miércoles, enero 23, 2008

Lo Inconcebible



Diario Milenio-México (22/01/08)
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Suelo sentir una zozobra incontenible, una especie de metafísica congoja frente a la gente que obtiene lo que quiere. ¿Cuántas horas o minutos les tomará, me pregunto mientras los observo todavía con el premio en las manos o el ascenso o el nuevo amor o justo antes de partir a la otra ciudad, para sentir todo dentro y todo junto eso que el filósofo francés Nicolás Grimaldi denomina como el desencanto? La situación es bastante común: un buen día un hombre o una mujer desea algo. Luego, de preferencia ese mismo día, de preferencia inmediatamente después de desear, ese hombre o esa mujer se dedica a tratar de conseguir ese algo con disciplina y con ahínco y, si se puede, con pasión. Otro día, tal vez un día bueno, eso que era el porvenir, eso que era pura imaginación, se transforma en el presente, se vuelve percepción. El deseo, como se dice, se convierte en realidad, y el hombre y la mujer, en lugar de brincar de alegría o, para ser justos, apenas unos instantes después de hacerlo, se quedan mirando hacia el horizonte a través de la ventana —la boca abierta, las manos en alto, la interrupción. ¿Así que de esto se trataba todo?
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Dice Nicolás Grimaldi, en ese hermoso libro que responde al nombre de Breve tratado del desencanto, traducido del francés por Juan Montelongo, que “el camino de la imaginación a la percepción pasa siempre por la decepción”. Esto no se debe, claro, a que ese hombre o esa mujer que un buen día deseó algo no obtenga lo que deseó, sino precisamente al hecho contrario: “el presente es tanto más decepcionante cuanto más se parece a lo que nos habíamos imaginado”. Según Grimaldi, la explicación habrá que buscarla en al menos dos sitios: por un lado, la naturaleza misma de la conciencia humana a la que define como una pura espera, una densa mediación y, por otra, a la relación desigual que el presente o lo real establece con el porvenir o la imaginación. Sobre la conciencia se ha dicho demasiado, así que lo dejamos por ahora en que la consciencia es “su propia falta y su propia deficiencia” y, siguiendo a Sastre y Schopenhauer, digamos que “es porque la consciencia es deseo que no puede jamás poseer lo que desea. Es porque es voluntad que no encuentra jamás lo que quiere”. Pero sobre la relación entre la imaginación y la percepción, entre el porvenir y el presente, sobre eso Grimaldi tiene un par de cosas que decir. Primeramente, argumenta que a pesar de que las apariencias dicten que el presente es finito y cerrado en sí mismo, y el porvenir infinito y, luego entonces, amplio espacio de la libertad, en realidad sucede todo lo contrario. De hecho, según Grimaldi “es precisamente la infinita riqueza de lo real la que me hace sentir su precariedad y, correlativamente, la infinita pobreza de lo imaginario la que me hace sentir sus consistencia”. El presente, que no es una inmediatez sino un soporte de interminables mediaciones, está tan plagado de posibilidades que, para empezar, es difícil siquiera percibirlo—una consciencia, recuérdese, es su propia falta y su propia deficiencia. De ahí, por cierto, que todo conocimiento de lo real pueda existir sólo en retrospectiva, sólo volviendo hacia atrás. Es la capacidad de reducir a un número manejable las alternativas de la imaginación lo que hace aparecer al porvenir como más libre o más intenso que el presente. Por ello, insiste Grimaldi, “estamos ciertos de lo que imaginamos, pero inciertos de lo que vivimos”.
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Este estatuto paradójico de la imagen está pues estrechamente relacionada al desencanto que el hombre o la mujer que un buen día deseó algo siente el otro, acaso no tan buen día, en que lo obtiene. Porque, ¿quién en su sano juicio podría cambiar la intensidad y el dominio de la imaginación —la intensidad que acaso resulta del dominio que se ejerce sobre la imaginación— por la desorientación y bombardeo de eventos que se suceden en el presente? ¿Quién en lugar de tenerlo todo elegiría optar por algo? Cuando el hombre o la mujer que obtuvo lo que deseaba avanza con los hombros caídos y la mirada gacha rumbo al baño —tiene una necesidad imperiosa de darse a sí mismo la cara o tiene vergüenza o le embargan unas ganas enormes de llorar— lleva ya sobre sí la marca del tedio, la saña del aburrimiento que significa tener entre las manos lo que sabía que algún día, un día acaso no tan bueno, tendría.
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¿Significa eso, al decir de Grimaldi, que la vida es un círculo vicioso de desencanto y que más nos valdría no desear o, si el deseo se ha cometido ya, más nos valdría olvidarnos de él o postergarlo indefinidamente? Tal vez. Tal vez no. Se trata en todo caso, parece decir el filósofo Grimaldi, de un círculo vicioso al que sólo puede romper la presencia “más densa” que es la presencia de la sorpresa. “Un principio de sabiduría”, concluye Grimaldi, “consistiría entonces en no esperar como una fiesta el advenimiento de lo que habíamos imaginado, sino en regocijarnos como de una sorpresa de aquello que no esperábamos y no habríamos podido ni siquiera imaginar”. Más de uno habrá sentido el relámpago de la alegría básica, el hachazo de primario gusto, el apabullante susto del alma y/o de la deficiencia ésa que es la conciencia, que se experimenta al obtener, inmerecidamente siempre, lo que no se esperaba. Eso, cualesquiera cosa que eso sea, es Lo Inconcebible: lo que no se puede planear, invitar, obtener. Lo que aparece, en toda su magnificencia, en el presente. Lo que toma, literalmente, por sorpresa (de preferencia por la cintura). Esa forma de felicidad es, por supuesto, entre otras pocas cosas, otro nombre de la escritura.

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