lunes, febrero 04, 2008

Postales del Carnaval



Diario Milenio-México (04/02/08)
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1.Vade Retro, Cuaresma
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Si en el resto del mundo el año se termina en diciembre 31, en Rio de Janeiro hay que esperar al nunca mejor llamado Miércoles de Ceniza. Por lo pronto y hasta entonces, difícilmente existe ciudad preferible (aun si los especialistas en carnavales reivindican festines paralelos como el de Salvador de Bahía y el pernambucano de Recife). Entre el humor carioca —de por sí relajado, gozador, gostoso— y la ocasión extraordinaria por excelencia, las calles bullen del mismo entusiasmo que transpira su música el año entero, multiplicado por la expectativa de trescientos sesenta días de ilusiones. Así las cosas, duele mirar al cielo y preguntarse si hoy, el domingo grande, la lluvia va a parar.
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De Vinicius a Caetano, de Cartola a Cazuza, de Jobim a Ana Carolina, todos tienen al mismo protagonista. El Carnaval es el comienzo y el fin, el centro y las orillas, el origen de toda la música y la danza, la coartada primera de la alegría. De ahí que la cuaresma sea aquí más cuaresma —tiempo muerto y de muerte— que en el resto del mundo. Sólo que ahora llueve, la cuaresma está a tres días de caernos encima y Rio de Janeiro parece un niño a punto de quedarse con media fiesta de cumpleaños. Si en el sertón la lluvia se recibe entre bendiciones y alabanzas, el litoral la sufre como un castigo, mismo que se convierte en divino si cae a medio Carnaval: la única fiesta que da sentido al año, y por ende a la vida. Ayer mismo, con el sol hasta arriba y el termómetro fijo el el 35, la fiesta se extendía por las calles, conducida por un batuque omnipresente y alebrestada por miles —millones, ya haciendo cuentas— de piernas en vaivén permanente. Como si la ciudad y los cariocas y los turistas vueltos cariocas mostrasen una misma sonrisa interminable. La sonrisa carioca: nadie que se la tope la sabrá resistir a corazón helado.
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2. Amorosos malandros
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Recuerdo a Salvador de Bahía —la más africana de las ciudades brasileñas— 0como una batucada sin orillas, en las semanas previas a la fiesta grande. Mas lo que aquí sucede en estos días no se parece a ninguna otra cosa, empezando por el lugar común del Carnaval-de-Rio, cuya fama no alcanza para pintar con precisión alguna el sentimiento de libertad ancha que en otros sitios sólo se consigue durante algún Mundial de futbol —¿y qué sería de ellos sin el batuque verde-amarelho?—, aunque nunca con esta intensidad. Lo que los gringos llaman know how: solamente unos cuantos pueblos privilegiados tienen —tenemos, me parece— sapiencia semejante para el buen desmadre. Ser mexicano en Rio, durante el Carnaval, es tornarse carioca en cinco minutos.
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Hace un rato, el taxista me hablaba de los malandros, usufructuarios de esa misma sonrisa carioca que casi siempre toma desprevenido al turista indefenso y amigable. Luego de haber caído en otras ocasiones, uno sabe que pueden venderle cualquier cosa a cualquier precio si comete el error de tropezar en ese gesto en tal modo amigable que hay que ser un canalla para desdeñarlo. Y ahora que es Carnaval no queda más defensa que salir a la calle con un par de billetes medianos ocultos hasta dentro de los bermudas. Cualquier otro accesorio —a excepción de pelucas y antifaces— acusa algún riesgoso exceso de equipaje. Tal vez la diferencia entre estos malandros y los de diferentes latitudes sea que sólo aquí sonríen antes de cometer la fechoría. Quienes han padecido estas sorpresas están generalmente de acuerdo en ese punto: ya sentían quererlos cinco segundos antes del abrochón.
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3. La entraña del festín
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No hay gran festín sin bajas, por supuesto, pero es sólo en las grandes ocasiones cuando se vuelve a la guarida con un zapato de menos, y eso cuando menos. La idea es que ha llegado un festín cuya preparación tomó doce meses, y aun si lloviera es preciso llegar hasta el final. Soltar una por una, y eventualmente todas a la vez, las amarras de la rutina y el recato, que en Rio de por sí suelen ser pocas. Y eso lo saben aún mejor los visitantes, no es tan raro ver una rueda de gringos bailando en calzones en Copacabana, perdidos en la turbamulta que sigue con fervor a los batuqueiros por una u otra calle camino a nadie le importa dónde. Todavía ayer —hoy que llueve es domingo—, en vísperas del gran evento en el sambódromo, hervían las calles de propios y extraños resueltos a cobrarle tributo a la vida, como si en adelante no quedara ya nada sino fiesta. Me queda la creciente impresión de que no es muy plausible comprender el sentido íntimo de la música brasileña es necesario hacerse la idea completa de los días de alta ligereza que preceden a la cuaresma.
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“La favela no es fruto del marginal, la favela es un problema social”, reza una canción de Seu Jorge, dedicada a aquellos apóstoles de la miseria que encuentran pintorescas y rentables las carencias ajenas. Y allá está la favela de Vidigal, unos cientos de metros más allá de la playa de Leblon donde ayer mismo acontecía uno de esos desfiles espectaculares, tras los cuales se llega de regreso a la cama con los tambores aún retumbando en el cerebro. Sin todas estas fiestas, la favela sería un infierno nihilista donde no habría siquiera la ilusión de torcer por una escuela de samba, igual que luego, el resto del año, se hace lo propio en nombre del Botafogo o el Vasco da Gama. Por lo demás, sin la devoción ciega de la favela tampoco el Carnaval tendría sentido, ni alcanzaría tamañas estaturas. Hoy por hoy, por lo pronto, dentro o fuera de la favela, no hay quien no mire al cielo esperando el milagro del retorno del sol. ¿Quién querría cargar con el recuerdo amargo de las nubes negras por los próximos trescientos sesenta días? ¿Cómo no tener fe en San Jorge, Nuestra Señora Aparecida, Yemanyá y los demás, cuando nadie sino ellos parece suficiente para rescatar a la madre de todas las fiestas?

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