sábado, marzo 31, 2007

Introspección XLIV.

Llenar el vaso con un líquido negro y gaseoso, y al mismo tiempo firmar mi sentencia de muerte. Una muerte que se anuncia lenta y se prevé con un futuro doloroso. No me preocupa en lo más mínimo. No tengo miedo. La vida tiene eso, gente va y viene. Cada que alguien muere en el mundo, nace otro. Somos monedas de cambio para un Dios que aún no lo definimos democráticamente. Hay tantos Dioses y dioses como fronteras.
Ayer quise escribirte un poema, no pude.
Hoy quiero acariciarte, escuchar con mi oído en tu pecho la vibración de tu corazón. Empaparme de tu sudor, acostumbrarme a tus ojos y saberme aterrizado una vez al día en tus labios, son plegarias que quizás nunca cumpla.
Yo ya no lloro como Cirlot ni tengo una espada milenaria como la de él. Si la tuviera, iría hasta donde estás tú y te pediría que me cortes con ella la cabeza, así como a los traidores.
Tengo un poemario que terminar de revisar, de disminuir para sentirlo concluido. Tal vez acabe en la basura o en el olvido. Que no tiene un amor concluido, que es un amor adolescente y cobarde, dicen de mis poemas. Críticos pendejos, ¿acaso el amor es adulto y después sufre de aquello que hemos bautizado como la tercera edad y recluimos a todo aquel que lo padezca en un asilo por temor de ver la muerte cerca de nosotros? El amor verdadero siempre será adolescente, porque invitar a apostar el todo por el todo, a no medirse, a no ver fronteras, a violar todo orden y establecer el suyo propio. Pero siempre lleno de dudas y temores. Lo que no tenga esto, no es amor. Es todo menos eso.
Saber que no llegaré a viejo me invitar a repensar que hacer con mi vida, lo que de ella queda, no sé. Pensar que quizá acabe solo sin una mujer que llore la desdicha de saber que habrá uno menos en la tierra al cuál amo o al menos de quien le hacía sentirse amada, eso sí me da miedo.
Me preocupa mi soledad, pero me asusta más tu silueta y me mata mi silencio cobarde.

Introspección XLIII.

Perderme en su recuerdo para endulzar mi agonía. Buscar el pasado para afrontar mi presente.
Llevar a Silvio como una declaración de amor y a Sabina como una marca del dolor que el tiempo me ha ido heredando.
Tocarla para poder escribir lo que aún no encuentra su cauce.
Poder estar con ella para sentir el fuego que emana de la tierra.
Y después morir para irme con una sonrisa al infierno que temeroso espera mi llegada, pues se sabe derrotado ante mi diabólica presencia.

jueves, marzo 29, 2007

En honor a su cumpleaños el pasado 28 de marzo.

Discursos de Pedro Ángel Palou en el Congreso Internacional de la Asociación de Academias de la Lengua Española.

Novela Histórica: verdad literaria y verdad universal

Quienes escribimos novela histórica, y en particular quienes escribimos sobre hechos de guerra, sabemos muy bien, como Tolstoi lo insinúa en La guerra y la paz, que la historia de un hombre es también la historia de la humanidad, que la localidad de los hechos no va en detrimento de la universalidad de las pasiones. La comedia del arte, y lo ilustra muy bien el repertorio de Shakespeare, es una mascarada, quizá no importan tanto las personas como el personaje, siempre seguirá existiendo el bufón o el disoluto, el avaro o, tan común en la guerra, el que traiciona. Sin embargo, lo que intenta la literatura es darle nombre y apellido al personaje, saber que representa a todos los traidores pero éste, en particular, es el que realmente importa, es éste el que se duele y el que se complace. La literatura, contrario a lo que muchos piensan, no vuelve universales los temas, cosa de Perogrullo, más bien, los vuelve locales, individuales, absolutamente pequeños y visibles, trata de darle vida a un puñado de personas que representan, desde su vida concreta y domiciliaria, a toda la humanidad. El gran reto es que el personaje (considerado una máscara para los griegos) realmente encarne y se convierta, no ya en un disfraz ajado y abandonado tras bambalinas en espera de que el actor en turno lo pruebe, sino en un ser insustituible; esta es la gran paradoja de toda representación: los personajes ya no representan a sus nombres, no representan, son. Como diría Batteux, la novela es una “mentira perpetua que tiene todos los rasgos de la verdad”.

