse que a los igualadores les gustaría ponerse al mando de un mundo cien por ciento configurable donde nada escapara a su control, incluyendo los buenos pensamientos de todos esos igualables que jamás osarían igualarse con un igualador; si bien la perspectiva de poder elegir un hijo ciego o sordo o cojo me parece no menos espeluznante que la de mutilarlo después de nacido. Con anestesia, claro. Con cariño. Que nadie diga que no quiere el diablo a su hijo.

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