martes, enero 29, 2008

La distancia extraña



Diario Milenio-México (29/01/08)
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Hay de distancias a distancias, por supuesto. Desde la distancia que se presume nula cuando el referente es el yo lírico y el asunto en cuestión resulta ser la experiencia no mediada (sic), especialmente visibles (esto también se asume) en artefactos culturales que van de la autobiografía al talk show, hasta la distancia, calificada de elegante, cuando, a partir del desprendimiento de emociones descritas como básicas, se logra producir el reino del así llamado lenguaje puro, con frecuencia asociado a una cierta conciencia meta-lingüística. Lo anterior es, por supuesto, una exageración. Ni el debate, que es largo y lleno de detalles, se reparte de manera tan categórica en dos, ni dentro de cada una de las vertientes aludidas se toman en cuenta la totalidad de elementos que las componen. Otra manera de decir lo mismo es decir que existen, de hecho, libros personalísimos, libros de una intimidad acaso desbordada que, sin embargo, logran transmitir la experiencia aquella a la que se refería María Negroni cuando enunciaba, cejijunta, “la idea es una emoción del pensamiento”. Y hay libros tan distanciadamente elegantes, o tan distanciadamente, a secas, que terminan por provocar o bostezo o indiferencia o, como se dice en los exámenes de opción múltiple, todas las anteriores.
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Yo debo confesar que si un libro no se me acerca tanto como para conmocionarme, no me interesa, pero también debo decir que para conmocionarme, en el sentido más pueril y sentimental del término y en el sentido también más sofisticado y político del mismo, ese libro debe saber guardar su distancia –una distancia no necesariamente elegante sino más bien extraña. Entre la cercanía atronadora y la remota impasibilidad, supongo, cada libro debe saber producir su distancia propia, la distancia exacta. No hablo, por supuesto, de encontrar el muy afamado punto medio (nunca nadie me agarrará haciendo un argumento a favor de la templanza o de la moderación) o, como se dice, de buscar una posición ni muy muy ni en lo tán tán. Hablo, lo sospecho así, de la utilización más o menos explícita de estrategias textuales que transforman al libro, y a la lectura del libro, en algo extraño aunque todavía legible. Hablo, pues, de la construcción de un borde ante el cual es necesario detenerse, aunque sea momentáneamente, aunque sea sólo por el tiempo suficiente para volver la cabeza hacia atrás y hacerle un guiño al lector, ahí, justo antes de saltar.
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Para hablar sobre la distancia, sin embargo, habría que empezar por aclarar que tanto la distancia nula como la distancia elegante son estrategias textuales, es decir, artificios de escritura. Todo el que escribe la palabra yo sobre una página participa de una convención cultural y política, uno de cuyos objetivos es producir un cierto efecto de intimidad: el hacer-como-si el autor y, por lo tanto el lector, estuviera en contacto directo con la experiencia. Todo el que escribe la palabra yo sabe que también, y al mismo tiempo, escribe la palabra tú, su punto ciego. Su zona de nubosidad. Todo el que escribe la palabra él, la palabra ella, participa, a su vez, de una cierta convención que asegura, con frecuencia a través de una suerte de ocultamiento programado, la distancia que algunos encuentran cómoda o deseable. Escribir, en todo caso, involucra una serie de decisiones que son estéticas y que también son políticas. El que interrumpe y disgrega la escritura en repeticiones varias, persigue algo muy distinto al que congrega en una página ciertos párrafos alrededor de la fuerza centípeta de una anécdota. El que distrae y se pierde y, al perderse, nos pierde, lleva a cabo una relación con la escritura, y con la lectura, que difiere, insisto, tanto en términos estéticos como en términos políticos, de aquel que aglomera y concatena y resuelve.
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Charles Bernstein, el teórico par excellence de la así llamada Language Poetry clasificó a estas series de estrategias como absorbentes y antiabsorbentes (o impermeables) en “El artificio de la absorción”, un texto paradigmático que publicó en 1992. Sin establecer abismos innecesarios entre ambas, puesto que no es poco común utilizar mecanismos de impermeabilidad para provocar efectos de absorción, Berstein distingue así entre el tipo de texto que produce un efecto de familiaridad con el lector: el típico yo-he-estado-ahí, el afamado yo-reconozco-este-lugar-o-esta-emoción, el ¡eureka!; y el tipo de texto que ya por balbuceante o estrafalario u oscuro ocasiona el molesto no-reconozco-esto, la irritante ¿pero-qué-es-lo-que-estoy-leyendo? Consciente de sí y entrometido, huraño y poco presto a la complacencia fácil, el texto impermeable sabe guardar una distancia extraña (en resumen: una distancia poco elegante) que, a su vez, produce ese efecto de extrañeza al que también se le conoce como sentido crítico.

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