La literatura entonces, no sólo muestra la universalidad de las pasiones humanas, sino que salva, por llamarlo de algún modo, las particularidades del caso, salva todas las localidades. Es una gran coincidencia que cuando uno va al teatro, y se queda sin boleto, nos dicen que las localidades se han agotado: el teatrum mundi se convierte de pronto en el teatrum locus. No es ninguna casualidad que hayan sido los griegos quienes acuñaron con gran estima la palabra “manía”, considerándola un recurso insoslayable en la creación poética. El artista debía ser un maniático y sus personajes un caldo de cultivo de manías. Las manías eran precisamente las afecciones que, por ser muy personales, se encargaban de moldear el temperamento y la individualidad de las personas. Los antiguos, como los posmodernos, seguimos buscando la fuente de la individualidad. Como Aristóteles, sabemos que en las partes se encuentra el todo, el problema es, contra los pronósticos, encontrar las partes, hacer las partes. Y que las partes, pese a ser universales, tenga sus propias particularidades.

Quizá lo que se encuentra detrás del debate de lo universal y lo local en la novela histórica sea el tema de la verdad. Como todos sabemos, la Ilustración inauguró la universalidad de la verdad, no puede haber, según los ilustrados, dos verdades que se oponen, una de ellas debe ser mentira. Lo propio puede decirse de la novela histórica, no puede haber dos historias distintas. Toda novela histórica es considerada, de entrada, un reflejo exacto de la verdad, y por ello, universal. La novela histórica no tiene la obligación de coincidir con la realidad histórica para poder ser verdad. No sólo existe la verdad histórica sino, también, la verdad literaria: el mito. La verdad literaria puede oponerse incluso a la verdad histórica. Sin embargo, hay algo en la literatura que colinda con la verdad histórica: su ficción es a veces un vivo retrato, cuando no una crítica ácida, de la realidad real. No a pocos molesta esta verdad literaria: para Platón, no era posible decir una verdad a partir de una ficción. Sabemos bien que la novela histórica trata, quizá más que otro tipo de novelas, de ficcionar verosimilitudes, acaso es el género novelístico que mayor apego ha de tener con los acontecimiento, y pese a que trata de darnos la relación de los hechos sucedidos, también trata de ser literatura, y la literatura es, ante todo, artificio, es decir, mentira. La gran paradoja de la novela histórica es que navega por dos corrientes: entre la verosimilitud y el artificio. Jacque Ranciere alude a esta paradoja diciendo que “Si el arte pude emocionarnos por el reconocimiento de las pasiones que conocemos, es porque es un artificio que no pretende ser la verdad. Pero es también porque este artificio se deja tomar por esa verdad a la cual dice que no pertenece”. En este sentido, la novela, y la literatura en general, no son ni la negación de la historia ni otra voz en la historia, como lo quería Octavio Paz, sino más bien otra forma de llegar a la verdad a partir del artificio y de la historia; otra forma de verdad, y no la contradicción de la verdad histórica. En nada podría inspirarse la literatura si no contara con el mundo verosímil de la historia. Ambas, Historia y Ficción, son caminos a la verdad.

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El ensayo: una lingua franca

Quizá los nuevos retos del ensayo se suscriben a dos asuntos. Digo “nuevos retos” porque hoy en día son otras las preocupaciones del lenguaje ensayístico. A Montaigne le preocupaba, por ejemplo, un estilo menos categórico y mucho más asequible, menos grave y más imaginativo; frente a la extensión de los tratados disciplinares, oponía el asombro de los escritos breves.
Hoy son otras nuestras inquietudes, por un lado, nos preocupa que el ensayo siga manteniendo la difícil tensión entre sentido y ritmo, o como dirían algunos críticos, entre idea y artificio, sobre todo cuando la academia universitaria va ganando cada vez más terreno y obliga a sus titulares a ser lo más objetivo posible, como dicen algunos colegas de la academia norteamericana: hay que ir “straight to the point”, cercenando así cualquier espacio para la imaginación creativa e inhibiendo el género ensayístico; y peor aun cuando los estudios neurobiológicos más recientes han mostrado que ningún tipo de verdad científica hubiese sido posible si el hombre no se hubiera ejercitado en el campo de la imaginación como ningún otro animal lo ha hecho; por otro lado, la creciente aparición de ensayos cada vez más cercanos a la realidad: los ensayos-reportaje, los ensayos-autobiográficos o de estudio de caso, nos obligan a reflexionar sobre la distancia que debe guardar el ensayo de frente a la realidad, y quizá de forma más general, la distancia que debe haber entre la literatura y la realidad.
Octavio Paz afirma que el lenguaje no puede ser una copia exacta de la realidad por su naturaleza metafórica: todo idioma es una metáfora de lo real: una palabra es como si fuera la cosa, pero no es la cosa per se. El mismo lenguaje es un recurso literario, desde su origen está suscrito al sistema de la literatura: pues es una metáfora. El lenguaje es tan ajeno a la realidad, lo recuerda Steiner, que para entenderlo tenemos que traducirlo, ya sea nuestra lengua materna o bien se trate de un idioma desconocido, tenemos que decodificarlo a fin de comprender qué dice; si el lenguaje dijera la realidad misma, o fuese absolutamente objetivo, no habría ningún tipo de malentendidos. El castigo de Babel no consiste tanto en la creación de varios idiomas como en el nacimiento de la traducción, incluso la traducción en nuestro propio idioma. ¿Cuántas veces no hemos tenido que traducir lo que otra persona dice en nuestro mismo idioma? Estamos condenados a traducir a nosotros mismos, a jugar a las equivalencias: esto es como aquello, pero nunca será aquello. Esta distancia frente al mundo concreto, insalvable, implica reflexionar sobre la relación entre el ensayo y la realidad.

