miércoles, diciembre 19, 2007

EL INCONSCIENTE ÓPTICO



Diario Milenio-México (18/12/07)
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¿Qué es lo que verdaderamente hacemos cuando sonreímos, nos arreglamos el cabello y, viendo directamente hacia la lente de la cámara, inclinamos el cuerpo o estiramos el cuello para asegurarnos de que quedaremos dentro de ese rectángulo, hasta ese momento puramente imaginario, que después se convertirá en la fotografía del nosotros? Un acto en apariencia cotidiano y, por lo tanto, inocente o, peor aún, insulso, adquiere dimensiones intrigantes, tanto a nivel histórico como teórico, en Family Frames: Photography, Narrative and Postmemory, el muy famoso libro en el que Marianne Hirsch acuñó un concepto, el de posmemoria, que ha dado lugar a no pocas polémicas en el ámbito de los estudios culturales. Según Hirsch, las fotografías familiares tienen la virtud, o el peligro según se vea, de provocar y manifestar al mismo tiempo la cohesión de los núcleos familiares, constituyendo simultáneamente una crónica de sus ritos así como el objetivo central de los mismos. No sería del todo descabellado pensar, luego entonces, que muchas de las reuniones familiares en las que participamos se llevan a cabo sobre todo para tener la oportunidad de producir las fotografías a través de las cuales la idea y la práctica de la familia se vuelven no sólo palpables sino también “naturales”.
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Si éste fuera el único alcance —un alcance de suyo hegemónico— de la fotografía de las familias, sería difícil explicarse cómo es que estas imágenes repetitivas y consabidas, trilladas e ineluctables, logran enternecer o emocionar a quienes las conservan en álbumes o cajas —artefactos celosamente guardados en sitios especiales del hogar— sólo para tener la oportunidad de compartirlas (con frecuencia a la menor oportunidad), de volverlas legibles ante los ojos del extraño que se aproxima. Así las cosas, es de sospecharse que hay más. Según Hirsch, ese más empieza por localizarse justo en el punto de articulación entre el mito de la familia y su, con frecuencia contrastante, realidad. Y de ahí parte hacia ese aspecto de la relación familiar que con frecuencia pasa desapercibida: “las maneras en que el sujeto individual es construido en el espacio de la familia a través de la práctica de la mirada”. A través del encuadre y la luz, con la complicidad de la pose y la contribución del azar, la fotografía familiar descubre, pues, una cierta interacción visual que por cotidiana suele volverse transparente, es decir, invisible, pero que emerge con singular fuerza en lo que Benjamín denominara como el inconsciente óptico, al cual nos da acceso la cámara fotográfica.
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Así entonces, lo que termina llamando la atención de muchas de esas imágenes no es lo que conocemos de las personas que mejor conocemos, sino lo que, de repente, lo que gracias al obturador y al flash, ha quedado detenido dentro del recuadro de la fotografía sin que el fotógrafo o el fotografiado tengan plena conciencia de ello. Lo que la fotografía nos brinda es, luego entonces, el punto ciego de la relación familiar, esa zona de ininteligibilidad que provoca sorpresa o miedo, suspicacia, rechazo, amor. La lista de ejemplos podría ser larga: la inclinación del cuerpo que, literal, delata una inclinación no expresada o apenas intuida; la mano que, cerrada sobre un hombro, manifiesta o terror o mesura o incredulidad, o todas las anteriores; la vena yugular que, exaltada, prefigura conflictos que, desde el futuro, que es el punto de vista del que ve la foto, parecen naturales; el calzado que, gastado o sucio, delata la buscada falsedad de las ropas de fiesta. “Las miradas que intercambian los miembros de la familia se localizan en puntos específicos: son pues locales y contingentes”, asegura Hirsch, “son mutuas y reversibles; y están atravesadas por el deseo y por la falta”.
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Acaso sea por eso que ver fotografías, incluso fotografías tan predecibles como las de las familias, siga siendo un ejercicio que con facilidad nos lleva a concluir, junto con el Roland Barthes de Camera Lucida, que la fotografía, más que un arte, es en realidad pura magia: lo que está ahí, impreso en papel, aunque más frecuentemente latiendo en la pantalla, no es una reproducción sino una emanación del referente que nos transmite el pálpito ése de su haber-estado-ahí y la melancolía de su ya-nunca-estar. Acaso sea por eso que no pocos puedan pasar horas enteras observando fotografías con el cuidado y la paciencia del que busca lo que no sabe que ya es: la cara de sí mismo en forma de la del extraño que se aproxima.

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