martes, febrero 19, 2008

Historia natural de la Cultura



Diario Milenio-México (19/02/08)
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¿Y cómo es el mundo después del mundo? ¿Cuáles son, exactamente, nuestras ruinas? ¿Cómo se lidia con el lenguaje cuando no hay nadie, en sentido literal, a quien dirigirlo? El discurso interrumpido, sincopado de Kate, la única protagonista de Wittgenstein’s Mistress, parece proponerse atender, de una u otra manera, a estas preguntas. Las referencias a ciudades paradigmáticas del mundo moderno y posmoderno, así como a sus museos —instituciones culturales dedicadas a la identificación y preservación del patrimonio cultural— son del todo relevantes en este sentido. Kate empieza su relato completamente autobiográfico asegurando que: “En el comienzo, algunas veces dejaba mensajes en la calle.// Alguien está viviendo en el Louvre, ciertos mensajes dirían. O en la Galería Nacional.// Naturalmente sólo podían decir eso cuando estaba en París o en Londres. Alguien está viviendo en el Museo Metropolitano, eso decían cuando vivía todavía en Nueva York.// Nadie vino, por supuesto. Eventualmente desistí de dejar los mensajes”.
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Aunque nunca está del todo segura acerca del tiempo que ha transcurrido entre esa época en que todavía buscaba a algún otro sobreviviente y la etapa en que cesó toda búsqueda (en algún momento aventura la cifra de 10 años), Kate sabe que ha viajado mucho entre un punto y otro del tiempo. Los recorridos de Kate, que van de Turquía (el lugar original de Troya) a París, de Pennsylvania a México, pasando por Madrid o Roma, configuran una suerte de mapa post-humano del globo. El mapa, como todo mapa, no es azaroso, no es una réplica a escala de lo que-está-ahí, sino una selección de deslizamientos que, en el caso de Kate, son sobre todo deslizamientos a lo largo de y en la cultura y sus artefactos. Así es como, con el mundo completamente vacío, con todo estrictamente a su disposición, Kate opta por vivir en museos y, de manera eventual, por vivir de ellos (quemando algunas obras, por ejemplo, para producir calor).
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Como en muchos de sus libros, Markson incorpora en Wittgenstein’s Mistress una plétora de referencias literarias, artísticas y filosóficas que van de la época clásica a los albores de la modernidad. La manera en que trabaja la mente de Kate en la soledad más absoluta, el acertijo de la memoria que entrelaza y, con frecuencia, confunde, evita que tales menciones a las Grandes Obras de Cultura se conviertan en simples evidencias del status quo o en ramplona reafirmación del canon occidental. Kate no sólo confunde (y al confundir cuestiona) con gran facilidad autores y obras (Anna Akmatova, por ejemplo, es un personaje de Ana Karenina), o piezas originales con sus versiones fílmicas (es fácil pasar de Hécuba a Katherine Hepburn, por ejemplo) sino que además, con un gran sentido del humor, se da a la tarea de reapropiarse de narrativas fundacionales de occidente. Tal es el caso de la Iliada. No por casualidad, uno de sus primeros viajes en el mundo post-humano que habita la lleva a Hisarlik, el nombre contemporáneo de la antigua Troya. Y tampoco por casualidad aparecen aquí y allá, una y otra vez, en ocasiones como hilo del relato, aunque más frecuentemente como interrupción al hilo de otro relato, los nombres de Helena, de Aquiles, de Héctor. Así, cuando en las inmediaciones del libro, Kate conjunta a Eurípides, Orestes, Climenestra, Elena, Casandra, y Agamenón, para rehacer la historia de Troya, esta vez alrededor de tópicos como la violación y el secuestro y las relaciones familiares, es imposible no hacer comparaciones, acaso ingratas, con ejercicios similares: la Iliada de Alessandro Baricco salta ahora mismo a la memoria.
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Reversibles y grotescos, necesarios pero abiertos, los artefactos de la gran cultura sin el cual el mundo post-humano de Kate resulta impensable, provocan así más ironía que asombro, más duda y tanteo que validación. Kate, eso queda claro desde el inicio, es una mujer atenta a los eventos de la alta cultura pero tal y como éstos aparecen en los diccionarios y en la cuarta de forros de algunos libros y en la carátula de ciertos discos (si Markson hubiera escrito esta novela una década después, Kate habría sido una gran navegadora de internet, sin duda alguna). En On Creaturely Life, Eric Santner interpreta el concepto de historia natural acuñado por Walter Benjamin de la siguiente manera: “La historia natural, como la entiende Benjamin, apunta así entonces a un elemento fundamental de la vida humana, a saber que las formas simbólicas en y a través de las cuales se estructura la vida pueden vaciarse, perder su vitalidad, romperse en una serie de significantes enigmáticos, “jeroglíficos” que de alguna manera continúan dirigiéndose a nosotros —colocándose bajo nuestra piel psíquica— aunque ya no poseamos la llave de su significado”. En este sentido, en el sentido en que Kate enfrenta a los artefactos de la cultura como formas vacías y enigmáticas que, sin embargo, continúan dándole sentido a lo que piensa y hace y ve, Kate es una especie de Virgilio que nos introduce, no sin grandes dosis de sentido del humor, al terreno de la historia natural de la cultura.

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