El gusto actual por ensayos que contengan una gran dosis de mundo real pone en riesgo el lado artificioso del ensayo, en pos, por cierto, de una de las más antiguas seducciones literarias, aristotélicas por naturaleza: la mimesis absoluta. El mito del andrógino, partido en dos y vuelto a juntar, se encuentra detrás de esta pasión por unir dos mundos, dos sistemas, inconfundibles. Realidad y deseo, diría el poeta. Lo propio puede decirse de los ensayos academicistas. Se trata de perder en imaginación y ganar en objetividad.

Comparto con Giorgio Agamben una definición muy ilustrativa sobre lo que es la poesía: es una lucha irresuelta entre sentido y ritmo. Lo propio puede decirse del ensayo actual: ya sabemos que nunca podrá darse tal unión entre ensayo y realidad, la distancia es insalvable, también que el ensayo no puede aspirar a la objetividad absoluta porque necesitaría dejar de ser ensayo, de lo que se trata entonces es de encontrar, una vez más, el justo medio, el punto de equilibrio entre imaginación y rigor conceptual, entre artificio y realidad concreta. La tensión nunca dejará de existir, el reto más bien es que dicha tirantez sea capaz de expresar, con la mayor fuerza posible, la riqueza discursiva del ensayo, el artificio más bello y noble para tal o cual idea.

Dante defendía, en De vulgari eloquentia, el lenguaje vulgar. Los motivos de su defensa eran muy sencillos (la naturalidad y viveza de las lenguas vulgares), sin embargo siguen siendo muy actuales: me parece muy sano que el ensayo busque rigor conceptual y mayor cercanía con la vida cotidiana sin que esto signifique, claro, que pierda naturalidad y vida. El ensayo debe de dar siempre signo de estar vivo. Su relación con la realidad ha cambiado a través de los años, sin embargo persiste la idea de que todo ensayo debe ser una lengua franca, en el doble sentido de la palabra: aspirar a la verdad, la verdad literaria, y franquear obstáculos, llegar a las gentes, dirían los trágico griegos. Esto significa estar vivo.

XIII Congreso Internacional de la Asociación de Academias de la Lengua Española Medellín, Colombia
Marzo de 2007

Sampe y su pasión.

