martes, noviembre 27, 2007

Los 2501 migrantes



Diario Milenio (27/11/07)
--
I. Hace miles de años, en lo que ahora es la provincia China de Xian, un emperador que se preparaba para morir, y para extender su reino a la otra vida, ordenó a sus artesanos que reprodujeran, en tamaño natural, a todos y cada uno de los miembros de su ejército. Con materiales locales y en bien organizados equipos de trabajo, los artistas no sólo dotaron a cada pieza de un rostro único, volviéndolas así personas, sino que también colocaron entre sus manos las armas que su jerarquía precisaba. El efecto de realidad de la pieza en su conjunto fue tanta que, años después de la muerte del odiado emperador de Qin, una horda de campesinos luchó cuerpo a cuerpo contra los soldados de terracota, despojándolos de su armamento e hiriendo, se diría que de muerte, a muchos de ellos.
-
Caminar entre las piezas que Alejandro Santiago y un equipo de 32 artistas- trabajadores han ido diseñando y produciendo en los últimos seis años en su rancho-taller El Zopilote, que se encuentra en Santiago Suchilquitongo., una comunidad cercana a la convulsa capital del estado de Oaxaca, produce una sensación similar: la sensación de hallarse entre seres extrañamente vivos que, de un momento a otro y de preferencia entre traguitos de mezcal, empezarán a contar historias de sus travesías entre este y el otro lado de la línea. Fantasmagóricos y aterrantes a la vez, frágiles como el material que los compone pero ciertos en el aire que los envuelve y sólidos en el espacio que ocupan, los migrantes de Santiago cruzan sobre todo una frontera: la muy delgada y quebradiza línea de lo que con frecuencia se denomina como la realidad.
-
“A veces los veo desde lejos”, dice Santiago con esa voz de paso que resbala con gran lentitud sobre un suelo de tierra, “y me da la impresión de que están platicando”. Emplazados en las lomas que franquean el rancho-taller o apostados a lo largo del camino de entrada al mismo, los migrantes, sin duda, observan todo con cautela. De dimensiones humanas y con rostros que no retratan sino que evocan una realidad tanto interna como externa, las piezas no sólo son parte del paisaje sino también de la incesante conversación que ellos mismos provocan. “Este es un niño como de doce, sano él, pero se nos cayó”, medio susurra Santiago señalando, no sin gravedad, la pierna rota de una de las piezas. Con historias propias, es decir, con identidad, los cuerpos de barro podrían, incluso, causar temor. No es difícil imaginar al oficial de inmigración que, años antes de la muerte del odiado emperador, apunta su arma contra el migrante de barro que, con rostro alucinado y tatuajes de la virgen de Guadalupe sobre la espalda, intenta cruzar una vez más, siempre una vez más, esa línea tan móvil y equívoca que une y desune al país más rico del mundo y su vecino pobre del sur, a la pesadilla y al sueño, a lo que está y a lo que está a punto de irse, al ahora y el más allá.
-
II. Cada uno de los migrantes de barro de Alejandro Santiago lleva una firma: el aspecto de los pies. Cada una de esas firmas no es de Alejandro Santiago. Cada firma –una línea curva que se extiende hasta el astrágalo, una hendidura simétrica entre los dedos, el atisbo apenas de una uña– es una seña de identidad: la de los 32 jóvenes mestizos y mijes que, gracias a que laboran en el rancho-taller de Santiago, no han tenido que emigrar, como tantos otros, hacia el norte. Ganando cuando se puede un promedio de 3,600 pesos mensuales, una cantidad nada despreciable en un entorno rural donde hasta el agua escasea, los trabajadores e incluso los familiares de Santiago aseguran a la menor provocación y sin ánimo adversativo que ésta o aquéllas son piezas suyas. Para comprobarlo no hay más que mirar con cuidado los pies.
-
En los Escritos Económico-Filosóficos de 1844, el entonces joven filósofo Karl Marx se explayaba con característica pasión acerca del proceso de trabajo en tiempos regidos por los avatares de esa relación de poder que es el capital. Decía el muchacho de temperamento abismal que el trabajo, al transformar la naturaleza en sociedad, era la única y verdadera fuente de nuestra humanidad. En una sociedad ideal, es decir, en aquella en la que el trabajo y el objeto del trabajo todavía le pertenecen al trabajador, trabajar y crear serían una y la misma cosa, uno y el mismo proceso. En ese tipo de sociedad un trabajador podría enunciar, justo como la cuñada de Santiago frente un grupo de doce piezas a medio terminar: “éstas son mías”. Algo en el tono entre natural e irrevocable de su afirmación obliga a repensar los límites del concepto de autoría.
-
Más que productos del trabajo, los 2501 migrantes de Alejandro Santiago son, ante todo, trabajo, el proceso en sí y para sí. Regidos por las dotes administrativas de Zoila Santiago, esposa del artista, los artesanos ponen tanto esmero en construir los cuerpos de barro como en atender, todo a su tiempo, las vacas y borregos y guajalotes que en su incesante ir y venir por entre las milpas no dejan de observar, sin asombro aparente, las piezas terminadas. Son ellos los que mezclan el material que yace en costales a un costado del taller y ellos los que, en base al método de ensayo y error aunque siempre dirigidos por Santiago, fueron encontrando las posiciones adecuadas para que los hombres y mujeres de barro pudieran sostenerse en pie. Los jóvenes artesanos saben cuando una pieza está lista y, entonces, la introducen al horno para que adquiera la consistencia y el color de un cuerpo humano. Entre una cosa y otra, los muchachos también tienen acceso en el mismo rancho a los instrumentos musicales que Santiago ha ido adquiriendo con el afán de formar algún día una banda de música norteña.
-
A medio camino entre el ágora y la pequeña empresa (no lucrativa), el proceso de producción de los migrantes de barro reta, y por retar cuestiona, el proceso de producción de los migrantes de carne y hueso. Si el primero responde a las necesidades humanas de la localidad, proveyendo a sus integrantes con una oportunidad para permanecer, es decir, para reproducir a la comunidad, el segundo responde a las necesidades del capital norteamericano, provocando una diáspora que, en Oaxaca como en tantos otros estados de México, ha ido dejando tras de sí un rosario de pueblos fantasmas. No es mera coincidencia, o en todo caso es una coincidencia de la política contemporánea, que ése sea el contexto original del proyecto de Santiago: una plaza vacía por donde se deslizan los espectros de los cuerpos que ya no están. Ahí, acaso como aquel Juan Preciado que vino a Comala porque le dijeron que acá vivía su padre, un tal Pedro Páramo, Alejandro Santiago se puso a discernir los murmullos de los idos y a desear, como se desean estas cosas: con vehemencia, su súbita aparición. Del deseo de verlos una vez más, del deseo de tenerlos cerca, codo a codo en la brega diaria o en el eco de la carcajada compartida, del deseo, también, de hacer justicia, fueron naciendo uno a uno los migrantes de barro que, en número, son los mismos que habrían muerto intentando cruzar la línea fronteriza entre México y los Estados Unidos hasta el año en que Santiago, vía la garita de Otay en Baja California Norte, hizo lo mismo. Dos mil quinientos también era el número de familias que, según recuerda Santiago, conformaban su pueblo de origen en Oaxaca. Dos mil quinientos murmura, con toda seguridad, el hombre que sigue sentado en la plaza del pueblo fantasma, deseando. Dos mil quinientos más el que sigue. Dos mil quinientos más el que Alejandro Santiago quiere retener, con oportunidades de trabajo que son oportunidades de vida, en sus pueblos de origen en Oaxaca.

No hay comentarios.: