martes, febrero 26, 2008

Escritura como escultura



Diario Milenio-México (26/02/08)
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Hacia el final de Wittgenstein’s Mistress, la novela que le ha ganado fama de experimental al autor norteamericano David Markson, la principal y única protagonista opta por escribir un relato completamente autobiográfico en lugar de una novela, argumentando que sólo los que tienen pocas cosas que decir se quedarían con la segunda opción. Se trata, claro está, del momento en que la novela se vuelve y se ve la cara a sí misma: es el momento, pues, en que la novela se expone y, también, el momento en que se burla de sí. Las dos cosas a la vez. Sin embargo, la novela da inicio con una referencia explícita al hecho de que Kate, en efecto, escribe. “En el comienzo, algunas veces dejaba mensajes en la calle”, asegura. Luego también asegura que dejó de escribirlos. Y, entre una cosa y otra, escribió sobre la arena e, incluso, intentó escribir en griego: “Bueno, en lo que parecía ser griego, aunque sólo lo estaba inventando.// Lo que escribía eran mensajes, a decir verdad, como los que a veces escribía en la calle.// Alguien vive en esta playa, diría el mensaje.// Obviamente para entonces no importaba que los mensajes sólo eran una escritura inventada que nadie podía leer”.
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Su relación problemática con esa escritura que nadie entiende o que se desdibuja constantemente de entre la arena no se resuelve sino hasta que Kate empieza a pulsar las teclas de una máquina de escribir. En el mundo post-humano de Kate, escribir es, sobre todo, mecanografiar. Porque ese y no otro es el verbo que utiliza una y otra vez para describir lo que hace sin cesar, sin descanso, sin tregua alguna. Kate mecanografía. Esta diferencia entre escribir —la actividad creativa que una visión romántica puede asociar a actos de inspiración y genio— y mecanografiar —la actividad mecánica que involucra una relación específica entre el cuerpo y la tecnología, y la cual no es posible ni reducir ni agrandar con romanticismo alguno— no es de manera alguna gratuita. Kate, la mecanógrafa extrema, está registrando procesos mentales a través de los cuales intenta, como el Wittgenstein del Tractatus, sanar al lenguaje de su enfermedad propia: la imprecisión, que bien podría ser otra manera de llamar a sus significados. No por azar, luego entonces, Kate corrige su escritura en numerosas ocasiones (tiempos verbales, por ejemplo, o verbos correctos), anunciando en cada una de ellas que: “el lenguaje de uno es frecuentemente impreciso, eso he descubierto”. Pero la mecanógrafa extrema no sólo corrige: también está a cargo de producir una realidad que es una realidad textual, tanto para la narradora como para el lector, a través de la cual su vida en un mundo en que posiblemente no haya nadie más pareciera, al fin, soportable.
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Para corregir o para volver más precisas sus propias oraciones, Kate se da a la tarea de cambiar sus elementos, ya sea quitándolos de ahí o ya sea añadiendo otros nuevos. De ahí que en una novela plagada de referencias culturales y artísticas, no sea del todo anodino que la narradora plantee de manera explícita la diferencia entre el proceso de creación de una escultura y el de una pintura. “La escultura”, escribe, “es el arte de quitar el material superfluo, alguna vez dijo Miguel Ángel.// También dijo, por el contrario, que la pintura es el arte de añadir cosas”. David Markson ha creado, a través de Kate, a una escritora que, siendo una mecanógrafa, trabaja con el método de una escultora. En Wittengstein’s Mistress ha desaparecido, en efecto, todo lo superfluo: nociones convencionales de lo que es, por ejemplo, una anécdota, la construcción de un personaje, el concepto de desarrollo e, incluso, la producción de un final. En la novela ha permanecido lo que permanece: la ruina y la pregunta acerca de lo que ésta significa. Pero la novela también es escultural por el cuidado casi físico con el que están hechas todas y cada una de sus líneas. Y hacer, aquí, es el verbo preciso. La sintaxis que encarna la soledad de Kate, ese eco de extrañeza que, sin embargo, permite todavía su legibilidad, es producto de un trabajo constante y, en ocasiones, violento, con y contra el lenguaje. Ahí, detrás de todo eso, hay un escritor que utiliza la tecla como un cincel. Ahí hay alguien que toca las palabras, sin duda. En este sentido, en el sentido en que el novelista utiliza los métodos de trabajo de un escultor, esta novela apropiadamente escultural es, por lo mismo, una escritura colindante.
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Kate es una mujer, he escrito eso varias veces. Pero en un mundo post-humano tal aseveración debiera producir más ansiedad que alivio. ¿Tiene sentido, en un globo terráqueo sin nadie, la distinción entre mujeres y hombres? Las profusas referencias de Kate respecto a su propio cuerpo contribuyen a ampliar el alcance de estas preguntas más que a resolverlas. Muy pronto en el relato, Kate se enfrenta a la indeterminación de su edad. Podría tener 50, en efecto, sus manos así se lo indican con manchas y arrugas, pero todavía menstrua (y la aparición de la menstruación en ocasiones le sirve para llevar cierta cuenta del tiempo). Podría reaccionar de otras maneras ante, por ejemplo, un accidente en que se rompe el tobillo, o que al menos le produce un esguince, pero las hormonas (no es necesario decir que son femeninas, se entiende). En todos y cada uno de estas escenas se trasluce y se borra, se afirma y se cuestiona, la identidad de género. Pero el hecho, sin embargo, importa. Dice Kate en más de una ocasión: “No hay naturalmente nada en la Iliada, o en ninguna otra obra, acerca de alguien que menstrúe.// O en la Odisea. Así, sin duda alguna, una mujer no escribió eso después de todo.” Todo parece indicar que, aún en un mundo sin hombres y sin mujeres, ser mujer o no, importa. E importa por la simple o complicada razón de que aún ese mundo post-humano habitado sólo por Kate y la historia natural de su cultura, Kate tiene cuerpo y produce memoria.

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