Paisajes de la Memoria (Diario Milenio-Puebla 29/03/07)
Juan Gerardo Sampedro
De mi colección privada.
Como el lector lo sabe porque aquí mismo lo he dicho, me encuentro recopilando una serie de exempla modernos que tienen que ver con los temas de la página roja. Éste es otro más con una especie de preámbulo. Un vándalo, según el diccionario Salvat (T. 20) es quien “comete acciones o profesa doctrinas propias de gente cruel e inculta”. Vándalo también se refiere al individuo perteneciente a un pueblo germánico oriental, procedente de Escandinavia.
En la Edad Media la figura del agiotista (y del vándalo) fue severamente condenada por la Iglesia, ya que quien se entregaba a esta insana práctica robaba a Dios porque, como lo explica Le Golf, “el tiempo es de Dios, no de los hombres”, y el usurero atesora lo que a los demás pertenece. ¿Cuál era la concepción de la usura medieval?: es un monstruo de mil cabezas pues es en primer lugar robo, “avaritia”. Y para concientizar a la gente de que no cayera en esta práctica, la Iglesia incluyó en el sermón los exempla, relatos breves que condenaban a los usureros.
Esta historia tiene que ver con la acción de un usurero y un notario en agravio y daño de un tercero. ¿La ley no tiene forma de reglamentar esta aberrante y fácil forma de “ganarse la vida”? He aquí el exempla: “Señor, dixéronme de un omne que siendo niño robábale las gallinas a su madre para dexarlas en venta a plazo e sacar con ello ventajas redituables. Ya adulto estudió leyes para entender mejor cómo quitarle a la gente sus pertenencias. E se fizo vándalo e encontró forma fácil: dijo seré usurero así como otros quieren ser panaderos. E prestaba tontos trece mil pesos y al rato, interés sobre interés, se adjudicaba viviendas, autos y demás. Él se llamaba Rentoill e tenía dos prestanombres: Carol e Nancy, dos amigas sin conciencia, como él. Se adjudicaba propiedades a diestra e siniestra hasta que fue denunciado por sus ilícitas prácticas que llevaba e efecto a través de un notario que fue su cómplice en muchas transacciones. El agiotista solía llamar “negocios” a sus tranzas. E fizo muchas. E su notario se llamaba Henry y era como un muñeco de cuento de terror e daba fe sin constancia alguna de las fechorías del agiotista. E amenazaban a las víctimas e nadie osaba tocarlo porque alardeaban de su poder ilimitado. Así vendiéronle a un pobre omne que había reunido con sacrificio el monto solicitado, un departamento luego de haberlo obtenido despojando a una familia del inmueble. De todo tenía documentos el omne defraudado, quien pronto dio a conocer el vergonzoso caso a los medios mediante un reportaje que fue balde de agua fría, ya que se trataba de un notario de apellidos dizque de abolengo. Y el pobre omne defraudado los hizo responsables de lo que pudiera ocurrirle ya que lo habían amenazado y dejó por escrito la recomendación al agiotista que si quería dinero fácil fuera a Elektra, porque ahí sí se lo dan como de rayo, como lo dice el comercial, pero que él iba a defender a toda costa y contra todo lo que era suyo. Y se cuenta que el agiotista volvióse medio orate y que se adjudicó él solo la Catedral y el Teatro Principal y que los quiso vender, pero que no prosperó su plan. E se quedó loco y hablando sólo e de dinero”. Esta historia aún no tiene fin. Comienza fuera de la ficción.

domingo, marzo 25, 2007

Introspección XLII.

¿Qué es peor, estar solo ó sólo estar? No sé.
Cada día me aburro más de todo. Me cuesta sonreír y ya se me olvido por qué tengo vida. Quisiera desaparecer. Irme lejos, sin avisar. Vivir en una gran ciudad, donde nadie me conozca y tampoco le importe. Se anónimo. Quiero extrañar y que me extrañen.
Cada hora pierdo la esperanza de escribir. Lo hago en este blog, porque no sé usar la boca para expresarme. Hablar es algo inexacto para mí.
El Bronwyn de Cirlot aún no llega, tal vez nunca llegue. Y me quede esperando ese libro como lo sigo haciendo con casi todo.
Probablemente debería buscar un lugar donde vivir. Mi casa es un infierno personal. Sólo estorbo. Nunca he cumplido las expectativas de mis padres. No soy creyente, tampoco tengo buenas calificaciones, no aporto dinero. Empiezo a creer que llevo dos apellidos por compromiso moral que por merecimiento.
Soy muy cobarde para morir y muy inepto para vivir. Dios me rechazaría por todo lo que he hecho en vida y el Diablo ni siquiera me aceptaría, no soy lo suficientemente maldito para arder en el fuego. El purgatorio es demasiada aspiración. El mejor castigo que puedo recibir es ver morir todo lo que quiero y seguir vivo eternamente.
Las pesadillas son constantes por las noches. Tengo miedo de dormir. Sueño muertes. Siempre despierto antes de morir en sueño.
Ya no quiero leer, pero es lo único que me hace sobrevivir. Cada que leo es peligroso, siento que los personajes tienen más suerte que yo. Al menos fueron amados por una mujer o aman a una. A mi ya se me olvido cómo se debe amar a una mujer.
Mis órganos se pudren en Coca-Cola y siento que camino en mierda o más bien yo soy la mierda.