lunes, marzo 31, 2008

El festín del marchante


Diario Milenio-México (31/03/08)
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Resuenan fuegos de artificio en la trastienda de la olimpiada china, pues según tradiciones locales ya es tiempo de tapar las bocas de los propios y los ojos de los extraños.
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1 ¿Es usted mexicanito?
Desde niños nos fuimos acostumbrando a llamarlos así: chinos. Lo de menos es si eran japoneses, coreanos o mongoles, bastaba con el buen detalle de regalarles, igual que a los negros, aquel diminutivo en teoría cariñoso que ante los otros hablaba mejor de uno que de ellos: chinito. El menosprecio gana buena prensa cuando se lo confunde con esa baja forma de simpatía que tanto se asemeja a la compasión. Nos parecen desprotegidos los chinitos, como seguramente lo estaría uno si se extraviara en un horizonte distante donde todo parece estar en riguroso chino. Y como pasa que buena parte de esos extraños usan a la sonrisa como medio específico de expresión, nunca falta quien piense que están dispuestos a creer cualquier cosa. ¿No es acaso a los crédulos y a los ingenuos a quienes engañamos como a un chino?
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Los chinos están lejos, y esto nos acomoda. Podemos maquillarlos como nos dé la gana sin que intervengan para desmentirnos. Son como esos parientes distantísimos cuya suerte nos interesa poco menos que la de un ex vecino huraño. No que no desee uno que les vaya bien, pero tampoco perderá el apetito si se entera —casi siempre tardía, borrosamente— que en algo les ha ido muy mal. Qué triste, lamentamos, y tal vez solamente recordaremos su fatalidad si a ésta la acompañan detalles escabrosos que pueda uno contar, pelando los dientes. Y los chinos son tantos y tan distantes que tienen que pasarla demasiado mal para que uno se entere y se preocupe y preocupe a los otros con su relato. ¿Qué es demasiado mal? Si tomamos en cuenta la calidad y cantidad de vejaciones que han soportado y aún soportan en masa millones y millones de auténticos chinos, lo probable es que ni una bomba atómica conmueva nuestras buenas conciencias occidentales. A saber cuántos piensan que Hiroshima está en China, como sería el caso de Nagasaki.
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2 Cinco aros y una svástica
Durante la olimpiada de 1936, los nazis se esforzaron por ofrecer una buena imagen a los visitantes, no pocas veces con enormes despliegues de arrogancia, tanto así que sus fiestas —especialmente las del payo Göring— evocaban con infumables gusto y fasto un grandeur imperial de pacotilla, pero asimismo se esforzaron en disimular el resultado de tres años de represión feroz y racismo rampante. De una noche para otra desaparecieron letreros y señalamientos públicos destinados a segregar judíos, y en su lugar quedó el espíritu olímpico que los nazis —cracks de la propaganda— aprovecharon de principio a fin, desde que poco o nada quedó fuera de su control. Los visitantes vieron solamente lo que los de la svástica aprobaron.
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Una pregunta cándida: ¿cómo habría resuelto el hipersensitivo Führer una rechifla como la que tres décadas después se llevó el presidente Díaz Ordaz durante la inauguración de su olimpiada? La verdad es que Hitler resolvió esos asuntos desde que se adueñó de su partido, afirmando que entre los impulsores de la dictadura no deben celebrarse elecciones internas. Fue el propio Hermann Göring —nombrado Jefe de la Policía al mismo tiempo que su patrón Canciller— quien se encargó de hacer esa limpìeza desde su primer día de chamba carnicera y expedita. Para 1936, cualquier voz inconforme dentro del Tercer Reich se expresaba en el más estricto sigilo; es de creerse que ya una simple porra a Jesse Owens habría sido albur considerable allí donde reinaba la delación. ¿Cómo iban a aceptar los ases de la propaganda nacionalista que en los juegos olímpicos la imagen de Alemania resultara raspada? ¿Quién de los imagólogos del lambiche Goebbels no habría hecho milagros por evitarse la ira tremebunda del Nazi Mayor, cuyos berrinches de por sí evocaban cuchillos extralargos, cristales astillados y sogas ajustables?
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3 El caso de la antorcha china
¿Cómo resolverían los gobernantes chinos una rechifla en el estadio olímpico? Teóricamente, la tienen resuelta. Hasta hace poco tiempo, disponían de cada uno de los mecanismos de control para tapar la boca de sus ciudadanos, y hoy que las pasan negras para taparnos ojos y oídos encuentran que tampoco terminan de callarlos, menos aún en tiempos olímpicos. Ahora mismo, a cuatro meses del evento, menudean las redadas de indeseables —prostitutas, vendedores ambulantes, buscavidas— que se pasarán cuando menos de aquí al fin de los juegos en centros de reeducación por el trabajo cuya sola existencia se antoja tenebrosa. Al propio tiempo, los disidentes son perseguidos como piezas de caza, toda vez que a ninguno de los líderes le gustaría descubrirse abucheado por su culpa. Una cosa es que los caciques locales se sumen al espíritu cosmopolita del evento y otra muy diferente que hagan a un lado el pudor pueblerino que permea asimismo en una olimpiada. Parecerían decir Todos somos Astérix, y al mismo tiempo Yo soy el César.
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Cada día los chinos están menos distantes, tanto que es imposible no ser sus clientes. Así, el gobierno pule su imagen pensando astutamente que el cliente es aquel que siempre pierde la razón, y más vale no darle argumentos. Después de la olimpiada, volverá cada uno a su distancia y tornarán los chinos a ser los chinos que eran, y entonces volverá a tenernos sin cuidado si las hoy pudorosas autoridades chinas masacran estudiantes, encierran disidentes, asesinan más monjes y continúan pujando para tapar la boca de su gente, que hoy día para quejarse sólo tiene unos juegos olímpicos.
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¿Alguien recuerda aquella escena del After hours de Scorsese donde la mesera le entrega al cliente un mensaje con la leyenda Sácame de este trabajo? La pregunta, no obstante, es si el cliente querrá enemistarse con el dueño del restaurante —que también lo es de la tienda y el almacén y la boutique y gran parte del pueblo— sólo porque se entera que tiene a la mesera durmiendo en la trastienda, trabajando catorce horas diarias y no la deja ni hablar por teléfono. Una metáfora sin duda benigna para un régimen que practica la pena de muerte por negocio y comercia con órganos de ajusticiados y penaliza a las familias de los convictos por su responsabilidad en el delito cometido. El caso es que el marchante está de fiesta, pero sólo de la trastienda para acá. Helo ahí, con la sonrisa puesta, repartiendo tarjetas de cliente distinguido.

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